“Puente de espías”, un Spielberg bofito

Bridge of spies”, la más reciente de Steven Spielberg, va de la Guerra Fría. Cuenta la historia de un abogado de Brooklyn, interpretado por el incombustible Tom Hanks, escogido por su buffete y por el Tío Sam para mediar en un intercambio de espías entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. El guión es de Ethan y Joel Coen (“Fargo”), lo cual puede generar mucha expectativa respecto a la química posible entre el humor negro de los hermanos y las tendencias patrioteras del director de “Saving Private Ryan”. De entrada, como sea, cine de época, con el correctísimo dueto Spielberg-Hanks y guión de los Coen parece un platillo cinematográfico apetecible. Y la película al final cumple en los apartados técnicos –cómo no–, pero queda debiendo en el tono de su guión porque el director desaprovecha una gran oportunidad para contar las complejidades históricas de la bipolaridad mundial y se queda, de nuevo, con la frivolidad de la porra a las barras y las estrellas.

 

CINCO NOMINACIONES

*Mejor película

*Mejor actor secundario (Mark Rylance)

*Mejor banda sonora

*Mejor diseño de producción

*Mejor guión original

Quizá sea mucho pedir a Steven Spielberg. Pero no. No, porque al final sus obras cumbres, aun con toda la carga política y sus tendencias ideológicas, son dramas bien acabados de estéticas impecables, capaces de trascender por lo preciso de sus recreaciones de época y la confección multidimensional de sus protagonistas. Me refiero, por ejemplo a “La lista de Schindler” y “Lincoln”, a “Munich”.

Pero confieso que al salir de ver “Bridge of spies” me acompañó a casa la incómoda sensación de que acababa de ver una gran película, impresionante, devastadora en lo visual, y vacía, superflua en lo narrativo debido, en gran parte, a un guión plagado de clichés e interpretaciones maniqueas de la historia. Lo que a Clint Eastwood le sobró en justicia narrativa en sus “Letters from Iwo Jima” y “Flags of our fathers” a Spielberg le queda faltando a raudales en este su puente de espías.

A ver: no es pecado, se entiende, que el cine opte por un discurso u otro cuando se propone fijar la historia en celuloide. Qué ha sido Hollywood sino una exitosísima máquina de propaganda. Y qué eran clásicos como “El acorazado Potemkin” si no piezas propagandísticas. No, pecado, no, pero sí decepción cuando se espera algo un tanto más sofisticado de un director como Spielberg o, siendo amables, como dije, oportunidad desperdiciada de darle al filme un aire menos viciado. El pecado es, al final, malograr la estética con un discurso tan predecible.

HanksY, como dije, el guión daba oportunidades al director para trascender el patrioterismo facilón que ya nos adelantaba con la imagen final de “Private Ryan”, aquella en que el soldado Ryan, viejo ya, se despide del respetable con un saludo a la bandera de los Estados Unidos en una imagen que desdice de la crudeza, precisión, apego al evento histórico que es la impresionante secuencia inicial de esa película: el desembarco de Normandía, narrado en un etilo casi documental, sin contemplaciones ni concesiones a discurso patrio alguno. La guerra, el campo de batalla, nos cuenta esa secuencia brutal de Ryan, es un asunto tenebroso donde no suele haber héroes, discursos altisonantes o banderitas, sino solo jóvenes desmembrados, sesos esparcidos… muertos, muchos muertos.

Pues “Bridge of spies” es un poco más de esa bipolaridad spielberiana.

La historia de ficción, en esta película, está basada en un evento real que ocurrió a finales de los 50 en el Berlín ya dividido por los antecesores del muro. James Donovan, un abogado que trabajó con el equipo de acusadores en los juicios de Nuremberg y terminó haciendo carrera y fortuna defendiendo compañías aseguradoras en Nueva York, es escogido para representar a un espía soviético capturado por el FBI. Tom Hanks es Donovan.

El espía se llama Rudolf Abel y es interpretado por Mark Rylance, un británico desconocido que ha destacado más bien en el teatro.

Donovan defiende a Abel y, al hacerlo, se gana el odio del público, de los policías, de sus colegas y de cuanto gringo se le pone enfrente: ¿qué hacés defendiendo a ese traidor que quiere acabar con el “American-way-of-life”?, parecen gritarle todos los rostros hostiles que Spielberg pone frente a Hanks en planos medios, cerrados o abiertos. Esta parte del filme se llama otra de abogados que se lucen en la corte, y la única razón porque el tema no naufraga es porque el abogado es Tom Hanks, un actor simpático capaz de escupir con gracia cualquier cosa que el guión le ponga enfrente.

Antes de esta parte, al principio, recién sentados en la butaca palomitas y soda en mano, Spielberg nos ha prometido otra cosa, algo que se parece más a “Munich”, por ejemplo, esa ficción histórica sobre los atentados antisemitas en las olimpiadas de 1972 y sobre la cruel venganza de la inteligencia israelí. En “Munich” había personajes profundos, complejos, y una versión de la historia menos condescendiente. Pues la secuencia inicial de “Bridges” promete eso en una sola escena, esa en la que nos presenta al espía Abel pintándose a sí mismo frente a un espejo: metáfora exquisita del juego de sombras del espionaje, y de los engaños que alimentaron la lucha por la información que fue la Guerra Fría.

Cuando Abel cae en manos de los federales y Donovan-Hanks entra a defenderlo para mostrar al mundo que la USA se rige por el “libro de reglas” que es su Constitución la película no decae de inmediato: Rylance, el actor que interpreta al espía soviético, se le para en el plano medio al sazonado Hanks y entre ambos nos regalan buenos pases interpretativos. La película decae cuando el guión insiste hasta el cansancio en darnos al abogado-héroe, abanderado de todo lo políticamente correcto. Hay, de entrada, un problema de verosimilitud: esta narración se mueve en el mundo del engaño y resulta muy difícil tragarse a un hombre tan pulcro como el abogado.

Luego, Washington decide enviar a Donovan a negociar un intercambio de prisioneros con los soviéticos en el Berlín dividido de la posguerra: el ruso Abel por un par de personajes estadounidenses tan bofitos que no dejan de ser una distracción.

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Y llegamos a Berlín de la mano de Spielberg, y el tono sube, la película se recompone, porque estamos aquí frente al mago que nos dio Omaha beach durante el desembarco de Normandía, el gueto de Cracovia durante la persecución nazi y el Washington de Lincoln durante la aprobación de la ley que abolió la esclavitud. Esa parte es, en una palabra, cine. Del mejor. El viaje de Tom Hanks nos abre las puertas al otro lado del muro, al de Berlín del Este, y nos regala la recreación de los días en que los berlineses saltaban de las ventanas de sus apartamentos en ruinas para huir de la oscuridad totalitaria. Todo es impecable: decorados, vestuario, montaje de sonido (seguro habrá óscares).

En Berlín es, además, donde más se nota la mano de los Cohen: los espías soviéticos y alemanes del este, los transeúntes, aun una banda de jóvenes criminales de la ciudad, se parecen mucho a los personajes de “Fargo”, esa cinta genial en que los hermanos ridiculizan el corazón del Estados Unidos más pueblerino, oscuro y decrépito con las dosis de humor negro que son su marca de presentación.

Pero, de nuevo, el peso dramático logrado por toda la puesta en escena, y ese toque de originalidad que ponen los Coen sufre mucho cuando los “americanos” nos bailan en la pantalla con el afán de buenos y correctos.

Lo dicho: no me arrepiento de haber escogido a Spielberg de nuevo para ir al cine, por Berlín sobre todo, pero, sí, tuve que volver, después de ver “Bridge of spies”, a “La lista de Schindler” para volver a respirar la mejor parte de Steven Spielberg, el director capaz de recrear una época, una guerra, a través de personajes tan cautivantes como el nazi enamorado y asesino de Ralph Fiennes o el alemán redimido de Liam Neeson. “Bridges” es mucho menos que todo eso.

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