[Spoiler alert: la siguiente reseña comparte detalles de “Manchester by the sea”, filme nominado a seis premios Oscar este año, incluido el de mejor película.]
La vida no suele ser como en el cine, porque la vida es demasiado complicada, traicionera, barriobajera, sublime, como para caber en el cine de nuestros días, ese plagado de hombres y mujeres que no existen, de arquetipos y narraciones predecibles. En “Manchester by the sea” es más bien el cine el que se parece bastante a la vida; por eso esta película es buena.
“No puedo… No hay nada aquí adentro”, le dice Lee Chandler, el personaje principal de la película interpretado por Casey Affleck, a su ex esposa Randi, cuando ambos se encuentran en la calle muchos años después de que una desgracia familiar acabó con su matrimonio.
Lo que pasó en aquella casa —“nadie te va a crucificar por ese error”, le dicen a Lee— fue suficiente para acabar con la felicidad de aquella pareja y con cualquier intento de redención. Después de aquello, Lee deambula por la vida por inercia. No sabemos por qué, pero deambula.
Tras la ruptura, Lee vive en Boston, exiliado de su Manchester natal, un pueblo costero del Estado de Massachusetts por cuyo melancólico paisaje invernal Kenneth Lonergan, el director del filme, nos pasea hasta hacer del lugar un personaje más de la película, tan capaz de moldear nuestro estado de ánimo como los hombres y mujeres que ahí habitan.
En Boston, Lee sobrevive como conserje en un multifamiliar. Así lo conocemos: arreglando tuberías, paleando la nieve, aguantando la mierda de los vecinos y, literalmente, limpiando la mierda de sus inodoros obstruidos. Lee es, desde la primera vez que lo vemos, un no-ser, un hombre que camina y respira, al parecer, porque su instinto de supervivencia sigue funcionando a pesar de todo.
El único pilar que aún le sostiene es, aprendemos pronto, su hermano Joe. Pero Joe muere de un ataque cardiaco y Lee tiene que volver a Manchester a arreglar el funeral. Ahí deberá, entre otras cosas, decidir si acepta el último deseo de su hermano: ser el guardián legal de Patrick, su sobrino, un adolescente de 16 años que tiene demasiadas ganas de vivir como para detenerse a pensar en la muerte.
En una historia normal de Hollywood, esta se convertiría, a partir de aquí, en una película sobre el camino a la redención. En una variante común de la fórmula, tío y sobrino se redescubrirían para intentar huir uno del pasado y el otro de las incertidumbres del futuro. Pero, como escribí, “Manchester by the sea” se parece más a la vida que al cine fácil, y sus personajes más a la gente consumida por sus demonios internos; por eso esta película es buena.
Lee, entendemos, sigue respirando y sobrevive porque es un tipo decente, que sigue haciendo lo que él entiende como correcto. Es tan decente que, por no joder a los que alguna vez quiso, se niega incluso el permiso de mentirles: “No hay nada aquí adentro”, le dice a su ex esposa Randi, la mujer a la que, hemos visto en un flashback, amaba con complicidad cuando las cosas no estaban tan mal. Nada. No hay nada. Y Lee no puede mentir.
Esta película no nos miente ni nos endulza. Nos abofetea en momentos de dolor retratados, con sobriedad, por los actores y la cámara discreta del director Lonergan. Pero también nos regala algunos suspiros con pequeños momentos de alegría contenida, como esa escena en que Lee y su sobrino, Patrick, intentan jugar con una pequeña pelota de plástico. O esa otra en que, por primera y única vez, Lee se derrumba en los brazos de la esposa de su amigo George, simplemente porque ella era quien estaba a la mano cuando el peso de tanta tristeza amenazó con romperlo.
Aquí no hay trucos, al menos no los usuales. Hay, solo, una búsqueda constante de pequeños momentos de humor —negro a veces, pero humor al fin— como única forma de alivio. Como esa escena en que Patrick, el sobrino, intenta emparejar a Lee con la madre de una de sus novias. Pero Lee es, después de tanto, un ser antisocial, no antipático, sino solo incapaz de seguir las reglas mínimas de la convivencia humana, o de detenerse en las mínimas convenciones social, como puede ser una plática frugal sobre el clima, o sobre cualquier cosa.
Durante dos horas recorremos, con un ritmo que se parece bastante a la cotidianidad de cualquiera, en medio de silencios, incomodidades, dolor escondido y, sí, retazos de alegría, el camino de Lee Chandler, el hombre decente que, a pesar de todo, sigue respirando.
Notoria es —no puede ser de otra forma en un filme que basa toda su fuerza dramática en sus personajes— la actuación de Casey Affleck. Su personaje, hundido por la vida, adquiere forma desde el gesto corporal, la pose de hombre derrotado pero afable al final, lograda a través de sonrisas que no terminan de ser y de una mirada esquiva, incapaz de sostenerse demasiado tiempo en ningún lado.
Notable es Michelle Williams (“Brokeback mountain”), quien interpreta a Randi, la ex esposa de Lee. En un par de pases de pantalla, Williams nos regala los momentos más intensos de la película, como cuando ofrece a Lee una última posibilidad de redención que él rechaza.
Y notable es Lucas Hedge, el sobrino Patrick, cuyo personaje debe ser el catalizador de la historia, de la de él, pero también del camino difícil, pedregoso, del tío Lee.
“Manchester by the sea” es como esas novelas de Javier Marías o uno de esos cuentos del británico Stuart Evers en los que la intensidad existe en los descubrimientos de la gran capacidad del alma para sobrevivir a los dolores más intensos, a menudo gracias a la necedad de volver a los breves espacios donde el sufrimiento y la felicidad han sido plenos.
Esta historia, el regreso del Lee Chandler de Casey Afleck a la costa invernal de Manchester, su espacio particular de breves alegrías e intensos dolores, puede ser la de muchos. Cada quien tendrá su propio Manchester, su propio mar. De eso va esta película. Por eso es buena.
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