El precio del Premio de Roberto Salomón

En Roberto Salomón coinciden dos profesiones: artista y gestor cultural. Con una impecable hoja de vida de casi medio siglo, el director del Teatro Luis Poma suma a sus triunfos la recepción de un galardón que, hay que decirlo, ha dejado de estar a la altura de sus premiados.

El Premio Nacional de Cultura quizás vale menos de lo que comúnmente se piensa. Según se le mire, el reconocimiento en metálico que el Estado le otorga a una vida dedicada al arte y la cultura es de unos 5,000 dólares. Según se le vea, esta cantidad puede ser mucha, o poca.

El panameño Premio Rogelio Sinán, de Panamá, que premia una sola obra literaria, entrega 4,000 dólares.

El Premio Nacional Miguel Ángel Asturias, de Guatemala, destinado a autores y autoras destacados en la literatura, entrega unos 6,500 dólares.

El Premio Nacional de Cultura Magón, de Costa Rica, que, como el de El Salvador, se entrega por una destacada trayectoria artística, es de poco más de 12,500 dólares.

Resultará odioso para algunos que la importancia de un premio se mida por su valor en metálico, pero todo en la naturaleza está hecho, como decía Joseph Brosdky, de agua, aire, tierra, fuego y dinero. Sin ellos, nada es posible en este mundo.

Si juzgamos el valor del Premio a partir de su simbolismo, es inevitable sonreír. En materia de arte y cultura, El Salvador ha tenido demasiada política simbólica y poca política sustantiva. Es el premiado quien le otorga méritos a un Premio devaluado, y no al revés.

El Premio que recibirá Salomón el 5 de noviembre tiene un valor emocional. La gratificación que produce ser elegido (por una mujer, para un puesto de trabajo o un premio) es una de esas cosas que el dinero no puede comprar… Para todo lo demás existe MasterCard.

A menudo, es alto el precio que se paga para acceder a lo que no tiene precio. En 1977, Roberto renunció a su puesto en la Dirección de Cultura como respuesta al intento del Gobierno de censurar el espectáculo que preparaba para la reinauguración del Teatro Nacional. Aquellas arañas de cristal, los magníficos murales del maestro Cañas, las sillas aterciopeladas, los camerinos llenos de luces, fueron el espejismo de una de las tantas políticas simbólicas.

En la vida real, la ola de violencia comenzaba a arrasar con todo. Los escuadrones de la muerte torturaron al actor Arturo García y antes de matarlo lo obligaron a hacer una “confesión”, que filmaron y difundieron en las noticias. No fue el único artista ni el único joven peludo que fue sometido a suplicio o eliminado en aquellos días horribles. Mucha gente ni se enteraba. Los boletines de la oficina de prensa del Ejército eran palabra sagrada. Las cosas no estaban para jugar; pero, hasta donde pudo, Roberto Salomón mantuvo abiertas las puertas de Acto Teatro, fundado por él después del naufragio del Teatro Nacional. Y luego hizo lo que tenía que hacer: huir de este lugar como de la peste. Y volver, tercamente, una y otra vez.

No voy a repetir el bla-bla-bla de la guerra, el exilio y la paz. Baste decir que la pesadilla anticipada por Álvaro Menen Desleal en Luz Negra (dos cabezas separadas de sus cuerpos hablando del porvenir para convencerse de que no están muertas…) se nos hizo realidad. Esa es la raíz de nuestro radical desencanto.

Salomón no es solo un talentoso e imaginativo director teatral. También hizo posible, a pesar de la historia, a pesar de la inercia, a pesar del Estado, una institución respetable y profesional. Él es uno de los principales responsables de que en este páramo haya Teatro, con mayúscula. Su Teatro es mucho más que una sala con butacas, luces y empleados: un espacio a donde podemos volver siempre para reír y llorar. Sin la terquedad de Roberto Salomón no podríamos visitar el Xibalbá de los muertos vivos.

 

*Miguel Huezo Mixco. Autor de una docena de libros de poesía y ensayos breves. Sus publicaciones más recientes son el poemario “Edén arde” (Índole, 2014) y la novela “Camino de Hormigas” (Alfaguara, 2014).

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