* Fotografía por Francisco Campos.
El año pasado una joven de 15 años fue violada por pandilleros que controlan su barrio de clase trabajadora en El Salvador. La pandilla amenazó con matarla a ella y a su familia si denunciaba la violación a las autoridades y la obligaron a participar en una extorsión. Cuando fue a recoger el dinero del pago, la policía la arrestó y la mantuvo encarcelada casi una semana. Mientras estuvo detenida, los policías la amenazaron con violarla y matarla. Al salir libre, la niña huyó hacia los Estados Unidos por temor a que los pandilleros se vengaran de ella porque los había delatado con las autoridades. Algunas semanas después, su hermano, de 17 años, la siguió en la ruta hacia el norte porque los pandilleros amenazaron con matarlo si no se unía a la pandilla en compensación por las acciones de su hermana.
Este caso ejemplifica la tragedia de decenas de miles de menores centroamericanos que han llegado a la frontera entre Estados Unidos y México en los último años. 78% de los 68,541 menores que cruzaron la frontera durante el año fiscal 2014 llegaron desde la región que se conoce como el “triángulo norte”, que incluye a Guatemala, El Salvador y Honduras. Estas naciones no solo son pobres – su PIB per cápita no sobrepasa los $4,000-, sino que también viven agobiadas por los índices de violencia más altos en el mundo.
Durante la década pasada, según la Oficina de Naciones Unidas para las Drogas y el Crimen (UNODC), estos países tuvieron tasas de homicidios por encima de los 40 por cada 100,000 habitantes. Honduras incluso ha alcanzado niveles de 80 homicidios por cada 100,000 habitantes desde 2011. Decenas de miles de salvadoreños, guatemaltecos y hondureños han emigrado a los Estados Unidos desde los noventas, una década en la que irónicamente estos países se convirtieron en democracias electorales y reformaron sus instituciones de justicia con el fin de asegurar la protección a los derechos humanos así como el estado de derecho.
El reciente aumento en los flujos de menores solos que han abarrotado la frontera es consecuencia de varios factores, que incluyen la espantosa situación de la seguridad en las calles centroamericanas, el deterioro de las condiciones socioeconómicas, la consolidación de sofisticadas redes de tráfico de personas a lo largo de Centro América y México y la reciente ola de rumores de que los menores indocumentados obtendrían amnistía en los Estados Unidos. No obstante, la principal causa de la migración de indocumentados se encuentra en los fallos institucionales que han obstaculizado el desarrollo de sociedades pacíficas bajo el imperio de la ley, como era uno de los objetivos de la liberalización política de hace dos décadas en Centroamérica.
La tragedia de los niños que emigran a los Estados Unidos en busca de refugio puede verse como una consecuencia del descarrilamiento de las reformas institucionales que transformaron autocracias en democracias electorales en los años noventa.
Esperanza traicionada
El elemento más importante en la historia centroamericana reciente ha sido la ola de profundas transiciones políticas que ocurrieron en los noventas. Estos cambios estuvieron marcados por promisorios procesos de paz y por reformas institucionales que pusieron fin a sangrientos conflictos internos y marcaron el rumbo de la democratización. Contrario a otras transiciones latinoamericanas que no nacieron de guerras civiles, los procesos políticos centroamericanos fueron moldeados por la necesidad de terminar con los conflictos internos y reformar los aparatos de seguridad para terminar con la hegemonía política de las fuerzas armadas.
En Guatemala y El Salvador, las elecciones y alternancias limitadas en el poder iniciaron en los ochenta, pero las reformas encaminadas a garantizar el pleno respeto a los derechos humanos y el imperio de la ley no llegaron sino hasta los años noventa, como resultado directo de pactos políticos y acuerdos de paz entre los gobiernos y las guerrillas de izquierda. En Honduras, los militares renunciaron al control del poder ejecutivo a principios de los ochenta, pero el ejército siguió siendo la institución que estaba a cargo del aparato de seguridad y sobre la que nadie ejercía control hasta 1998, cuando las instituciones de aplicación de la ley fueron trasladadas a manos de civiles.
El objetivo más importante de estos procesos era terminar con el poder del estado para reprimir a su propia gente. Esto había sido la marca de los sistemas políticos centroamericanos a lo largo de sus historias, especialmente en Guatemala y El Salvador.
Muchos centroamericanos vieron en estas transiciones políticas una oportunidad de construir sociedades nuevas; creyeron que la democratización eventualmente abriría la puerta del desarrollo con igualdad, de la paz, la justicia social y al respeto de las libertades fundamentales. Encuestas de opinión pública reflejaban este clima de optimismo durante los primeros años de la época de posguerra. Por ejemplo, una encuesta nacional realizada por la Universidad Centroamericana en 1992 encontró que cerca del 70% de los salvadoreños creían que la situación del país estaba cambiando para mejorar, a solo cinco meses luego del fin de la guerra.
Diferentes sectores compartían este optimismo. El sector privado centroamericano, que por muchos años había temido cualquier tipo de acuerdo con grupos insurgentes de izquierda, creía que con el fin de los conflictos internos ya no habría obstáculos para las oportunidades económicas y de inversión en la región.
Sin importar su situación, muchos centroamericanos compartían esta sensación de optimismo por el futuro de la región. Según el gobierno de la época, más de 300,000 migrantes salvadoreños regresaron al país durante los primeros 14 meses que siguieron a la firma de los Acuerdos de Paz en 1992. Los salvadoreños ya eran entonces la principal comunidad de inmigrantes centroamericanos en los Estados Unidos, pero la perspectiva de reconstruir sus vidas en su patria natal motivó a muchos a regresar.
Sin embargo, para el final de la década de los noventa, el optimismo inicial se había desvanecido. El lento ritmo de las transformaciones sociales no satisfizo las esperanzas de muchos guatemaltecos y salvadoreños. Una encuesta nacional realizad por la Asociación de Investigación y Estudios Sociales (ASIES) en Guatemala en diciembre de 1998 descubrió que solo un tercio de los guatemaltecos sentían que el proceso de paz había sido un evento positivo para el establecimiento de la democracia en el país. Más sorprendente aún, la encuesta descubrió que el 60% de los guatemaltecos creían que el país estaba en malas condiciones; cerca del 55% pensaba que la situación empeoraría el año siguiente.
En El Salvador, el sentimiento de decepción había empezado en 1995, solo tres años después de la firma de los Acuerdos de Paz. En este país, las encuestas mostraban que al inmenso apoyo de la población al proceso durante los primeros dos años siguieron la apatía y la desaprobación.
Para muchos centroamericanos el desencanto con el ritmo de las transformaciones estaba relacionado con los escasos resultados de una moderada pero desigual expansión económica. De acuerdo a datos revelados por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), ningún país del triángulo norte experimentó ritmos de crecimiento impresionantes, con la excepción de la economía salvadoreña durante los años iniciales de la era de posguerra.
El descontento popular también se veía alimentado por el crecimiento del crimen y la inseguridad que siguieron a los conflictos políticos y, sorprendentemente, a las transformaciones de las instituciones de justicia criminal. En Guatemala y El Salvador, las encuestas mostraban la preocupación de la gente porque la violencia política había sido reemplazada por la ansiedad causada por crecientes niveles de delincuencia común. Las encuestas también mostraban que la mayoría de ciudadanos consideraban que el estado de la economía era el problema más importante, tanto para el país como a nivel personal. En Honduras, la tensión generada por la violencia criminal creció a finales de los noventa luego que reformas al aparato de seguridad causaron violentas protestas y una crisis política fomentada por miembros del ejército hondureño.
Vulnerabilidad económica
Las profundas reformas políticas ensayadas en Centro América durante los noventas se desarrollaron en medio de un ambiente económico igualmente cambiante. Para finales de los ochentas, tras una década de conflictos políticos y políticas estatizantes, todos los países del triángulo norte habían echado a andar reformas encaminadas a estabilizar sus economías: se concentraron en privatizar compañías estatales (sobre todo en Guatemala y El Salvador), en liberalizar el comercio, flexibilizar las leyes laborales y en aumentar los impuestos al consumo a través de tributos por el valor agregado.
Estas reformas contribuyeron a la estabilidad fiscal y al mejoramiento de algunos indicadores económicos a finales de los noventas, pero fueron insuficientes y, más bien, contraproducentes para aliviar la inseguridad económica de muchos centroamericanos, especialmente de las clases trabajadoras. La flexibilización laboral no ayudó a que jóvenes sin especialización laboral aseguraran empleos estables, en tanto que la privatización de compañías del estado incrementó la vulnerabilidad de miles de trabajadores calificados. Como consecuencia de ello, de acuerdo a un reporte de CEPAL para 2001, las tasas de desempleo no decrecieron considerablemente durante los 90, y muchos trabajadores tuvieron que migrar del sector formal de la economía hacia actividades económicas caracterizadas por la informalidad, la inestabilidad laboral y salarios de hambre.
De hecho, gran parte de esta nueva fuerza laboral fue absorbida por sectores de baja productividad de la economía, que tendieron a mantener a sus trabajadores al margen de las redes de seguridad social. Según investigaciones del Centro de Estudios Distributivos, Sociales y Laborales de la Universidad Nacional de La Plata en Argentina, para finales de los años noventa, los índices de informalidad en Guatemala y Honduras habían crecido significativamente y sobrepasaban el 60% de la población trabajadora.
La adopción del llamado Consenso de Washington (que abarca recetas para la disciplina fiscal y la liberalización de los mercados) en Centroamérica restringió las políticas públicas que pudieron haber mitigado las duras condiciones sociales que enfrentaban las mayorías populares. Fabrice Lehoucq de la Universidad de Carolina del Norte en Greensboro ha demostrado que los países centroamericanos, con la excepción de Costa Rica y Panamá, fueron los que menos gastaron per cápita en programas sociales en América Latina. Entre 1991 y 1999, Honduras incluso redujo su gasto social en términos de porcentaje de su PIB. A pesar que Guatemala y El Salvador han incrementado sus gastos sociales per cápita, estos se han mantenido muy por debajo de los promedios regionales en las últimas dos décadas.
Para empeorar las cosas, los gobiernos del triángulo fallaron a la hora de hacer reformas sustanciales a sus sistemas de recolección de impuestos encaminados a incrementar la capacidad fiscal necesaria para responder a las demandas de la población. Confrontados a la decisión de presionar al sector privado o a la población en general, los gobiernos de turno decidieron imponer más carga tributaria a la gente y no a los empresarios. La expansión del impuesto al valor agregado en todos los países centroamericanos provocó que las familias vieran reducido en forma significativa su poder de consumo. Al mismo tiempo, estas familias tuvieron que lidiar con la reducción de sus ingresos y de los programas de asistencia social a los que tenían acceso.
Para muchos ciudadanos que vivían en condiciones de pobreza en los barrios y zonas marginales del triángulo norte, las transformaciones sociales que empujaron las reformas económicas no implicaron un renovado sentido de oportunidad o de movilidad social. Todo lo contrario. Por esto no es sorprendente que muchos salvadoreños, hondureños y guatemaltecos en edad de trabajar se hayan sentido desencantados con el curso de las reformas. Muchos decidieron buscar más allá de sus fronteras nacionales y llegaron a la conclusión que sus propios países les ofrecían muy pocas oportunidades para progresar.
Acudiendo a las redes familiares que ya existían en los Estados Unidos y México, los centroamericanos empezaron a engrosar los flujos migratorios hacia el norte con cifras sin precedentes. De acuerdo al Instituto de Políticas Migratorias (MPI, en inglés), un tanque de pensamiento estadounidense, la población de origen salvadoreño que vive en Estados Unidos creció de 465,433 en 1990 a 817,336 en 2000, un aumento del 75%. Mientras tanto, el número de hondureños que viven en Estados Unidos casi se triplicó durante los 90, de unos 109,000 en 1990 a unos 283,000 en 2000.
Los flujos migratorios crecieron con rapidez en la década siguiente tras el paso del huracán Mitch en 1998 y los terremotos en El Salvador durante los primeros meses de 2001. Mitch afectó la mayor parte del norte de Centroamérica y Nicaragua, pero golpeó con más fuerza a Honduras, donde mató a unas 7,000 personas, dejó a 1.5 millones sin hogar y causó pérdidas económicas equivalentes al 70% del PIB anual del país. El Salvador enfrentó su propia catástrofe cuando dos terremotos seguidos golpearon la región central del país. Los sismos mataron a más de 1,100 personas y desplazaron a 1.5 millones de personas, sobre todo en las áreas metropolitanas.
Estos desastres aceleraron la migración centroamericana hacia los Estados Unidos. Datos del censo estadounidense de 2010 indican que la población del triángulo norte de Centroamérica se triplicó en los años que siguieron a las catástrofes naturales, de 1,245,221 en 2000 a 3,326,578 en 2010. La combinación del débil desempeño económico, sobre todo en lo que respecta a la movilidad laboral y social, la extrema vulnerabilidad ante frecuentes desastres nacionales, así como la creciente amenaza de organizaciones criminales empujaron a miles de centroamericanos a ver la migración como el único camino hacia un mejor futuro.
La ola de crimen
La violencia aún reina en Centro América, pero ahora es diferente al tipo que existía en las épocas de regímenes autoritarios, guerras civiles y conflictos políticos. Esta nueva ola de violencia no es política, es criminal. Las industrias ilícitas, las guerras de pandillas y la violencia interpersonal han reemplazado a las luchas por poder político que habían desencadenado el derramamiento de sangre en el pasado. Diecisiete años después de la última gran reforma política en el norte de Centroamérica, esta ola criminal ha producido la paradoja de naciones que se dicen democracias pero viven bajo un estado de sitio de facto producido por la violencia criminal.
UNODC ha identificado ocho áreas en las que el problema de violencia es especialmente serio: el tráfico de drogas, el homicidio, las pandillas juveniles, la violencia doméstica, el tráfico de armas de fuego, el secuestro, el lavado de dinero y la corrupción. Los indicadores son especialmente estremecedores en el caso de los homicidios, número de miembros de pandillas y extorsiones, los cuales afectan en forma desproporcionada a ciudadanos comunes y a comunidades empobrecidas. Guatemala y Honduras, por ejemplo, tuvieron, cada uno, 5,000 homicidios en 2009, con lo que sobrepasaron los 4,645 homicidios en Iraq durante el mismo año. El Salvador tuvo una cifra similar. Las cifras de homicidios han ido creciendo desde entonces, con excepción de Guatemala y un breve periodo de disminución en El Salvador en 2012.
Las pandillas callejeras se han convertido en una de las referencias de la violencia contemporánea en Centroamérica. El retorno de migrantes y la llegada de deportados desde los Estados Unidos tras el fin de los conflictos armados en la región transformó la dinámica de las pandillas locales. El resultado de esto son las maras, una gigantesca red de grupos de jóvenes asociados a las franquicias de dos pandillas que se originaron en Los Ángeles: la Mara Salvatrucha 13 (MS-13) y la pandilla del Barrio 18. Estas pandillas son dos redes transnacionales separadas que han vivido un proceso de expansión durante los últimos años y se han convertido en redes de crimen organizado en comunidades pobres a lo largo del norte de Centroamérica.
Las maras son responsables de una porción sustancial de la violencia criminal en la región. En El Salvador, Honduras y Guatemala, suelen estar asociadas a la distribución callejera de la droga y en redes de extorsión. Datos recolectados por Demoscopia en 2007 indicaban que, en promedio, un pandillero en el triángulo norte es capaz de hacer unos 1,000 dólares a la semana en concepto de “impuestos por protección”. En El Salvador, las maras son consideradas como responsables de cerca del 40% de los homicidios.
De cualquier manera, la participación de las maras en actividades criminales evolucionó a los niveles actuales tras la ejecución de programas de cero tolerancia, mejor conocidos en la región como manos duras, los cuales se expandieron por la región entre 2000 y 2006. Estos programas antipandillas siempre estuvieron acompañados por una narrativa oficial que justificaba el uso excesivo de la fuerza. Las manos duras también extendieron el alcance de los poderes policiales, la severidad de las sentencias y desencadenaron operativos masivos de seguridad. Todo desembocó en cambios sustanciales en las dinámicas y operaciones de las maras. Para 2007, las pandillas se habían convertido en organizaciones más cohesionadas y poderosas, con capacidad de controlar grandes porciones de territorio en comunidades urbanas de El Salvador y Honduras.
El proceso de consolidación de las maras coincidió con la expansión de importantes organizaciones de narcotráfico en el norte de Centroamérica. Como lo señala UNODC, la guerra contra las drogas declarada por el gobierno mexicano en 2007 empujó varias rutas de tráfico del Caribe y el Pacífico hacia el istmo centroamericano, lo cual modificó el balance de poder existente entre grupos locales de narco y provocó guerras en ciudades y zonas rurales a lo largo de la costa atlántica y las selvas de Honduras y Guatemala. Redes de extorsión, de contrabando y de pandillas prosperaron.
La expansión de pandillas callejeras y organizaciones criminales en Guatemala, El Salvador y Honduras transformaron la vida social y aumentaron la vulnerabilidad de comunidades que ya eran frágiles. El deterioro en las condiciones de seguridad afectó a la mayoría de la población, pero fue más agudo entre la juventud más pobre. La falta de acceso a empleos bien remunerados, capacitación laboral y educación de calidad expusieron en forma desproporcionada a miles de jóvenes centroamericanos a un entorno de crimen y violencia.
Los altos niveles de violencia crónica también han tenido un impacto extraordinario en la forma en que los centroamericanos percibieron sus recién creadas instituciones de seguridad. El optimismo inicial provocado por tener, al fin, instituciones de aplicación de la ley respetuosas de los derechos humanos dio paso a amargas percepciones de ineficiencia, corrupción y abuso cuando esas nuevas instituciones demostraron ser incapaces de reducir los índices criminales, y cuando resurgieron los viejos hábitos policiales y de control social. Aunque muchos aprobaban el uso de métodos draconianos para combatir el crimen, la falta de resultados positivos, así como las sospechas de que jefes policiales, funcionarios de gobierno y políticos estaban coludidos con organizaciones criminales en el triángulo norte provocaron un fuerte golpe a la legitimidad del naciente orden institucional. Una encuesta regional realizada por la Universidad de Vanderbilt en 2008 descubrió que el 66% de guatemaltecos, el 49% de salvadoreños y el 47% de hondureños creían que sus policías estaban implicadas en actividades criminales.
La creciente inseguridad y el desencanto hacia las instituciones también contribuyeron a empukar la migración hacia el norte. Un estudio basado en los datos de Vanderbilt, hecho por Jonathan Hiskey, Mary Malone y Diana Orcés, encontró que la victimización ante el crimen y la inseguridad, además de los lazos existentes con gente en los Estados Unidos, juegan un rol importante en las intenciones de los centroamericanos de emigrar, sobre todo entre la juventud.
Viejos regímenes
Observadores han señalado diferentes causas de las deplorables condiciones de inseguridad y del pobre desempeño institucional en el norte de Centroamérica. Entre ellas están, primero, la capacidad limitada de las economías nacionales restringe significativamente el desarrollo y la movilidad social, y también limita los recursos disponibles para las instituciones. Segundo, el fenómeno migratorio ha creado familias fragmentadas y ha contribuido a la expansión del estilo de vida de las pandillas estadounidenses a Centroamérica. Y tercero, la penetración del crimen organizado transnacional ha llevado a niveles de violencia sin precedentes a la región.
Aunque estos factores sin duda han tenido que ver con la crisis actual de Centroamérica, es incorrecto asumir que las anteriores son las razones principales de la incapacidad de estos países para producir ambientes seguros y prometedores, sobre todo cuando su vecino del sur, Nicaragua, ha tenido retos comparables pero no ha sucumbido a estas crisis. Nicaragua es el segundo país más pobre del hemisferio occidental, después de Haití, y su aparato de seguridad es uno de los que cuenta con menos recursos en la región. Además, Nicaragua vivió una devastadora guerra civil que arruinó su economía y desplazó a una importante porción de su población. Miles de nicaragüenses emigraron a los Estados Unidos y Costa Rica, lo que creó oportunidades para la difusión de culturas callejeras asociadas con la migración. Más aún, la penetración de organizaciones criminales transnacionales no se limitó al triángulo norte: varios reportes muestran que los narcotraficantes han llegado hasta la costa atlántica nicaragüense. Sin embargo, Nicaragua es un país mucho más seguro que sus vecinos del norte, y el número de niños nicaragüenses que llegan solos e indocumentados a los Estados Unidos es prácticamente cero.
Las principales razones de que los países del triángulo norte estén colapsando ante el asedio del crimen, la falta de oportunidades y la desesperanza están en otro lado. Están relacionadas con las reformas políticas que fueron socavadas desde el principio por las mismas elites políticas y económicas y por los operadores de los viejos regímenes autoritarios. Cuando en los noventas, los gobiernos se enfrentaron a los crecientes problemas de inseguridad ciudadana, las elites no quisieron ni pudieron deshacerse de muchas de las instituciones y malas prácticas que prevalecían bajo los viejos regímenes. Paradójicamente, las viejas maquinarias políticas y sus patrocinadores en las comunidades empresariales centroamericanas no encontraron ningún obstáculo para mantener elementos importantes del antiguo statu quo.
Las transiciones en el norte de Centroamérica crearon condiciones que permitieron a los operadores del poder de los viejos regímenes limitar el alcance y la profundidad de las reformas, sobre todo en el área de seguridad pública. Dos mecanismos fueron esenciales para comprometer las reformas. Primero, los líderes políticos permitieron que los operadores de las viejas instituciones de seguridad permanecieran en las nuevas fuerzas de aplicación de la ley. Muchos de ellos estaban envueltos en violaciones a los derechos humanos y en actividades criminales, pero las leyes de amnistía y sus renovadas posiciones de poder les permitieron evadir el castigo. Segundo, las mismas elites y representantes que negociaron las reformas debilitaron las nuevas instituciones al evadir la necesidad de que estas contaran con mecanismos de control, lo que permitió que la corrupción se enraizara y expandiera en las nuevas instituciones, creando las condiciones para la infiltración criminal.
Cero tolerancia
Los operadores de seguridad de los viejos regímenes maniobraron en contra de las transformaciones pendientes al fomentar el miedo a la delincuencia y al abogar por programas de mano dura para combatir a las pandillas y a las organizaciones criminales. Este fue el contexto en que los programas de cero tolerancia fueron ejecutados en Centroamérica. Justo cuando los programas de ajuste económico habían contribuido a aumentar el desempleo entre jóvenes con pocos recursos, los gobiernos de Guatemala en 2000, de Honduras en 2002 y de El Salvador en 2003 decidieron lanzar sus guerras contra las pandillas y contra la juventud desposeída.
Como consecuencia el abuso policial y la sobrepoblación carcelaria aumentaron. En lugar de crear programas sociales para mejorar las deterioradas condiciones de vida de miles de centroamericanos pobres, los gobiernos dedicaron sus recursos en contra de las mismas personas que habían sido marginadas por las políticas de ajuste estructural. Las pandillas, que a finales de los noventas eran un problema secundario de seguridad, tomaron ventaja de la situación al establecer nexos con grupos extranjeros de crimen organizado y aprendieron a usar sus redes para ampliar el control sobre sus territorios.
Nicaragua vivió una transformación diferente. Sus nuevas instituciones de seguridad emergieron de un complicado proceso político que obligó a las elites y a los operadores del poder a profesionalizar a sus aparatos de seguridad y a institucionalizar mecanismos de control. La diferencia en el comportamiento institucional de Nicaragua y el del triángulo norte no fue solo un asunto relacionado con las políticas públicas seleccionadas; también reflejaban la distinta manera en que las instituciones de justicia criminal fueron transformadas tras las transiciones políticas. En el norte de Centroamérica, las reformas fallaron a la hora de proteger las nuevas instituciones de justicia y seguridad de las maniobras de líderes esencialmente corruptos.
Enfrentados a los acuciantes retos impuestos por el crimen, el bajo desempeño económico y el descontento social, los gobiernos acudieron rápidamente a prácticas autoritarias. En los tres países, los militares protagonizaron el retorno a la lucha en contra de las organizaciones criminales, las cuales han seguido creciendo de cualquier manera. En Honduras, el resurgimiento militar facilitó el golpe de estado en 2009 y, más recientemente, ha llevado a la creación de una policía militar que se ha adueñado nuevamente de funciones policiales domésticas.
Para miles de centroamericanos jóvenes y pobres, el deterioro en las condiciones de seguridad, aparejadas con la sistemática falta de oportunidades de desarrollo, dejó a la emigración como el único camino a la prosperidad y, en el peor de los casos, de supervivencia. Estos jóvenes y sus familias echaron mano de las redes de migrantes, ya maduradas y extensas, y decidieron que preferían enfrentar los peligros de un viaje incierto, y las complicaciones de trabajar indocumentados en los Estados Unidos, que lidiar con la certeza de la violencia y la pobreza en el país de origen.
A final de cuentas, en los países del triángulo norte, los centroamericanos entendieron los efectos combinados de las reformas políticas —que reemplazaron instituciones decrépitas por otras ineficientes— y los ajustes económicos —que mutilaron empleos y programas de asistencia— no solo como la renuncia del estado y de sus funciones fundamentales, sino también como la confirmación de que un futuro mejor los espera en cualquier otro lado, menos en Centroamérica.
* José Miguel Cruz, salvadoreño, es director de investigación del Centro Latinoamericano y del Caribe y catedrático visitante del Departamento de Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Internacional de la Florida.
* Artículo republicado con permiso de la Revista Current History. Edición de febrero de 2015. © 2015 Current History, Inc.
* Traducción del inglés por Héctor Silva Ávalos.
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