La violencia política en Nicaragua tiene una “saña” particular contra las mujeres. Desde las protestas sociales de 2018 hasta el encarcelamiento de 33 activistas y opositoras, la represión ha tenido un fuerte componente de género: las mujeres han sido víctimas de abuso sexual, abortos provocados por los golpes, interrogatorios en los que se cuestiona la maternidad, torturas, persecución, exilio y destierro. Feministas lo describen como “una política de Estado maquiavélica”. Si bien el poder es compartido entre Daniel Ortega y Rosario Murillo, las víctimas señalan a la vicepresidenta de ser la mente “armadora” de la crueldad contra ellas. “Muchas de esas formas de violencia, en algún momento, ella las vivió y, hoy, las vuelve más sofisticadas para expresarlo hacia otras personas”, dice Zoilamérica Ortega Murillo, quien en 1998 denunció al mandatario sandinista por violación. “Hay una tendencia en ella en ver en toda mujer a una adversaria”.
Ilustración/Divergentes
I. Arrancando corazones en El Chipote
Los carceleros de El Chipote arrancaban media docena de corazones a la semana. La entonces presa política María Oviedo, arrestada por ejercer como abogada en defensa de los opositores detenidos, recuerda que, a veces, eran cortes perfectos, limpios, ejecutados con tijeras filosas. Pero, en otras ocasiones, se trataba de intervenciones más bruscas que dejaban roturas desastrosas en sus calzones y sostenes deportivos. Los guardas los hacían con lapiceros y hasta con los mismos dientes. En cualquier caso, lo que Oviedo recibía en la celda de esta temida cárcel de Nicaragua era ropa interior agujereada, harapos sin los corazones bordados.
Antes de que los carceleros de Daniel Ortega y Rosario Murillo se dieran cuenta, durante los primeros meses –los más duros– en la celda de aislamiento, los corazones bordados en su ropa interior eran lo único que consolaba a María Oviedo. Una vez a la semana, sus familiares entregaban en la prisión tres pares de mudas limpias para ella. María supo que era su madre la que bordaba los corazones. Esa certeza la sostenía en la oscuridad del calabozo, sin poder ver el sol o respirar aire fresco. Con la comida racionada e incomunicada por completo, tenía incluso prohibido hablar con su compañera de celda, la dirigente opositora Violeta Granera. Ninguna de ellas podía ver a sus familiares. No sabían lo que estaba ocurriendo fuera de El Chipote. Pensaban en sus hijos y en todos los seres queridos. ¿Los habrían detenido también? El agobio no alcanzaba en la celda de 2.60 por 2.30 metros que compartían.
Violeta enrollaba trozos de papel higiénico en forma de cigarrillos y simulaba que los fumaba. María se aferraba a los corazones bordados. Era eso o dislocarse en el aislamiento. “Mi mamá quería comunicarse conmigo; quería que yo sintiera que estaba presente ahí conmigo, dándome afecto. Por eso los bordaba”, dice la penalista que, hasta junio de 2018, trabajó como fiscal del Ministerio Público sandinista. Renunció porque le pidieron acusar a un grupo de defensores de derechos humanos. Acusarlos, dijo en su momento, era “pasarse de la raya”. Empezó a defender a manifestantes y opositores procesados por “terrorismo” y otros delitos políticos ese mismo año, cuando los ciudadanos tronaron en las calles con morteros en contra del régimen Ortega-Murillo.
María también encontraba consuelo en las toallas que cada semana llegaban limpias desde su casa a El Chipote. Traían impregnadas perfumes que a la presa política, gracias a esa infalibilidad de las madres, le resultaban inconfundibles: el de su niño y su niña, ambos menores de edad. Largos eran los días y noches de confinamiento. No tenía noción del paso de las horas. Cuando lograba quedarse dormida, la despertaban para llevarla a interrogatorios. Sucedía en todo momento, hasta tres sesiones por día. “Nunca vas a ver a tus hijos”, le repetían los carceleros. Al salir de la sala de interrogatorios, enfriada por un aire acondicionado a máxima potencia, se encontraba con un silencio hosco impuesto por los guardas, mezclado con el calor que el armatoste de concreto guardaba durante el día, como un microondas enchufado al bravo sol de Managua. Era un clima ambivalente, propio de un desierto. En las madrugadas, el frío se instalaba en el pabellón de celdas y la abogada, acostada en la plancha de concreto que hacía de litera, se acurrucaba en el olor de las toallas.
El paso del tiempo allí dentro no podían cronometrarlo en minutos u horas, sino entre los cambios de guardia. Aunque a veces los carceleros variaban los turnos para causar más desconcierto. Pero con el tiempo aumentó la resistencia de María y Violeta, y de las otras siete compañeras repartidas en otras celdas de El Chipote (eran un total de nueve presas políticas en esa prisión). Violeta aumentó la cantidad de cigarrillos de papel higiénico que fumaba y María la acompañó, a cambio de que la dirigente opositora aceptara una rutina de ejercicios. Fumaban frente a los guardas, con ciertos ademanes de sorna, mirando a las cámaras de seguridad que instalaron para vigilarlas permanentemente. También perdieron el recato a la orden del silencio. Fumar, aferrarse a los corazones bordados y zambullirse en las toallas perfumadas fueron mecánismos instintivos de defensa ante la tortura psicológica. En las celdas contiguas sucedía algo similar: las otras compañeras comenzaron a exigir “ciertos derechos básicos”, como tener una Biblia, un libro o poder ver a sus hijos, en el caso de las que eran madres.
“Por ver a mis hijos yo peleé mucho, porque llevaba, más o menos, un año sin verlos. Por eso arrancaban los corazones en los calzones y los top de ejercicio”, relata María. “Las toallas ya no me las entregaban el mismo día que mi familia las llevaba a El Chipote, sino que me las daban cuando el perfume era imperceptible. Identificaron que eso me ayudaba mucho a sobrellevar la prisión y lo utilizaron, pues, como forma de castigo en mi contra. Fue duro”.
Las mazmorras del pabellón feminino tenían barrotes delgados, de modo que María y Violeta alcanzaban a ver a otras presas políticas, sobre todo cuando las cambiaban de una a otra celda. A excepción de Tamara Dávila, feminista y activista política, que desde su arresto fue recluida sola en una celda de máxima seguridad sin barrotes. Más que una celda, a criterio de la activista, era como una bóveda con una pequeña escotilla en la puerta, a través de la cual alcanzaban a pasar un plato de comida con un vaso. Una celda todavía más pequeña que las otras. Apenas con un diminuto tragaluz por el cual podía verse un retazo de cielo; un asomo de escurridiza esperanza para esta mujer, madre de una niña de seis años.
El aislamiento de Tamara allí fue el más crudo de las presas políticas en El Chipote: estuvo sin contacto humano alguno la mayoría del encierro. Pero “había muchas cosas en la misma celda que llenaban mi existencia y que me dieron vida. Me refiero a la vida no humana. Yo hablaba con las arañitas de mi celda, y los pájaros que escuchaba por ese espacio en el que miraba el cielo”, dice la presa política. En la soledad se aferraba al recuerdo de su hija. Al igual que hicieron con María Oviedo, los interrogadores señalaban a Tamara de “mala madre”.
“Esto de la maternidad tiene un fuerte componente social y muchas de las personas que me interrogaron fueron insidiosos en eso. Me decían que cómo andaba en política y en las calles cuando tenía una niña menor de edad”, recuerda Tamara. “Me decían que esto (la prisión) yo me lo había buscado, porque debería estar en la casa cuidando a mi hija. Cuestionaban mi decisión de participar activamente en la política de mi país. Hasta donde yo sé, no fue un argumento que usaron con los hombres presos políticos que tienen hijos menores de edad”.
Tamara viene de una familia comprometida con la justicia social y la sociedad civil. Su clan tuvo participación en la Revolución Sandinista que derrocó a la dictadura de los Somoza en 1979. Junto a su activismo feminista, la presa política se involucró en el Movimiento Renovador Sandinista (MRS), un partido que surgió como una escisión del Frente Sandinista, en 1995. La agrupación fue fundada por intelectuales, entre los que se encontraban el escritor y exvicepresidente de Nicaragua Sergio Ramírez, la mítica exguerrillera y exministra de Salud Dora María Téllez, el exvicecanciller Víctor Hugo Tinoco, el economista Edmundo Jarquín; el exguerrillero y excomandante Henry Ruiz, y el general en retiro Hugo Torres, quien falleció en febrero de 2022, en manos de la custodia policial de El Chipote, tras negársele la atención médica apropiada y oportuna.
Ortega y Murillo siempre han considerado a los fundadores del MRS unos traidores. Por eso, durante las protestas de 2018, la pareja presidencial elucubró, junto a la propaganda oficial, la narrativa de que Dora María Téllez y el MRS fueron los autores intelectuales del “fallido intento de golpe de Estado”, el concepto que el oficialismo usa para justificar la masacre de 355 personas, ejecutada por policías y paramilitares. Una sangría que ya ha sido catalogada, recientemente, por Naciones Unidas como “crímenes de lesa humanidad”. Se trata de una represión sostenida, desde 2018 hasta la publicación de este artículo, con tintes “nazis”, apuntan los expertos internacionales.
La persecución contra los fundadores del MRS (el primer partido político ilegalizado por Ortega) se trasladó a los nuevos liderazgos; una directiva básicamente compuesta por mujeres, entre ellas, Tamara, quienes, en enero de 2021, impulsaron el cambio de nombre de la agrupación por Unión Democrática Renovadora (Unamos). Una decisión para distanciarse del apellido sandinista que para las nuevas generaciones no significa épica ni autodeterminación, sino corrupción, violencia, dolor y tragedia. En junio de 2021, la policía emprendió una cacería contra las lideresas de Unamos: Tamara Dávila, Dora María Telléz, Ana Margarita Vijil y Suyen Barahona, presidenta del partido.
Suyen también es madre. De un pequeño de seis años. Al igual que con María y Tamara, los carceleros de El Chipote la torturaban psicológicamente echándole en cara su maternidad. “¿Quién le estará dando leche a tu hijo?”, era una de las frases con la que la martillaban. “El niño sufre por tu culpa”. Durante 561 días, los carceleros no permitieron que Suyen pudiera hacer una videollamada con su pequeño, exiliado junto a su padre en Estados Unidos. Por su parte, Tamara, tras 14 meses de incomunicación, hizo una huelga de hambre de cinco días como método de presión para tener una visita de su niña. Lo logró, pero con una mella significativa para su físico: entró en un cuadro de desnutrición, llegando a pesar 95 libras. La presidenta de Unamos, Suyén Barahona, también estaba irreconocible, demacrada y envejecida por el maltrato en El Chipote.
“Los interrogatorios estaban plagados de un machismo terrible, de misoginia, de mucha homofobia. Recuerdo que, una vez, me dijeron que tenía suerte de no estar en Afganistán, porque fue en el periodo en que Estados Unidos se retiró (de allí). Según el oficial, yo tenía que agradecer no estar en ese país, porque, si Nicaragua fuera Afganistán y fuera, como yo decía, una dictadura, ya me hubieran apedreado”, narra Suyen. Los carceleros le reclamaban a la activista por qué comparaba a Daniel Ortega con Somoza. Fue cuando una mujer, que fungía como interrogadora, le dijo que “si este fuera el tiempo de Somoza, vos estarías con las piernas abiertas”.
La sala de interrogatorios de El Chipote no supera los poco más de tres metros cuadrados. Tiene aire acondicionado y una iluminación blanca. Dentro sólo hay dos sillas y un escritorio, que separa al interrogado del interrogador. Ningún detalle destaca en ellas, más que la alfombra que cubría el piso. Cada sesión duraba entre 45 minutos a dos horas. “Después que fuimos condenadas, podían ser 30 minutos o hasta una hora para monitorear cómo estábamos; si seguíamos opinando lo mismo del régimen y si íbamos a seguir en las mismas (criticando)”, recuerda Suyen.
La abogada María Oviedo todavía no sabe en qué mayor medida los Ortega-Murillo se ensañaron con las mujeres de Unamos, si por “razones políticas”, por venir del sandinismo o por pura “misoginia”. “Esas mujeres sí estaban solas, aisladas. Sólo Violeta y yo estábamos juntas en una celda”, dice.
Al menos, unas 30 oficiales diferentes interrogaron a las integrantes de Unamos mientras estuvieron en El Chipote. Dora María Téllez –la mítica guerrillera que comandó el Asalto al Palacio en 1978, en una de las operaciones claves de la guerrilla sandinista para el derrocamiento del somocismo– fue la única presa política a la que encerraron en el pabellón de hombres, en una celda de aislamiento. Tamara no duda de que la decisión del régimen respondió a la orientación sexual de Téllez.
“Sí creo que hubo una saña particular en cada caso. En el de Dora María no sólo hay un odio particular de Daniel Ortega y Rosario Murillo por lo que ella representa, sino que es una cosa bien discriminatoria por razón sexual”, me dice Tamara en un hotel, cerca de Washington, que el Departamento de Estado de Estados Unidos dispuso para recibirlas el 9 de febrero pasado, luego de que el avión que las transportó desde Managua aterrizara. El régimen no solo las excarceló sino que impuso destierro para 222 presas y presos políticos al despojarlos de su nacionalidad.
El mismo día que converso con Tamara, veo a Dora María, mucho más delgada de lo habitual, caminando en las afueras del Hotel Westin, atendiendo a una batería de periodistas ansiosos de conseguir una declaración. Lleva unos anteojos oscuros; camina lentamente pero habla con la determinación y lucidez de toda la vida. Aunque no minimiza el horror vivido en El Chipote, no pierde su espíritu bromista y reconoce que el aislamiento fue lo peor en sus 605 días de encierro.
“Yo lo veía como una lucha de resistencia cotidiana. Que yo aguantara ese régimen era una forma de derrotarlos todos los días. Si no me quebraban, si no me lesionaban mentalmente y si no me ahorcaba en la celda, significaba derrotarlos. Yo les dije (a los interrogadores) que tenían una cárcel diseñada para torturar psicológica y emocionalmente. Con las mujeres era peor; las que estábamos en El Chipote estábamos aisladas. A los hombres nunca los tuvieron más de dos meses así”.
– ¿Por qué esa diferencia? – le pregunto.
Téllez hace un gesto mudo de disparar un fusil con sus manos:
– Cariño especial– bromea-. Eso es el odio visceral hacia las mujeres de los Ortega-Murillo.
II. “¡Son órdenes de su mamá!”, le decían mientras la echaban a golpes
Zoilamérica Ortega Murillo se plantó, en marzo de 2013, en el portón principal de la Dirección de Migración y Extranjería a preguntar sobre el paradero de su pareja de ese entonces, el boliviano Carlos Ariñez Castel. “Estaba reclamando qué había pasado con él, porque básicamente había sido un secuestro”, narra la mujer que, en 1998, denunció a su padrastro, Daniel Ortega, de acosarla y abusarla sexualmente desde los once años de edad. Los oficiales de Migración llegaron al domicilio de la pareja en Managua y detuvieron a Ariñez Castel por haber violado, supuestamente, las leyes migratorias, al vencerse su estadía como turista. Fue un arresto violento, en presencia de Zoilamérica y su hijo menor de edad.
No le dijeron dónde llevaron a su pareja por lo que Zoilamérica se dirigió a la sede de Migración y Extranjería. Su llegada suscitó la atención de la prensa. Ese día la encontré aferrada a la malla del portón de la institución, con la angustia anidada en el rostro. Preguntaba por Ariñez sin obtener respuesta alguna. Pasaron varias horas hasta que uno de los guardias recibió una orden a través del walkie-talkie. “Los oficiales me dijeron que tenía que retirarme inmediatamente. Entonces comenzaron a empujarme. Me caí al piso y mi hijo gritaba horrorizado: ‘No le peguen, no le peguen’. Los guardias me decían: ‘Colabore, la tenemos que sacar cómo sea. ¡Son órdenes de su mamá…!’”, reconstruye Zoilamérica. “Fue muy difícil para mí, porque no era el golpe del policía, sino darme cuenta de que ella, mi mamá, podía cruzar el límite del respeto a mi propia vida. Sin importarle el daño que también le causaba a mis hijos”.
Zoilamérica me contó después –tras confirmarse la expulsión de su expareja a Costa Rica– que había recibido una llamada de su madre, la primera dama Rosario Murillo: “Me dijo que estas eran las consecuencias por mis actos”.
Los “actos” que su madre le reprochaba eran haber alzado la voz en un momento de convulsión social en Nicaragua. Semanas atrás del episodio en Migración, ancianos apoyados por una multitud de jóvenes instalaron un campamento de protesta en las afueras del Instituto Nicaragüense de Seguridad Social (INSS), en demanda de una pensión reducida. El movimiento OcupaINSS fue de las primeras protestas sociales más decididas que enfrentó el autoritarismo de la pareja presidencial, tras un control férreo de las calles, desde su retorno al poder en 2006. Zoilamérica llegó en persona a respaldar la demanda popular que, más tarde, fue desarticulada con suma violencia por turbas sandinistas. Ella nunca ha podido levantar su voz sin consecuencias, desde que denunció a su padrastro por violación.
El año de 1998 fue uno de los más críticos para la familia Ortega-Murillo. La denuncia de Zoilamérica no sólo reconfiguraría el clan como tal, sino la relación entre el caudillo sandinista y su esposa, Rosario Murillo, más allá del matrimonio. La escandalosa denuncia de su hijastra situaba la carrera política de Ortega al filo del despeñadero.
Entre la defensa de su hija y la opción de quedarse junto al poder representado por su marido, Rosario Murillo eligió lo segundo. En una conferencia de prensa, acuerpada por todos los hermanos de Zoilamérica, la madre declaró a su hija “loca, mentirosa y traicionera”. Así salvaba a Ortega, apuntan fuentes cercanas a la familia y el partido sandinista, a cambio de poder político. Desde entonces, Zoilamérica ha sido hostigada y perseguida por su progenitora quien, después de Ortega, es la persona más poderosa de la dictadura. “La copresidenta”, según le ha nombrado su esposo, preconizando un posible cambio en la Constitución del país para encajar ese cargo.
A Zoilamérica le prohibieron trabajar, mantener encuentros públicos o hablar con otros sobre su caso. La callaron, amenazada por todo el peso del poder político que confiere un país de caudillos. Con el retorno a la presidencia de Ortega, en 2006, la presión fue mayor, sobre todo la de su madre. La primera dama ganaba cada año más preponderancia en el Frente Sandinista y el Gobierno de su marido, hasta que, en 2017, Ortega la ascendió a vicepresidenta, tras unas elecciones plagadas de irregularidades. Así se situó en la primera línea de sucesión constitucional del poder.
Zoilamérica dirigía la Fundación Centro de Estudios Internacionales (CEI), una oenegé que la primera dama asfixió económicamente: le prohibió a los Gobiernos como el de Noruega proveer a la organización cooperación internacional. “Yo por mucho tiempo no pude hacer activismo porque no tenía más que mi propia voz y tenía que dedicarme a sobrevivir. Este es exactamente el modus operandi de mi madre: además quitarte la dignidad y que la incertidumbre te venza. Juega con todos estos detalles que te mantienen conectado con una suerte de castigo”, me dice Zoilamérica, una tarde de marzo en San José, Costa Rica, diez años después de haberse exiliado en este país, y donde ha seguido siendo acosada.
Ha sido un acoso muy simbólico: por ejemplo, la mañana del 30 de septiembre de 2019, Zoilamérica se asomó por la ventana y vio algo inquietante afuera de su casa en San José: Un viejo jeep marca Suzuki con dos banderas de Nicaragua obstaculizando el parqueo. Dentro del auto, estaba un hombre mayor que vestía con ropa de camuflaje militar. Sobre el tablero, estaba un gallo blanco de cresta roja. El gallo aleteaba sobre la guantera. “Un gallo vivo”, describe con sobresalto Zoilamérica. De inmediato, el estribillo de la canción sonó en su cabeza: “¡Ese es Daniel, Daniel Ortega; es el gallo ennavajado…!”. La canción que el caudillo sandinista usó en la campaña electoral de 1990, siete años antes de que ella interpusiera su denuncia de abuso sexual. Una canción que es una loa a la virilidad de su abusador que, ese año, perdió las elecciones frente a Violeta Barrios de Chamorro.
Zoilamérica, que ahora se desempeña como catedrática en una universidad costarricense, analiza el encono de su madre contra ella y lo compara con el sufrido por las presas políticas: “En el caso de las mujeres de Unamos (Tamara, Ana Margarita, Suyen y Dora María), el ensañamiento ha sido, en esencia, porque ellas salieron de su propia casa, de su casa política, el Frente Sandinista. Podría decir que es otra manifestación de lo que yo viví. Es decir, personas que se salieron de su propia casa, como yo. Eso, para quien tiene un pensamiento fundamentalista y de incondicionalidad ciega se vuelve más imperdonable que lo que pueda hacer una persona a la que mi mamá siempre ha considerado opositora”.
Zoilamérica ha tenido un largo proceso de sanación; un recorrido que le resulta inacabable ante la persecución sin cesar. Resulta muy complicado explicarle a sus hijos que su abuela, la poderosa vicepresidenta encubrió el abuso sexual contra ella. Y encima, le ha tocado protegerlos a ellos, mientras la atacan por no someterse y no desistir en su testimonio vivo de denuncia contra el abuso sexual. Zoilamérica ve reflejado en el maltrato a las presas políticas de El Chipote la violencia física y simbólica que ella ha padecido.
“Por desgracia, mi madre tuvo que utilizar muchas formas de agresión, que utilizó primero conmigo, contra las presas políticas. Ella siempre trata de identificar la vulnerabilidad y, en las mujeres, sabe encontrar qué es lo que más te puede afectar, lo que más te puede doler”, reflexiona Zoilamérica. “Precisamente, ese manejo de lo más cruel, por lo que representa para una mujer sus hijos, su familia, el temor hacia la pareja, la culpabilidad… (supone) una serie de elementos de violencia psicológica, fundamentados en temas de la esencia de lo femenino. Yo creería que muchas de esas formas de violencia, en algún momento, ella las vivió y, hoy, las vuelve más sofisticadas para expresarlo hacia otras personas”.
Zoilamérica insiste que su madre se “sintió traicionada” cuando ella salió de casa “y rompió el silencio” en 1998. “Desde entonces yo me convertí en su enemiga. Algo similar ocurre con Ana Margarita, Suyen, Tamara y Dora María. Ella no sabe cómo ubicar a una mujer que la enfrenta. Desgraciadamente, en psicopatología hay muchas cosas que uno no entiende, pero al observar el tipo de tratos contra ellas, encontrás el aislamiento y castigarlas psicológicamente en El Chipote. ¿Por qué? Porque ella esperaba que de esa manera pudiese matar algo en ellas para toda la vida, que es lo que quizás también en algún momento intentaron conmigo”.
Aunque le cuesta reconocerlo, porque dice que puede sonar apologético, Zoilamérica tiene una teoría: que su madre tiene “un serio conflicto con ser mujer”. “Ella tiene su propia historia, una infancia y una relación conflictiva con su madre, mi abuela. Así enfrenta mi historia, una en la que su propia hija se vuelve su enemiga. Por lo tanto, hay una tendencia en ella en ver en toda mujer a una adversaria”, dice la experta quien por años ha trabajado en resolución de conflictos. “Por eso ella se tiene que acercar a Daniel Ortega para que no siga generando más actos de pedofilia y, en vez de responsabilizarlo a él por estos abusos, lo hace con las víctimas. Toda mujer ante ella es una potencial enemiga”.
Me encuentro con Zoilamérica unos días antes del 8 de marzo en San José. Es un Día Internacional de las Mujeres muy particular para las feministas nicaragüenses. La mayoría están exiliadas y desterradas en Costa Rica. Luego de casi cinco años de no poder marchar en Nicaragua por la reivindicación de sus derechos, lo hicieron sin represión en la capital tica a flor de piel, porque en febrero el régimen Ortega-Murillo despojó a varias de ellas de su nacionalidad. Feministas mayores de edad que salieron por veredas para preservar su libertad.
“Saña” es una palabra que todas las mujeres atropelladas por la vicepresidenta Murillo y Ortega repiten. No sólo para las integrantes de Unamos sino en general para el movimiento de mujeres. Existe consenso en que el origen de ese encono es 1998, cuando las feministas –muchas de ellas sandinistas que participaron en la Revolución, y ahora desterradas– acompañaron a Zoilamérica en su denuncia de violación.
María Teresa Blandón es líder feminista, ha sido desterrada y su organización, el Movimiento Feminista La Corriente, ha sido cancelado y confiscado. Asegura que el Frente Sandinista “tiene una vieja marca sexista, misógina, autoritaria y utilitaria de las mujeres”. “Adversan las ideas feministas que suponen un cuestionamiento al poder abusivo y autoritario. Cuando oigo los relatos de las mujeres que fueron encarceladas injustamente y ahora desterradas, desnacionalizadas, confiscadas, pues es clara la saña. Es decir, hay una saña particular contra las mujeres, porque vengándose con las presas políticas, también se vengaban de todas nosotras”, dice y también coincide que la fractura total ocurre cuando ellas plantan cara a uno de los hombres más poderosos de la política en Nicaragua y le dicen, arropando a Zoilamérica, que “las feministas no son cómplices de ningún tipo de violencia contra las mujeres”.
“Hay una interpretación de mi mamá de que lo que hubo en aquel momento fue un acto político contra ella, en vez de respaldarla a ella… y por lo tanto, en la sumatoria de la historia, ella encuentra que quienes más han adversado su poder han sido mujeres”, sostiene por su parte Zoilamérica. Los años siguientes fueron una pesadilla para el matrimonio Ortega-Murillo: a donde viajaban, las feministas los recibían con protestas contra el viejo caudillo sandinista, encabezadas con pancartas con el nombre de su hijastra.
“Recuerdo que el último viaje que hicieron en ese momento fue una toma de posesión en Honduras, donde las mujeres tenían mi foto en la calle. Esos episodios representaban para ellos, considerados líderes en la historia, una vergüenza que no podían aceptar”, continúa Zoilamérica. “Y eso me lo mencionaron cuando me forzaron a retirar mi denuncia de la CIDH (Comisión Interamericana de Derechos Humanos)”.
Rosario Murillo fue clave para que su esposo regresara al poder. Después del pacto político con Arnoldo Alemán, que rebajó el techo electoral para ser electo mandatario a 35%, la futura primera dama reconvirtió a Ortega. Le quitó la casaca verde olivo y lo tiñó con los colores rosado chicha y fucsia. La campaña electoral tenía como ejes centrales la “reconciliación” y el “amor”. Sentimientos que no duraron mucho… Las primeras en ser embestidas fueron las feministas, quienes criticaron abiertamente la derogación del aborto terapéutico en Nicaragua ejecutada por el gobierno entrante de Ortega para congrasiarse con la iglesia y, por ende, obtener apoyo político y lograr la presidencia en 2006.
En octubre de 2008 la policía allanó el Movimiento Autónomo de Mujeres (MAM) y la Fiscalía formuló una acusación de lavado de dinero. Era un tiempo de ataque desde los medios de comunicación oficialistas contra las mujeres, como la periodista Sofía Montenegro, quien en febrero pasado huyó de Nicaragua porque la declararon apátrida y confiscaron todos sus bienes. El rencor de Murillo contra las feministas quedó patente en un extenso artículo publicado el 27 de agosto de ese mismo año en los medios oficiales del régimen. Un ataque contra “el feminismo de baja intensidad”. “El feminismo, que quiso ser ruta de derechos de las mujeres, si hubiese postulado un feminismo humano e incluyente, degeneró hasta convertirse en un peón más del Imperio, que lo dispone en sus articulados programas y operaciones ‘perfectas’, de ajedrez político, para desprestigiar, dividir, y supuestamente vencer”, escribió la primera dama.
Cada párrafo del artículo está cargado de improperios y argumentos antiimperialistas que, con el paso de los años, fueron subiendo de tono hasta las protestas de 2018. “A través de sus tiranías electrónicas, las agentes descobijadas han desatado un terrorismo político sin precedentes contra liderazgos, honras, reputaciones y contra la más elemental dignidad humana de personas y familias enteras (…) En su perturbado afán de destrucción política, y de desintegración familiar, a las afanadoras de las oligarquías, no las detiene nada. No tienen escrúpulos ni corazón, para conmoverse ante niñas tiernas, o niñas adolescentes, a quienes agreden y violentan, precisamente a nombre de su cada vez más falaz, lucha contra la violencia (…) Estamos frente a una prostitución política, con vozarrón de macho cabrío, y sombrero de Tío Sam”.
Entre toda la violencia política que Nicaragua ha sufrido desde 2018, la ejercida desde el poder contra las mujeres ha sido más sombría, perversa y calculada, coinciden las mujeres consultadas. Las que hasta ahora han hablado, y las que lo harán más adelante en este artículo, han sido atropelladas de alguna forma, ya sea simbólica o patrimonial. Zoilamérica, que es una de las primeras víctimas y que lo ha sufrido todo, resume la razón de tanto odio en una sola frase: “Las grandes perseguidoras y justicieras de Daniel Ortega han sido las mujeres”. Pero también es honesta referente a Rosario Murillo: “Duele ver a la persona que te dio la vida haciendo estos crímenes. Nunca me voy a acostumbrar, pero tenemos que pensar que son capaces de todo”.
III. “Joden, joden y ¡joden!”
El 18 de abril de 2018, el día que nació la rebelión cívica contra Daniel Ortega y Rosario Murillo en Nicaragua, las turbas sandinistas le partieron la cabeza de un cadenazo a la feminista Ana Quirós. También le fracturaron dos dedos que, cinco años después de la agresión, aún no recuperan toda su movilidad. Vive en Costa Rica exiliada desde noviembre de 2018 cuando el régimen le canceló su nacionalidad nicaragüense y oficiales de migración la expulsaron a Costa Rica, a través de la frontera de Peñas Blancas. La especialista en salud pública se carcajea cuando le digo que va a entrar en los récord Guinness: es la primera persona que conozco a quien le han cancelado dos veces la misma nacionalidad.
La última vez fue el 15 de febrero de 2023. La incluyeron en una lista de 94 personas, entre opositores, periodistas, campesinos, feministas y líderes sociales. “Es parte de esa rabia de querer borrarnos de la historia, pero eso nunca lo van a lograr”, promete Quirós. El segundo despojo de su nacionalidad ocurrió menos de una semana después que el régimen desterró hacia Estados Unidos a 222 presos políticos. De ese nutrido grupo, 33 eran mujeres. Muchas de esas excarceladas son amigas y compañeras de Quirós. Mujeres, dice, que para una dictadura totalitaria que no tolera ninguna voz crítica “son un mal ejemplo”. “Un mal ejemplo porque no nos callamos. Nunca dejamos de criticarlos y eso es peor que tener una pulga en el trasero porque seguimos: joden, joden y ¡joden! Es un mal ejemplo que les duele en el extremo”, dictamina.
La reivindicación de los derechos de las mujeres nunca ha cesado en la historia reciente de Nicaragua. Las feministas son de los movimientos más organizados del país y han llevado sus luchas a otros espacios de participación ciudadana, pero también se han puesto en primera fila, junto a la ciudadanía, a repudiar la represión. Durante las protestas sociales de 2018 denunciaron y documentaron los patrones “machistas y misóginos” en la represión policial y paramilitar. En los registros de organismos defensores de derechos humanos abundan los testimonios de abuso sexual de las mujeres detenidas, ya sean en prisiones o cárceles clandestinas de paramilitares.
Si bien la represión de 2018 ha sido una de las más nefastas registrada en la última década en América Latina, cuyo saldo más trágico ha sido el asesinato de 355 personas, un grupo de expertos de Naciones Unidas concluyó en un exhaustivo informe que Ortega y Murillo comandaron una masacre con tintes de lesa humanidad. Una represión sostenida hasta la publicación de este reportaje cuyos “elementos, todos, se pueden ver en los juicios de Núremberg” contra los nazis, me dice Jan-Michael Simon, presidente del Grupo de Expertos de Derechos Humanos sobre Nicaragua (Ghren, por sus siglas en inglés).
Un compendio de atrocidades que el Ghren determina “tuvieron dimensiones específicas y generaron impactos diferenciados por razón de género”. Una de las más graves es la violencia sexual como forma de tortura. Antes de conocerse el informe del Ghren, en septiembre de 2020, un tribunal de conciencia simbólico fue realizado en Costa Rica. Once mujeres y siete hombres narraron las violaciones sexuales de las que fueron víctimas durante las protestas en Nicaragua. Las juezas del tribunal de conciencia fueron las juristas Almudena Bernabéu, Clemencia Correa, Alda Facio y Sonia Picado, todas expertas internacionales y defensoras de derechos humanos. Las víctimas denunciaron violaciones múltiples luego de ser capturadas, quema de genitales con ácido, tocamientos y manoseos en partes íntimas, obligación de desnudez absoluta, apretones y mordiscos en los senos.
Todas las mujeres que acudieron al tribunal de conciencia fueron violadas sexualmente y dos sufrieron abortos provocados, una por los golpes durante la captura y la otra por la aplicación de un suero en prisión. La socióloga Elvira Cuadra es autora de un profundo informe titulado “quebrar el cuerpo, quebrar el alma”, y sostiene que las formas de la violencia sexual han sido variadas y crueles. “Además”, alerta, “que no han sido utilizadas como forma de tortura solamente en el caso de mujeres; sino también en contra de personas de la comunidad LGBTIQ+ con el propósito de degradarlas en tanto ‘cuerpos feminizados’ y por lo tanto, deben ser sometidas por el poder para reafirmar su subordinación”.
Cuadra identifica, desde 2018, tres momentos claves en la violencia sexual contra las mujeres. Contra las primeras presas políticas que tuvo un patrón de detención en cárceles clandestinas, agresiones físicas, violaciones sistemáticas y múltiples. “En estos casos, obligaron a las mujeres y sus familias a guardar silencio”, revela el informe. Entre 2018 y 2019, hubo agresiones físicas, verbales y tratos denigrantes, crueles y abusivos. Y con las últimas presas políticas en El Chipote los manoseos y tratos degradantes se extendieron a sus familias quienes llegaban a visitarlas a la prisión. En la novena visita a los presos políticos, en julio de 2022, los familiares denunciaron que las mujeres fueron obligadas a desnudarse ante las custodias para poder ingresar a El Chipote. “Nos desnudaron, nos tocaron los senos para ver si no llevamos cosas y a las que llegan de pantalón hacen que se los bajen… y nos tomaron fotos de distintos ángulos”, recuerda Margine Pozo, esposa del cronista deportivo Miguel Mendoza.
Todos estos episodios denunciados estuvieron mediados por armas de fuego de alto calibre. La socióloga Cuadra, exiliada en Costa Rica, desnacionalizada y también confiscada, explica que el hecho de que los hombres usen armas en el contexto de la crisis “contribuye a potenciar al macho, que es instrumentalizado por el Estado para reprimir y hacer uso de la violencia contra las mujeres. Algunos tienen vocación para hacer el mayor daño posible, de manera que sacan ventaja en los cuerpos de las mujeres y los cuerpos feminizados”.
Zoilamérica Ortega Murillo identifica en estas denuncias de violencia sexual “códigos”, pero sobre todo recuerda la orden fulminante del “vamos con todo” que la vicepresidenta Murillo dio en 2018 al aparataje sandinista, a partir de la cual se articuló la masacre. Fidel Moreno, escudero de la primera dama, fue quien transmitió la orden completa de irse con todo “porque no vamos a dejar que nos quiten la Revolución”. Una de las secretarías políticas sandinistas que estaban presentes en esa reunión me dijo que no había ninguna limitación para intentar de todo para desarticular las protestas.
“En esa orden venía el permiso de matar. Ella no dijo maten, pero en estos códigos de subordinación, que vienen construidos por ella, viene implícito el permiso de hacerlo. Es decir, si un superior te dice hacé hablar a una mujer (prisionera), no me digas entonces que no podés, porque para eso usted tiene el código de usar la feminidad, ese componente de tortura sexual. Todo esto fue permitido a través de las órdenes dadas”, insiste.
Para los expertos de la ONU, la elección de la violencia sexual como método de tortura o de trato cruel, inhumano o degradante “no es casual”, sino que “tiene una dimensión expresiva o instrumental de género”. “En este sentido, el uso de la violencia sexual es una manifestación de problemas sistémicos más complejos de desigualdad de género. Ello muestra una voluntad de ejercer control, poder y dominio sobre el cuerpo y la vida de las víctimas, de desestructurarlas y reducirlas a una posición desvalorada y de sumisión”, acota el informe presentado ante el consejo de derechos humanos en Ginebra.
Ana Quirós opina muy parecido a Zoilamérica: “la armadora” de la violencia política contra las mujeres es la vicepresidenta Murillo. La feminista no exime a Ortega de responsabilidades, pero entiende de la siguiente manera el binomio presidencial: “Realmente no creo que Daniel Ortega tenga seso para ser tan maquiavélico con todo lo que nos han hecho a nosotras. Creo que la armadora es Rosario Murillo y esto no exime a Daniel Ortega en ningún momento”.
Si bien ambos comparten el poder en Nicaragua, fuentes allegadas al sandinismo coinciden que el estilo de la vicepresidenta Murillo es más visceral. Es una mujer que explota y arrolla sin detenerse a calcular las consecuencias políticas de sus actos, mientras que Ortega es más calculador, pero tampoco hace nada por intervenir cuando su esposa ordena, por ejemplo, perseguir a otras mujeres. De acuerdo al recuento de IM-Defensoras, desde 2018 170 feministas han sido desplazadas forzadamente. De todas ellas, 60 han sido desterradas; aunque existe un subregistro porque muchas no lo han denunciado públicamente.
“Probablemente este es el peor momento que vive el movimiento feminista nicaragüense”, me dice María Teresa Blandón. “Más de 200 organizaciones feministas y de mujeres han sido clausuradas. Casi la totalidad de las organizaciones que tenían casas y otro tipo de bienes han sido confiscados de manera absolutamente ilegal. Ahora ya no es posible hacer ningún tipo de actividad dentro del país porque hay un sistema permanente de vigilancia en contra de las feministas y las defensoras de derechos humanos. Y por supuesto, las que estamos afuera hemos tenido que dedicar todas nuestras energías a ser voceras solidarias de las mujeres, pero también de los hombres que están dentro de Nicaragua sufriendo este nivel de violencia institucionalizada. Pero también estamos en reacomodo en el exilio con todas las dificultades y las tensiones que eso supone”, agrega la directora del Programa Feminista La Corriente en cuya sede, en Managua, el gobierno ha instalado una escuela de danza.
Zoilamérica está segura que “Daniel Ortega aplaude y se divierte” con lo que hace su mamá. Él participa en la aprobación de todo, ya que para eso le ha dado poder casi absoluto a la primera dama. “Pero él no tiene inteligencia para llegar a tanta saña en estas prácticas contra las mujeres. Realmente él siempre se ha reído de la actitud impulsiva de ella. Recuerdo que en los años noventa le tiró una mesa encima a un funcionario por no pedirle permiso para tomar un cupón de gasolina. Reírse de estas prácticas violentas es una suerte de machismo, de reírse de la mujer que hace locuras. Desgraciadamente hoy esas locuras se vuelven políticas de represión y de persecución, de políticas de Estado. Hay una responsabilidad que se comparte. Es parte de la cadena de deshumanización que ellos han generado”, insiste.
Sin embargo, si se escuchan las alocuciones diarias de la vicepresidenta Murillo en cadena nacional, uno ve otra Nicaragua. Un país que es el edén mismo para las mujeres en la tierra. El pasado ocho de marzo dijo que las mujeres nicaragüenses “han sido respaldadas”. “Reconocidas y apoyadas, porque merecemos ser respaldadas, reconocidas y apoyadas en todo momento. És Justicia. No és dádiva. No nos han regalado nada… És Justicia! Y el Comandante Daniel ha sabido reconocer el Derecho de cada una de nosotras, y el Deber del Estado nicaragüense, del Frente Sandinista de Liberación Nacional, de ser justos y reconocer nuestros Derechos… El Deber de Reconocer nuestros Derechos! (sic)”, dijo la funcionaria, tan sólo 19 días después que unos policías confiscaron y allanaron la casa de las intelectuales feministas Sofía Montenegro y Azahálea Solís. Ha sido la consumación de la persecución contra las mujeres, en un país donde ya no quedan muchas feministas. Y las que quedan en Nicaragua, como toda voz crítica, viven en la clandestinidad, confiadas en que otras de sus compañeras desterradas no callen.
“Rosario Murillo es misógina y su marido también. Y hay un odio jarocho contra las mujeres, porque yo creo que las mujeres representamos, particularmente las feministas, lo que nunca en su vida ha logrado ser Rosario Murillo”, zanja Montenegro con una sonrisa de satisfacción en San José Costa Rica el ocho de marzo, desprendida ya, dice tras la confiscación y congelamiento de sus cuentas bancarias, “de lo material”.
Opina