San Salvador. Resolver los problemas de nuestro país es cuestión de buena voluntad. Esa es la primera impresión que cualquiera tiene al llegar a El Salvador, pero lo que verdaderamente golpea es que esa percepción cambia rápido, con el día a día, por otra más dura: la impotencia.
Es decepcionante darse cuenta de que, durante un cuarto de siglo, los problemas, las necesidades y las demandas de nuestra sociedad son las mismas. Muchos ciudadanos –los pocos que seguimos votando– aún creemos que los políticos pueden darnos soluciones contundentes, aún confiamos que es posible a través de la política, quizás no llegar a consensos, pero sí impulsar acuerdos que favorezcan a la gente. Sin embargo, basta ver un noticiero o salir a la calle para que cualquiera lamente seguir aquí, en nuestro país.
Y la campaña electoral va empeorando las cosas. Está bien presentar ideas llamativas, es aceptable hacer una campaña basada en emociones, incluso es comprensible –aunque triste– tener que descalificar al adversario, pero no está bien ofrecer nada más que buena voluntad. Sobre todo, cuando lo que se ofrece está sustentado solamente en palabras.
Entonces, ¿cómo no ser un pesimista en El Salvador?
La respuesta, por simple que parezca, es: acciones. Luego de cada elección, los salvadoreños, independientemente de las ideologías, sufrimos el mal de sentirnos engañados. La política y hacerla se ha vuelto un conjunto de debates estériles sobre la verdad absoluta, los ingeniosos juegos de palabras y el parloteo por los proyectos partidarios. Así, la resignación de hacer algo, cualquier cosa, pero algo, es lo que prevalece.
Tal parece que los políticos han hecho de la política algo inútil. Espacios como la Asamblea Legislativa son vistos como instituciones estériles e innecesarias, en lugar de ser el principal espacio de debate y búsqueda de acuerdos a nivel nacional. Como país nos hemos visto en la necesidad de crear consejos para el diálogo para poder impulsar políticas públicas, basadas en la representatividad y la legitimidad social, que puedan ser concretadas en soluciones para las personas.
Muchas veces se habla de copiar el modelo de los Acuerdos de Paz, por ser la muestra más clara de racionalidad y tolerancia que se ha dado en el país, para poder fundamentar unos “Acuerdos de Segunda Generación”. Sin embargo, hay que tener presente la particular crisis que tuvo que darse en nuestra sociedad, el manejo que dieron las elites políticas y que a la fecha aplicar esos admirables Acuerdos sigue siendo una tarea incompleta.
No obstante, ese es el primer paso y no el más espinoso; poder gestionar cualquier acuerdo es lo verdaderamente difícil. En nuestro país, la forma que en nuestros políticos reaccionan ante cualquier acción exitosa llega a ser hasta nociva para los ciudadanos. Todo es visto como capital político o electoral, todo se puede aprovechar para capitalizar más poder y todo puede ser una oportunidad personal. Afirmar que así funciona la política, que la burocracia y la implementación no deben alejarse de la búsqueda del poder, es simplemente mediocre.
Las nuevas generaciones parecen entender la importancia del diálogo para la búsqueda de acuerdos y aunque no se trata de reemplazar a los partidos políticos, son estos mismos los que nos están obligando a buscar formas para cambiarlos, ya sea desde afuera o desde adentro.
Es cierto que nuestro país necesita más que buena voluntad, que necesita acciones, pero lo más importante es que necesita personas. Porque al igual que la política, la buena voluntad y las acciones son lo que se haga de ellas.
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