Marcas de guerra

En la vida y en la historia hay marcas que quedan para siempre. Momentos que son inclementes y que definen el rumbo de una historia. Hace 23 años, el 16 de enero de 1992, la entonces guerrilla Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y el Ejército salvadoreño concluyeron la fratricida guerra y dieron paso a la firma de los Acuerdos de Paz. Tras este acto, los combatientes de ambos bandos regresaron a la vida civil.

Veintitrés años han pasado y todavía quedan marcas y heridas que no han podido cerrarse. Este reportaje presenta una serie de retratos de combatientes que, en pleno frente de guerra, decidieron tatuarse el cuerpo, una forma para olvidar o tratar de sobrepasar el monstruo del conflicto armado.

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  1. Corría el año 1986, y para Atilio Pineda, en ese entonces cabo del batallón Belloso de la Fuerza Armada, pasar 25 días en operativos en los cerros de Usulután le generaba una gran nostalgia. La soledad, el cansancio, el debate entre la vida y la muerte, pero sobre todo, estar separado de su eterno amor: Saraí Coca. Una tarde, desesperado, decidió dejar en evidencia lo que sentía por ella. Es así que con una aguja y tinta hechiza decidió tatuarse la palabra amor y un corazón.
    Además, para mostrar su bravía en el combate, adjuntó un dragón y una culebra. Sin embargo, la lejanía no era lo único que los separaba, pues Saraí vivía en Jucuarán, en una zona controlada por la guerrilla, y para compartir con su pareja, tenía que convivir con el enemigo. Tres veces, según él, logró salvarse de un atentado, pues los combatientes ya sabían que pertenecía al Ejército. En la última, su cuñada logró intervenir, y como en ese momento departía con alcohol, le convidó a los guerrilleros y estos terminaron siendo sus amigos, según recuerda. Luego, a pesar de estar en bandos contrarios, pudo visitar sin tanto problemas a su pareja. Para la navidad de 1987, compró dos guacaladas de tamales y 6 cajas de cervezas para repartirlas con el batallón de guerrilleros.
    Hoy en día ese amor aún persiste, incluso debajo de piel, y suman ya 31 años juntos.2
  2. Cuando Evenor Reyes pretendió tatuarse después de una batalla con el Ejército en el municipio de Santa Elena, Usulután, pensaba una imagen más hermosa, una imagen que, al mirarla, le trajera a la memoria a su madre, a quien no había visto desde hacía 7 años, cuando tuvo que huir de su pueblo natal Torola, en Morazán, por la persecución del Ejército. Sin embargo, las dotes artísticas de su compañero no fueron tan excepcionales y terminó con una mujer semi desnuda en su pierna derecha.
    Terminada la guerra, Reyes, quien también es lisiado de la misma pierna tatuada, decidió irse para Estados Unidos. Dos veces cruzó las fronteras en busca el sueño americano. En la última, afirma, el mismo tatuaje casi le hace perder la vida. Subido en “la Bestia”, pandilleros hicieron bajar a personas “sospechosas”, tal como recuerda. Reyes fue revisado de pies a cabeza, y al ver que sus tatuajes no eran denominativos de una pandilla, lo dejaron irse, pero otros no tuvieron la misma suerte. Reyes regresó al país hace 5 años, pues desde entonces una enfermedad lo viene mermando: fue diagnosticado con insufiencia renal, la cual le ha destruido casi un riñón. Cuenta que para controlar su enfermedad necesita, al menos, 4,000 dólares, los cuales son imposibles costear con su pequeña pensión de lisiado de guerra.3
  3. Estas líneas, casi ya imperceptibles, pretendieron ser unas alas con las cuales los paracaidistas de la Fuerza Aérea se identificaban. Pero aún más: también querían ser una huella, una identificación por si el sargento Juan Pablo Bonilla muriese en batalla. Así lo decidió, en 1985, despúes de que dos helicópteros de la FAS fueron derribados por la guerrilla y casi 50 de sus compañeros murieron. Al querer reconocerlos, fueron únicamente identificados los que tenían algún tatuaje.
    Bonilla, ahora de 55 años, quien también es lisiado de guerra, trabaja en la Asociación de Lisiados de la Fuerza Armada de El Salvador (ALFAES). Trabaja en la  búsqueda de mejorar la salud integral, así como su integración y mejoramiento en el ambiente laboral, y el mantenimiento y mejora de las pensiones de los lisiados de guerra.4
  4. Juan Mauricio Chica nunca quiso entrar al Ejército; sin embargo, tuvo que acatar la orden de reclutamiento, cuando, en 1991, un grupo de guardias lo obligaron a subirse a un camión de reclutas. Lo llevaron al cuartel San Carlos en San Salvador.   Durante un operativo en el cerro Guazapa, con otro colega, decidieron tatuarse solo para pasar el tiempo. Mauricio decidió colocarse las iniciales de su nombre y dejó a consideración de su amigo el dibujo. Aficionado a las películas de acción, su amigo dejó en la piel una calavera atravesada por una daga. Al final fue dado de baja y regresó a la vida civil, en donde, desde entonces, se dedica a ser albañil. 5
  5. “En un principio, allá por 1988, esta palabra amor era para recordar a una bicha de la que estaba enamorado, pero ahora, después de tantos años, esta palabra la uso para definir el amor por mis compañeros de lucha, por la humanidad misma”, dice Isaac Tobar Pineda, al explicar porqué aún mantiene esas ya casi imperceptibles letras en su brazo mutilado por una bala de G3. Luego de sufrir la herida, Tobar buscó recuperarse, con el IPSFA, donde le dieron capacitaciones para poder trabajar. Sin embargo, considera que una de las principales ayudas que necesitó, la psicológica, nunca llegó desde la Fuerza Armada.
    Desde 1993, este exsoldado comenzó a involucrarse en movimientos que buscaban la ayuda para los lisiados de guerra. Estas mismas vueltas lo hicieron toparse con la Asociación de Lisiados de Guerra de El Salvador (ALGES) una organización, en su mayoría, de excombatientes de la guerrilla. Haber pertenecido a un grupo contrario no lo limitó a participar juntos a ellos, y desde hace casi 12 años, es uno de los líderes departamentales.6
  6. Mientras combatía en un enfrentamiento armado en Chalatenango, en 1986, un destello dejó noqueado a Pedro Erasmo Ruano, miembro del Batallón Belloso. No supo qué pasaba. Lo único que percibía era un zumbido y los gritos de los demás compañeros de armas exaltados: una bala de una AK47 había atravesado sus mejías y destrozado su rostro. Tuvo que ser trasladado de emergencia al Hospital Militar. Pasaron semanas y la recuperación no daba pie, incluso perdía la noción del tiempo, de la realidad. En esas condiciones, le venían recuerdos pasados y con más claridad, sus antiguos amores, entre ellas, una especial:  Irmani. Por ello, en un momento de desesperación, le pidió a su compañero de cuarto que le dibujará un tatuaje. Después de ello, se quedó dormido. Al despertar, observó su tatuaje y se arrepintió. 7
  7. Joel Gutiérrez  era, en 1990, miembro de las patrullas especial de la Fuerza Armada.  Era muy católico, según dijo, por lo que decidió tatuarse una virgen de Guadalupe. Al no tener herramientas ni tinta, lo hizo con ácido de las baterías del radio comunicador y unas agujas. La virgen no solo representaba su fe y su esperanza de salvaguardar su vida, si no que también traía a la memoria a su padre, fallecido en 1989, quien muchas veces logró salvarse de la muerte. Durante tres años más en patrullajes, Joel puso su vida en las manos de esta imagen, y considera que aunque no lo salvó de perder una pierna por una mina, sí lo hizo rectificar su vida luego de los acuerdos de paz. Ahora, Joel es miembro de ALGES y es un activo dirigente departamental en su natal Sonsonate.8
  8.  “Yo me quise dibujar este tatuaje para demostrar que los soldados teníamos corazón”, afirma Ulises Mejía, al explicar el por qué de su mancha. Mejía, originario de Chalatenango, entró al Ejército por vocación en 1982, pues creía que era su deber defender la nación. Durante 4 años patrulló, como miembro del batallón Belloso, casi toda la zona norte del país. Pero fue en 1986 cuando una mina le destruyó el pie derecho. Al recuperarse, pasó a formar parte de zona administrativa de la Fuerza Armada y también forma parte del grupo de futbolistas de la selección nacional de amputados. 9
  9. “Algunos tatuajes son destinados”, dice Marvin, alias “Rodinol”. Escogió el león como una marca que lo identificara por su “bravura” durante los combates en la montaña. “Así como un león”, recuerda, cuando combatía como miembro del batallón Atonal, en Usulután. Rodinol además afirma que decidió tatauarse porque si moría en combate, el tatuaje lo identificaría y  su cuerpo sería entregado a sus familiares.10
  10. Las letras “Benser” pretendía ser la frase del Ejército “Vencer o morir”, según afirma Wilfredo Najarro, quien fuera miembro de la quinta brigada de infantería de San Vicente. Ahora, a 23 años de paz, la frase la mantiene viva pero para poder lograr algo que no se cumplió en los acuerdo de Paz: una pensión digna para los veteranos de guerra, beneficios sociales y salud integral.11
  11. “Aún me siento orgulloso de mi tatuaje, pues considero defendí mi patria”, afirma Sergio Vidal Mejía Guerra, quien durante el conflicto armado fue fusilero de la compañía Brigadas anti terroristas de Cojutepeque. Mejía Guerra pensaba tatuarse el emblema de su batallón, pero al final se conformó con dos fusiles M16 terciados, siendo una marca, según él, de su valor y miedo a la guerra.
* Texto y fotos: Frederick Meza.

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