25 años no son nada

Washington, DC. No es esta una semana cualquiera. El domingo 9 de noviembre el mundo celebró los 25 años de la destrucción del Muro de Berlín. Siete días después, El Salvador y una parte del mundo conmemoran el vigésimo quinto aniversario de la masacre de la UCA, perpetrada por el Batallón Atlacatl de la Fuerza Armada de El Salvador.

Dicen algunos académicos (Hobsbawn) que el XX fue un siglo corto en términos historiográficos: empezó en 1914, con la Primera Guerra Mundial, y terminó en 1991, con la debacle soviética que siguió a la caída del Muro de Berlín. Puede ser, esta, una salida simplista para explicar el sino binario del siglo, alimentada sobre todo desde los aparatos ideológicos de las potencias militares que dieron al XX varias de las peores guerras en la historia de la humanidad, varias de las peores carnicerías. Puede ser simplista, pero es una construcción teórica que me sirve para reflexionar sobre El Salvador, sobre su rol en ese tinglado mundial, sobre todo en el lapso final de ese periodo propuesto: la década del 80.

El Salvador fue –y esto ya es un acuerdo bastante aceptado en la intelligentsia occidental- uno de los últimos escenarios de la Guerra Fría, uno de los campos de batalla en eso a lo que el ensayista y poeta salvadoreño David Escobar Galindo ha llamado la gran bipolaridad, donde se hizo insurgencia y contrainsurgencia. No me extenderé aquí en las causas internas de la guerra salvadoreña, que son las más importantes y profundas, sino en la reflexión sobre cómo la impronta de los poderes hegemónicos de entonces, el estadounidense y el soviético, fueron determinantes a la hora de alimentar esa guerra, pero también de terminarla.

Esos dos hechos históricos que recordamos esta semana, la caída del Muro y la masacre de la UCA, están de alguna forma atados por el interminable dominó de la historia. Ambos eventos hablan, en diferentes maneras, de las caídas de inmensos diques construidos por la estupidez humana, por la muy humana capacidad de odiar sin límites. Pero ambas conmemoraciones nos recuerdan, también, que somos los humanos capaces de reconstruir, de volver a nacer y de reinventarnos, como individuos y como sociedades.

El muro

Corría 1988. Enviados de las Fuerzas Armadas de Liberación, brazo armado del Partido Comunista Salvadoreño y una de las organizaciones miembro del FMLN, volvían a Berlín del Este a gestionar pertrechos militares para alimentar los frentes de guerra en los cerros de Chalatenango. Los envíos, como venía ocurriendo desde mediados de la década, recalarían en La Habana o Managua antes de entrar por otras vías a El Salvador. Así consta en papeles de la Policía Secreta de Alemania del Este –la nefasta Stasi– a los que logré acceder en 2007.

Una comisión federal constituida poco después de la caída del muro, en noviembre de 1989, abrió el acceso de los alemanes a los archivos de la policía secreta y también permitió a investigadores extranjeros solicitar información sobre sus países o sobre sus conciudadanos, siempre que los individuos por los que se pedía información estuviesen muertos.

En julio de 2007, tras conocer la historia de la Stasi en Berlín de mano del Instituto Goethe, pedí acceso al archivo de Schafik Hándal, el histórico líder del PCS que había fallecido meses antes. Para finales de año me habían enviado un paquete con unos mil folios: buena parte de la historia de la relación entre los comunistas salvadoreños, la Alemania comunista y, a través de ella, con el bloque soviético.

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Cruce de Berlín del Este a Berlín del Oeste por la Bornholmer Strasse. Foto del archivo del Parlamento, tomada de wikimedia.

En un reportaje que publicaré en Factum en los próximos meses escribiré los detalles de esa relación, pero quiero, aquí, referirme a algunas de las comunicaciones finales entre el PCS y el ejército alemán del Este para ilustrar cómo el fin de la bipolaridad -simbolizada por la caída del Muro-, hizo mella en el destino de una de las fuerzas beligerantes en el conflicto salvadoreño, en su capacidad militar.

Desde finales de 1988, pero sobre todo durante los primeros 10 meses de 1989, las listas de pertrechos que Berlín ofrecía a los insurgentes salvadoreños no paró de empobrecerse: de una oferta a mediadios de la década que incluía armas largas, lanzamisiles, importantes envíos de granadas y pistolas, la lista, al final, se redujo apenas a la posibilidad de que los alemanes enviaran un par de decenas de mantas de lona y algunos visores nocturnos. Esa oferta raquítica, de hecho, nunca se llegó a concretar, según se lee en varios de los documentos en que los alemanes explicaban que debían retrasar indefinidamente sus envíos por falta de recursos.

No tengo suficientes elementos para decir que toda la oferta del bloque soviético disminuyó de la misma forma en esos meses, ni para evaluar qué tanto impacto tuvo el corte del flujo de armas desde ese parte de Europa en la capacidad militar del FMLN. No parece que mucho a juzgar por lo que el frente guerrillero lograría en términos táctico-militares desde que dos días después de la caída del Muro lanzó su ofensiva sobre la capital. En eso, no obstante, también tuvo que ver la propia incapacidad del alto mando militar salvadoreño de entonces, reconocida aun por Estados Unidos, su principal valedor y financista, en varios cables secretos enviados desde San Salvador hasta Washington entre enero de 1990 y mayo de 1991.

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El sacerdote jesuita Ignacio Martín-Baró

La masacre

A la noche en que los alemanes cruzaron el muro que los había mantenido separados por 28 años, y, en el camino, desterraban a varios de sus fantasmas, seguiría una semana después una de las peores masacres de religiosos cometidas en América Latina. Aquella matanza, que tuvo implicaciones directas en el destino del conflicto salvadoreño –más bien políticas-, también habla sobre los estertores de esa batalla de la Guerra Fría que se peleaba en El Salvador, y que cobraba a varios de sus últimos muertos en el campus de la Universidad Centroamericana en San Salvador.

El 27 de abril de 1983, ante una sesión bicameral del Congreso en  Washington, el entonces presidente Ronald Reagan estableció su guión en esa guerra: dijo que en El Salvador debía dibujarse la línea que los comunistas locales, financiados y armados por la Unión Soviética, no debían cruzar. Para alimentar esa línea de política exterior, Reagan financió al ejército local, plagado de corrupción, liderado por una generación de militares bastante torpes en el oficio de hacer la guerra y, sobre todo, brutal, extremadamente brutal a la hora de perseguir a la oposición interna; y también alimentó a otro ejército irregular, la Contra nicaragüense, a la que financió en parte con dinero del narcotráfico. Para hacer todo eso y mantener en calma a la oposición que tenía en Washington, Reagan mintió, y mintió, y le ayudó a sus socios a mentir.

George H.W. Bush, vicepresidente de Reagan y antes jefe de la CIA, era presidente cuando el Batallón Atlacatl mató a los Jesuitas con órdenes del alto mando.

La administración Bush le había dicho al Congreso en Washington que la guerra en El Salvador estaba casi ganada; desde que asumió a principios de 1989, el presidente y su equipo machacaban en Capitol Hill y ante la opinión pública que el FMLN estaba reducido, que eran ya solo una banda de cuatreros, y que el récord de respeto a los derechos humanos del ejército salvadoreño había mejorado considerablemente. Entonces, el 16 de noviembre de 1989, ese ejército mató a los Jesuitas. En una entrevista que publicaremos en Factum muy pronto, el congresista por Massachusetts, James P. McGovern, revela varios detalles y recuerdos sobre aquellos días, cuando él era uno de los principales asistentes del representante Joseph Moakley, a cargo de investigar en el terreno la masacre de la UCA.

Tras los asesinatos, la administración Bush pasó al menos un año obstruyendo la investigación de diversas maneras: intimidando testigos, como en los casos de Lucía Barrera de Cerna o el mayor Eric Buckland, mintiéndole al congreso sobre los avances en la investigación, ocultando documentos y, de nuevo, permitiendo a sus socios salvadoreños hacer lo mismo.

Al final, no obstante, fue la administración del mayor de los Bush la que más apoyó a Alfredo Cristiani para que el entonces presidente salvadoreño fuera capaz de soportar a las poderosas fuerzas internas de la derecha que se oponían al diálogo con los insurgentes por el que en vida había abogado Ignacio Ellacuría, uno de los jesuitas asesinados. Y no le quedó a Bush más remedio que aceptar el curso de la historia, la misma que había empezado a romper diques en Berlín una semana antes, y levantar los campamentos que Reagan había desplegado en Centroamérica. Después de eso empezó nuestra paz.

En 2007 estuve en Berlín y conocí, fascinado, los límites de la estupidez de quienes construyen muros –otros intentan construir uno más grande en estos días en la frontera sur de los Estados Unidos. El próximo domingo planeo estar en el campus de la UCA.

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