Síntomas, no causas

A quince días de la crisis electoral del pasado 1 de marzo lo que sobran son señalamientos de culpabilidad.

Un primer nivel de análisis señala la cadena de errores del TSE y la subsiguiente ineptitud demostrada en varios ámbitos, incluido el de comunicación y manejo de crisis, por sus más altas autoridades. Otros meten dentro de las esferas de culpa compartida las decisiones a destiempo de la Sala de lo Constitucional sobre el voto cruzado y el sistema electoral en general. Arribar a la conclusión de que el desastre es, en gran medida, responsabilidad de la incapacidad del TSE no requiere de mayor lucidez. Digamos que la serie de errores cometidos desde varios meses previos a los comicios, que inició en la  subcontratación de empresas y llegó hasta el manejo de información el propio día de las elecciones y los días subsiguientes, no le ayudaron mucho al TSE. Claro está que a quince días quien no quiera ver el descalabro que provocó el Tribunal anda un poco perdido.

El problema con este primer nivel de análisis es que es insuficiente. Lo más fácil es descargar frustraciones y circunscribir la culpa alrededor del TSE y señalar en especial a su magistrado presidente. No abogo por una exención de responsabilidad. Es más, la sociedad salvadoreña se merece una explicación. La hecatombe ha representado un duro revés a la institucionalidad que bien venía evolucionando desde los Acuerdos de Paz. También ha significado un golpe a la moral salvadoreña. Proyectar la imagen de una de las democracias más estables de la región y a la vez pasar quince días sin resultados electorales duele. Quien lo niegue también se engaña.

Un segundo nivel de análisis nos indica que la debacle es muestra de algo más preocupante. Lo que todos vivimos el 1 de marzo y seguimos viviendo quince días después nos ofrece una llamada de atención urgente. A pesar del sinfín de tropiezos, el TSE y su magistrado presidente no han sido la causa de la crisis electoral sino más bien un síntoma. Un síntoma de una institucionalidad democrática enferma y agotada.

La crisis es, en el fondo, un efecto de un sistema político que premia la mediocridad y se resiste a debatir las transformaciones apremiantes que se requieren para salir del hoyo político, social y económico en el que estamos. Lo que hemos presenciado es un reflejo de un estamento institucional y político que se resiste a aceptar sus errores, de una clase política que bien calla o golpea la mesa según su conveniencia.

Los dos partidos políticos mayoritarios fallaron en su estrategia. El FMLN defendió a su designado en el Tribunal y dejó de señalar los errores garrafales que se cometieron en el proceso electoral, mientras que ARENA le señaló, sin piedad, y dejó pasar la oportunidad para hablar de una revisión exhaustiva del sistema electoral salvadoreño, específicamente del proceso de designación de representantes ante el Tribunal Supremo Electoral. Entiendo: primero cada uno de los partidos políticos debe conocer sus resultados, pero luego la población salvadoreña verá hasta dónde existe voluntad para iniciar un proceso de reformas políticas.

El Salvador necesita dar un golpe de timón. Su institucionalidad democrática está enferma y para curarla se deben tomar decisiones importantes. El país no peligra por conspiraciones del “castro-chavismo” ni por planes injerencistas del “imperio yanqui”. El Salvador está pagando los platos rotos por las componendas entre su misma clase política. Las instituciones democráticas salvadoreñas requieren de blindaje del manoseo de políticos y tecnócratas ineptos.

La solución no es la renuncia de uno u otro magistrado. La solución es iniciar un dialogo nacional franco, sin tapujos, sin restricciones sobre el diseño de las instituciones que el país necesita. No tenemos un plan de nación. Estamos improvisando y así va a ser difícil evitar un fiasco como el que hemos vivido recientemente.

Lo peor que podemos hacer es dejar que la próxima crisis o el próximo titular nos hagan olvidar la urgente necesidad de promover una institucionalidad democrática acorde a los retos que el país afronta. Esto, necesariamente, pasa por iniciar una conversación franca pero realista sobre la modernización del Estado, el tipo de funcionario público que merecemos y los blindajes institucionales que necesitamos.

 

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