No cabía un alfiler, ni de punta, en la enorme aula magna de una universidad en Washington DC, a pesar de que por su tamaño quedan a veces asientos sin llenar, incluso durante visitas de expresidentes, miembros de la realeza, funcionarios, altos académicos u otros egos inflados. Era noviembre de 2013, el año en que Netflix liberó de golpe y porrazo los trece episodios de la primera temporada de House of Cards. Quien visitaba el campus era Kevin Spacey para comentar desde la perspectiva de la ética y el uso del poder su papel como Frank Underwood, el congresista estadounidense que logra alcanzar sus ambiciones presidenciales en la serie de Netflix House of Cards.
¿GIF? Cómo no:
Y lo más probable es que nadie ocupando las butacas del aula magna llegaba ese día con la intención de reflexionar sobre ética – como tampoco ha de ser este el racional que mueve al fanático promedio de House of Cards a ver en un solo fin de semana todos los episodios. Una conversación sobre las intersecciones de la ética en el comportamiento político basada en House of Cards duraría lo mismo que una sobre la cantidad de salvadoreños que han recibido el Nobel. Esta brevedad la reconoció el mismísimo Spacey al inicio de su charla:
“Cuando oí que me invitaron para comentar sobre ética y política… partiendo de que mi personaje es Frank Underwood, pensé: ‘la conversación será sumamente breve’” – Kevin Spacey
Es posible que una de las razones por las que House of Cards ha alcanzado tanta popularidad sea su realismo- no necesariamente porque sea una descripción acertada sobre el Washington actual. Realismo, más bien porque lejos de este drama político están las épicas batallas en nombre de los principios y el idealismo a las que se enfrentaban (y resolvían, con conclusiones y lecciones, todo dentro de un solo episodio) los héroes creados por Aaron Sorkin en The West Wing. Se dice que lo más ficticio de Frank Underwood es que, en nuestra actualidad de inoperancia gubernamental, sea el único político que logra cosas.
En House of Cards se sustituyen los inspiradores discursos y la nobleza del político que pintaba Sorkin, con mentiras, trampas y asesinatos, todos inspirados por la tentación del poder. También se aleja del arquetipo irreal de la mujer sumisa detrás del que ostenta el poder: en la última temporada es difícil discernir por momentos si la elegantísima Claire Underwood –y próximamente primera dama– instrumentaliza a Frank tanto como éste a tantos peones útiles en su escalada hacia la Casa Blanca.
Sería fácil argumentar que solo un cínico podría reducir a quienes buscan el poder al arquetipo creado por los Underwood, puesto que hay más dimensiones en las personas que las que logra capturar este trabajo de ficción. Y sin embargo, el éxito de House of Cards ha sido llevar al extremo (casi al borde de la caricaturización) las características que algunos, solo sospechamos que existen bajo la superficie photoshopeada y discursiva de quienes nos gobiernan o tienen la ambición de hacerlo.
La academia siempre ha sido menos optimista que el arte en cuanto a los incentivos detrás del comportamiento de quienes ostentan el poder: el Nobel de economía James Buchanan se ganó su nombre a golpe de teorizar sobre cómo las decisiones de quienes gobiernan se basan en el mismo reduccionismo del costo y beneficio que el de nosotros, los simples mortales de a pie. Lo anterior no niega que esta caricaturización que la economía haga de los hombres no pueda coexistir con rasgos nobles, buenas intenciones y espíritu de servicio, como lo demuestra la historia, pero sí nos recuerda que existe suficiente prueba empírica de las necesidades de limitar el poder con el fin de reducir su atractivo y por ende, los incentivos que podría tener una persona de hacer cosas dignas de un drama netflixesco por alcanzarlo.
Si los productores de House of Cards hubieran inspirado su drama en una realidad alternativa en la que el poder está tan limitado como lo soñara Thomas Jefferson, la mayoría de políticos fueran los ángeles que escribiera Sorkin, y el público tuviera el cinismo economista de Buchanan para pensar en sus gobernantes y por eso mantuviera cuidadosa auditoría, Frank Underwood habría terminado preso al final del primer episodio. Pero lo basaron en la realidad: donde el poder tiene obstáculos pero no límites, existen suficientes incentivos para que los políticos más idealistas se vuelvan corruptos, y donde la ciudadanía que debería auditar el poder está distraída y en un voluntario arresto domiciliario en pijamas, viendo series televisivas sobre el poder en Netflix.
Sí, basaron House of Cards en la realidad. Con su cínico retrato del poder y la ambición, se apartaron con muchísimo éxito de la ficción. Este mismo éxito ha faltado en la política de carne y hueso: no lo ha tenido ni la política estadounidense, ni la europea, ni la muy nuestra-de-nosotros. Tanto en esta –la folclórica y autóctona del mitín, escoba y delantal– como en las otras, por alguna razón, siguen existiendo bandos que piensan benévolamente que las parejas de Underwoods, los empresarios cuyas economías dependen del poderoso de turno, los periodistas con intereses en el juego y sin escrúpulos, son sólo los que están del otro lado, porque lo único que mueve a sus políticos son principios y nobleza. Y es esto lo que haría que el muy ficticio Frank Underwood se riera de nuestra política “de la vida real”: bien sabría que “la carretera al poder está pavimentada de hipocresía”. Netflix suelta la tercera temporada el 27 de febrero: ¡que la disfruten!
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