Especial del Caso Jesuitas. 25 años.

Pasaron 25 años. El Salvador cambió, debido en gran medida a lo que ocurrió aquella noche oscura de 1989. Cambió porque los asesinatos de seis sacerdotes jesuitas y dos de sus empleadas en el campus de la UCA abonaron el camino, primero, para la salida negociada al conflicto armado que había empezado en 1980. Y lo sigue cambiando porque, incluso muertas, las víctimas de aquel suceso siguen empujando la batalla contra la impunidad. De a poco, y a pesar de los esfuerzos de cinco gobiernos salvadoreños y un estadounidense, la verdad sobre aquellas muertes empieza a encontrar la salida, incluso en cortes de España y de los Estados Unidos.

Ayer, 15 de noviembre de 2014, la UCA conmemoró esos 25 años. Bastaba estar ahí, en el complejo deportivo del campus, para enteder cómo San Salvador ha cambiado. Un grupo de teatro dramatizaba la entrada de los soldados del Batallón Atlacatl a la universidad y el posterior asesinato de los padres desde la perspectiva de Lucía de Cerna, la única testigo ocular. Alrededor de la dramatización brillaba el neón incandescente del Bulevar Los Próceres, lleno de restaurantes, gasolineras, bancos. Desde arriba, silenciosa, y entera, vigilaba la Torre Citi, aledaña.

En 1989 no había luces. Había un toque de queda decretado por el ejército cinco días antes debido a la ofensiva que la guerrilla del FMLN había lanzado sobre la capital. Y desde lo alto de esa torre, que entonces se llamaba “De la democracia” y no era más que un gigantesco bodrio de vidrios rotos, otro monumento a la guerra, varios soldados vigilaban la UCA. Esos hombres eran parte de un operativo enorme que la Fuerza Armada salvadoreña desplegó alrededor de la universidad la noche en que una columna del Batallón Atlacatl entró a matar.

En la oscuridad de esa noche, parado junto a la pequeña puerta que separa el campus de la residencia jesuita y con la cara pintada con camuflaje negro, el teniente Ricardo Espinoza Guerra –al mando de la columna del Atlacatl–dio la orden de matar. Eran entre las 2 y las 3 de la mañana del 16 de noviembre de 1989. Según declararía dos meses después en la Policía Nacional, al confesar su participación en la masacre de la UCA, el teniente, luego, lloró.

La orden que le había dado el coronel Carlos Alfredo Benavides a Espinoza Guerra era matar a Ignacio Ellacuría, el rector de la UCA, sin dejar testigos. Los hombres del teniente cumplieron: vaciaron sus fusiles M-16 y un AK-47 sobre Ellacuría, sus compañeros Ignacio Martín-Baró, Segundo Montes Mozo, Amando López Quintana, Juan Ramón Moreno Pardo y Joaquín López y López y sobre Elba Julia Ramos y su hija Celina Marissette, empleadas de los sacerdotes.
En 1992, la justicia salvadoreña condenó a los seis militares acusados de ejecutar el crimen y a Benavides como responsable intelectual. Muy pronto después de la matanza, sin embargo, había quedado claro que la responsabilidad llegaba a lo más alto del mando de la Fuerza Armada. Aunque el sistema político y judicial salvadoreños, amparados en una Ley de Amnistía, se negaron a perseguir a los principales responsables, un tribunal en Madrid mantiene un juicio abierto en su contra.

La semana pasada, el juez de la causa en España, Eloy Velasco, dijo que confía en que 20 militares salvadoreños –miembros del alto mando y ejecutores de los asesinatos– serán juzgados en Madrid. Para ello, aseguró, solo falta que el Tribunal Supremo reconozca que un juicio realizado en San Salvador en 1991 fue un fraude. Si a eso se suma la posibilidad de que uno de los presuntos implicados, el coronel Inocente Orlando Montano, sea extraditado a España desde Estados Unidos, el juicio se abriría a sumario con la presencia de un imputado.

En esta serie se revelan detalles desconocidos sobre la masacre, sobre las investigaciones emprendidas en Madrid y en Washington, sobre el masivo encubrimiento que llevaron adelante los gobiernos de Alfredo Cristiani en San Salvador y de George Bush, padre, en Estados Unidos. Se abordan las dudas, secretas, de Washington sobre el caracter de Benavides; no tenía el coronel, dicen agentes de la CIA en San Salvador en un cable desclasificado, el temple para ordenar él solo algo tan grande. Y como argumento, esos oficiales cuentan a sus jefes en Washington que Benavides era un tipo débil, inseguro, preocupado más por su apariencia física que por su carrera. Sus compañeros le apodaban La Pitufina.

Empezamos con una entrevista a James P. McGovern, ahora representante de los Estados Unidos por el segundo circuito electoral del estado de Massachusetts. McGovern fue el principal investigador de la comisión legislativa que en 1990 presidió el representante demócrata Jospeph Moakley para hallar la verdad sobre la masacre. Por primera vez en mucho tiempo, McGovern se extiende sobre detalles de las reuniones que Moakley tuvo con oficiales de la Fuerza Armada, entre ellos con el coronel René Emilio Ponce, entonces Ministro de Defensa, a quien en privado y en público confrontó al decirle que la autoría intelectual del asesinato no era un asunto de “manzanas podridas”, sino un grave problema institucional del Ejército.

También incluimos hoy una galería de fotos de Francisco Campos, una de cuyas fotos ilustra esta entrada. Y reproducimos un artículo de opinión de McGovern publicado en inglés en el Huffington Post.

Plaza Pública, uno de los medios electrónicos más respetados de Centro América, nos acompañará con parte de este especial.

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