Martina

Te debía estas líneas. Pero entonces, cuando naciste, tan pequeña, de 800 gramos, que cabías entre mis manos, las palabras se me atascaron. Solo quería estar ahí, frente a la incubadora que te mantenía caliente, diciéndote que todo estaría bien, leyéndote cuentos de otras mujeres maravillosas, alguna crónica de Gabito y cantándote esa canción que siempre nos acompañó:

«Y bueno el cuento de La Negrita sigue así…»

Cuando nos permitieron cargarte, entre ese cablerío, fui feliz; con una esperanza infinita. Comenzaron los debates con mamá sobre los derechos de autor. Tenías sus larguísimas pestañas de camello y mis cejas dibujadas con carbón. Tenías sus manos finas y mi barbilla separatista. Tenías sus ojos curiosos y la redondez de mi cara. Yo, en cualquier caso, estaba –estoy– convencido de que había ganado. Eras negrita como yo. 

Paz, tu hermana, se empeñó en que todo era mentira. Y lo repetía como mantra: mamá, vos y ella eran igualitas, además de morenitas. Yo era el chele, según ella. Vos que la conocés, testaruda como vos, sabrás que será imposible convencerla de lo contrario. 

Esa tozudez, más bien tenacidad  –que mamá dice que salió a mí, pero que todos los que la admiramos sabemos que es solo de ella– nos permitió disfrutarte mucho. Nos volvimos contadores compulsivos de gramos, expertos en enrollarte como puro, con conocimientos en medicina dignos de cualquier visitador médico y catadores de fórmulas hidrolizadas. 

Celebramos cada gramo y cada centímetro. Fuiste creciendo a tu ritmo, porque si algo tuvimos claro desde un inicio es que siempre fuiste dueña de tu destino. Nos marcabas el camino. 

Fue un año difícil pero nunca horrible. Entramos y salimos tantas veces de los hospitales, del Ginecológico, del Militar, del Pediátrico y de la UCIQ del Bloom, tu segunda casa. Era duro, pero sabíamos que te aferrabas a la vida y a nosotros. Sabíamos que después de un par de días, semanas o meses, volvíamos a casa. Y entonces se desataba la magia. 

Mamá lo vivió a su manera; Paz a la suya. Nos pasamos la vida buscándola, hablando sobre ella, deseándola o añorándola. Yo encontré la felicidad cuando, acostada sobre nuestra cama, te apretaba los cachetes y los soltaba. Arrugabas tu pedacito de nariz y sonreías, te reías y luego te carcajeabas. Una y otra vez. Esa felicidad es eterna, mi niña. 

Hace ocho años, cuando nos reencontramos con mamá, ni se me ocurría tener hijos. Pero cuando lo decidimos, le dije que sabía que las que llegaran serían todas niñas. Lo sabía, no me preguntés por qué. Ayer, cuando hablamos por última vez, te confesé uno de mis miedos tontos: siempre me aterró no saber peinarlas y mandarlas mechudas al kínder. Pero, como te prometí ayer, aprenderé. Paz seguirá soportando mis experimentos. Vos, supervisame.

Era lo único que me preocupaba. Lo demás lo teníamos cubierto: vos y Paz son unas mujeres fuertes, rodeadas de otras mujeres fuertes y una familia que las ama. 

Me acostumbré a tu fortaleza. Por eso, cada vez que nos veníamos en la UCIQ, donde te cuidaban tus otras once madrinas, te repetía lo mismo: «luchá, que yo lucharé con vos hasta donde haga falta». 

Hasta que fue imposible. La tristeza en el rostro del doctor Guzmán nos hizo entender que ya nada podíamos hacer. Y ayer me tocó decirte algo que me había negado a decirte, por puro egoísmo:

Andá tranquila, chiquita. 

Siempre estaré orgulloso de vos. Cierro los ojos y recuerdo las pedorretas, el pie inquieto que marcaba el ritmo, las cachetaditas que me dabas, los jalones en la barba, el pedacito de nariz y los cachetes sin fin, mi bolita de carne. 

Me quedabas debiendo algo, chiquita. Nunca me dijiste papá. Pero sé cómo es tu voz y la reconoceré cuando llegue el momento. 

Te amo, Martina. 

– Papá. 

*3 de abril de 2019 (hoy cumplís un año y dos meses).

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