Felicidades en su día, Pamela y Luis

Hace un mes, Marta, la señora que trabaja en mi casa y me ayuda a cuidar a María casi desde que ella nació, tenía ya más de tres días de estar llegando a casa con los ojos cansados, andaba todo el día distraída como si su cuerpo estuviera en casa pero su mente en otro lugar. Yo estaba esos días saturadísima de trabajo y apenas la lograba saludar a su llegada y despedirme de ella en la tarde, cuando se iba de casa.

Marta y su familia viven en uno de los cantones más violentos de El Salvador. La muerte por causas naturales no es natural en su barrio. Lo que sí es natural son las muertes violentas. En su cantón se le tiene miedo a todo, hasta a la PNC.

Ese tercer día llegó con los ojos rojos, hinchados. Al preguntarle si le pasaba algo, las lagrimas le salieron antes que las palabras. La abracé como siempre lo hago. Esto no es un evento aislado, este ritual lo realizamos por lo menos una vez al mes y no siempre es por un muerto, a veces es por el simple miedo y el sentimiento de frustración.

Marta -Martita- me contó que su prima Pamela estaba siendo extorsionada por las pandillas desde enero de este año y que el mes pasado ya no pudieron juntar el dinero para poder pagar la extorsión y que los mareros les habían dicho que la iban a desaparecer a ella o asesinar a su esposo.

Martita es hija única, no tiene padres. Ella nunca supo quién era su papá y su mamá murió de causas naturales cuando ella tenía 12 años.  Así que sus abuelos la criaron. Para Martita, su prima Pamela es su hermana elegida. Tienen la misma edad, 29 años, y se parecen mucho físicamente.

Pamela se casó hace un año con un hombre bueno, Luis, y se fueron a vivir al cantón de la par del de su familia.  

Mientras me contaba, lloraba. Intenté calmarla y le pedí que me relatara bien la historia de la extorsión. Me contó que un día Luis, el esposo de su prima, cuando llegaba a visitar -como todos los días- a su madre y a su suegra a sus casas en el cantón de la par, un grupo de ocho muchachos encapuchados lo retuvieron en el camino y después de amedrentarlo le dieron dos opciones: o les seguía a donde ellos le indicaran o lo mataban. Ante tal gama de opciones, él accedió a caminar con ellos. Lo internaron en unos matorrales y lo hicieron caminar un buen rato hasta llegar a una explanada en donde estaba una especie de campamento de pandilleros, todos fuertemente armados. Ahí, en esa explanada, después de una breve plática en donde le hicieron saber que ellos sabían todo sobre su vida cotidiana y la de sus familiares, en especial la de su esposa,  le dieron dos opciones para dejarlo ir: o pagaba renta -37 dólares mensuales- o lo mataban a él en ese instante y luego a su esposa. Luis, nuevamente ante esa peculiar gama de oportunidades, optó por pagar la renta. Los muchachos lo amenazaron de muerte si abría su bocota. “Ni a tu esposa”, le dijeron.

Luis era cocinero en una empresa desde hace más de ocho años, ganaba un salario mínimo y Pamela era trabajadora doméstica, interna, en una de las casas de las familias más adineradas de este país, de un apellido de esos que todos conocemos. Había estado trabajando en esa casa por 11 años y ganaba 120 dólares a la quincena.

Luis pagó durante tres meses la renta. Ya para el cuarto mes, no logró juntar lo suficiente para realizar el pago y entró en crisis. En su desesperación, Luis habló con su esposa Pamela y Pamela habló con Martita y Martita habló conmigo.

Una semana llevaba Luis de no haber pagado la renta cuando comenzó a recibir mensajes de texto en su celular con amenazas de muerte sobre todo dirigidas a la esposa. Cambió su celular, dejaron de ir a las casas de sus padres y se encerraron en su hogar, muertos de miedo.

“Me la van a matar, Marce”, me decía Martita. “O peor, la van a desaparecer, y usted sabe lo que le hacen a las mujeres esos muchachos cuando las desaparecen”.

Lo más triste es que lo sé. Estuve hace tres años durante mucho tiempo en la morgue de Medicina Legal de San Salvador, conviviendo con los médicos forenses de esa institución, antes de comenzar a filmar mi último documental, El cuarto de los huesos, y ahí pude ver las huellas que dejaba el ensañamiento más macabro y brutal que he visto en el cuerpo de una mujer atacada por las pandillas. Fue tal el horror en esos cuerpos que llegó un día en que pedí no presenciar la llegada de los cuerpos de las mujeres.

Pamela y Luis son dos jóvenes modelo. Los dos son bachilleres. Luis ha cursado hasta el tercer año de universidad. Llegó hasta allí pues en ese tercer año las pandillas le mataron a quemarropa a su padre frente a su madre, pues era vigilante y pensaron que tenía armas. No las tenía. Y como su padre era el único sustento de la familia, tuvo que dejar la universidad y asumir el papel de su padre, por ser el hermano mayor.

Martita terminó su relato. Se calmó lentamente. Me quedé en silencio un rato. Pensaba, pensaba mucho. Y así me fui a mi trabajo, pensando.

Por la tarde tenía una idea y la platiqué con ella.

Tienen que salir del país, le dije. Hay que buscarles refugio. Martita me dijo que ellos tenían familiares en Estados Unidos. Le dije que para Estados Unidos no podía ayudarles, pues si algo les pasaba mientras atravesaban México, nunca me lo iba a perdonar. Y conozco muy bien ese camino de muerte. Le ofrecí un tercer país, bastante más cerca de El Salvador.

Le aclaré a Martita lo difícil que es irse de refugiados, dejar todo y comenzar de cero en otro país, sin familia, sin amigos y sin, muchas veces, un colchón donde dormir. Ella me contestó que de nada les iba a servir la cama nueva que les regalaron en su boda si uno de ellos estaba bajo tierra.

Martita habló con su prima y ellos aceptaron. De hecho, se mudaron a mi casa una semana antes de irse de refugiados, pues los muchachos ya habían llegado a preguntar por Luis al cantón.

La señora para la que trabajaba Pamela, la familia de mucho dinero y renombre,  no quiso pagarle la última quincena, por “mal agradecida”, por querer irse a otro país y dejarlos. Como si ella quería irse, como si ella no iba a necesitar con urgencia esa quincena. A Luis tampoco le pagaron el último sueldo, pues le quedaban cinco días para completar el mes. Así se fueron, con las manos vacías, dejando atrás una sociedad que les dio la espalda.

Escribí muchas cartas y hablé con muchas personas en Acnur, Cáritas, Fe y Alegría, etcétera. Me di cuenta de la falta de información que hay para otorgar a los muchos salvadoreños que se quieren ir a refugiar a otro país, que quieren huir por miedo, por amenazas, porque son los siguientes en la lista. En respuesta a uno de mis tantos correos electrónicos, una de las directoras de Acnur me mandó un folleto en donde se explicaba, paso a paso, lo que deberían hacer para pedir refugio una vez estuvieran en el país que los iba a acoger. Lo estudiamos palabra por palabra, juntamos todo lo que nos pedían, contactamos con gente solidaria del país que los recibiría, encontramos un lugar a donde podían llegar a dormir, les ofrecieron un trabajo temporal. En fin, tratamos por todos los medios de que sufrieran lo menos posible esa primera etapa de adaptación.

Un día antes de tomar el medio de transporte que los llevaría a su nuevo país, estábamos tomando café y platicando sobre su nueva vida y les pregunté si se querían ir y qué es lo que más querían lograr en ese nuevo país.

Pamela me respondió que no se querían ir, y entre lágrimas sacó su celular y me mostró fotos de su casita que había logrado terminar de pagar durante 10 años. Luego me enseñó fotos de sus regalos de boda. “Por uno y llegamos a cien”, me dijo sonriendo.

“Aquí todo lo teníamos, casa, trabajo, familia y allá no vamos a tener nada. ¿Y si le hacen algo a mis hermanitos en venganza?”, me preguntó angustiada. No tuve respuesta que darle.

Luego de un silencio -Pamela y Luis son muy silenciosos-, me contestó mi segunda pregunta.

-Yo sueño con estudiar para maestra de parvularia. ¿Usted cree que allá en ese país lo pueda hacer?

-Sí, Pamela. Si te lo proponés, lo vas a lograr.

Me encariñé con ellos. Me di cuenta de que estamos expulsando a los buenos.

Se fueron a las 4 de la mañana de un lunes. Se fueron para siempre. Yo intenté llenarles la cabeza de sueños por cumplir en ese nuevo país en donde no se matan como aquí. Lo van a necesitar.

A la mañana siguiente, Martita me preguntó mientras desayunábamos:

-Mire, Marce, y si yo me voy en diciembre con mi hijo, ¿usted me ayuda también?

-Por supuesto, Martita, cuente con ello.

Y esa vez la que lloró fui yo.

Nota: Todos los nombres utilizados fueron cambiados por motivos de seguridad.

*Marcela Zamora es cineasta salvadoreña, directora de la productora Kino Glaz y directora de la Campaña Instinto de Vida El Salvador, parte del movimiento ciudadano DespertarES.

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