Democracia a la salvadoreña

San Salvador – La democracia es cara. Es una de las frases clásicas de las ciencias políticas y los salvadoreños lo constatamos de primera mano el pasado domingo. Millones de dólares invertidos en papel, combustible, alimentos -pero más aún el desvelo sobrehumano que vivió la gente- fue el costo de unas elecciones que nos recordaron lo más típico de la política y la democracia salvadoreña: la improvisación.

Estas elecciones llamaban la atención por el impacto de las nada mesuradas reformas impulsadas por la Sala de lo Constitucional, por ser el estreno del –muy aficionado– Tribunal Supremo Electoral y por ser la inauguración en la vida política de muchos ciudadanos. Sin embargo, estas elecciones destacarán en la historia por dos sencillas razones: su exagerada imprecisión y que a pesar de todo, seamos francos, no nos matamos.

El día comenzó con la acostumbrada ansiedad, con candidatos llamando a que la población votara, con incidentes aislados y leves retrasos en la apertura, en fin, parecían unas elecciones normales. Miembros partidarios y vigilantes de urnas explicaban las formas en que se podía votar, cómo hacer el voto cruzado y aprovechaban para guiñar el ojo a favor de su partido. A pesar de todo, eran la incertidumbre y las apuestas entre amigos las que ponían el morbo a la jornada. Todos esperaban impacientes el conteo de los votos.

Al iniciar el conteo, todas las juntas receptoras lucían igual de extraviadas, parecían desconocer la metodología para el conteo. Con manual en mano, los presidentes y secretarios leían a viva voz qué se debía hacer, por dónde comenzar y todos mostraban su impaciencia por ver marcado el rostro de sus candidatos. La improvisación salvadoreña salió a flor de piel.

Se inició con las urnas del PARLACEN. Después de interpretar grupalmente el manual, de separar votos enteros, cruzados, anulados y de marcar cientos de rayitas en los cuenta marcas y cuenta votos, el cansancio era notorio; comenzaron los errores y los supervisores partidarios lucían como capataces que exigían pelear cada voto, explicar paso por paso cómo se hizo el conteo e incluso tomaron el papel de los vigilantes para proteger cada mancha en las papeletas.

Al pasar por las mesas de las juntas receptoras, daba la sensación de estar en una pequeña isla, en la que sus miembros pasaron de ser contrincantes y desconocidos a ser viejos compañeros de batalla con el único objetivo de terminar el conteo. En muchas reinaba la camaradería, las frases de ánimo, incluso se compartía la comida que era entregada rígidamente por los partidos. A pesar de contar en repetidas ocasiones el número de papeletas, de discutir acaloradamente cuando se tenían dudas y de recordar constantemente que solo los miembros propietarios podían decidir, todos trabajaban de forma combinada para terminar. Daba un poco de nostalgia saber que ninguna de esas personas tenía su rostro marcado en las papeletas.

El primer conteo parecía ser la verdadera capacitación. A través del ensayo y el error se aprendió cómo contar el voto cruzado y el voto preferente, se ensayó el registro en las actas oficiales. Se pasó a las urnas de diputados y luego a la de concejos municipales. Ya era de madrugada y muchas juntas receptoras acordaban periodos de descanso para refrescar los ojos, para estirar las piernas y para saber los resultados en el escrutinio oficial. Mientras, los supervisores preguntaban insistentemente si se ganaba o no la mesa y reclamaban que se siguiera contando para poder saber los resultados.

Y pasó lo inesperado. Luego de elecciones en las que se enfrentaron enemigos bélicos, luego de conteos cerrados, luego de tener un grado de precisión y eficiencia envidiables para cualquier democracia desarrollada, el Tribunal nos falló.

La madrugada se caracterizó por el silencio de la principal institución encargada de las elecciones, parecía que todos estaban haciendo su trabajo, excepto el Tribunal. Los apoderados de los partidos políticos comenzaron a llegar a CIFCO, hablaban con mesura y discreción sobre esperar las declaraciones de los magistrados electorales –maravilloso, si recordamos la campaña.

Finalmente, el organismo –partidario y– colegiado del TSE se sinceró, a mitad de la madrugada, con los salvadoreños. Por un problema de la empresa contratada para la transmisión de datos, no era posible realizar el escrutinio preliminar y mucho menos el final. Tiraron una bomba.

Gracias al esfuerzo de las juntas receptoras, el lunes nos llegó con muchas sorpresas. En San Miguel se perdió el negocio familiar, Santa Ana no quiere que se toque el Estado Quiteño, en Santa Tecla el carisma del exalcalde se fue con él y San Salvador cambió de manos no de forma aplastante. Lo particular es que estos triunfos no se conocieron por los ganadores, sino por algo extrañamente novedoso en nuestra política: por las palabras de quienes no ganaron.

Estas elecciones dejan un sabor agridulce. La democracia salvadoreña sigue siendo delicada, tanto, que no debería dejarse a los políticos. Los errores cometidos durante todo el proceso siguen siendo achacados a las instituciones, a las reformas, a las empresas y a los mecanismos usados, pero seguimos ignorando que todo es resultado de las decisiones que se toman, del por qué y de quienes las toman.

Pero aún hay esperanzas. El comportamiento maduro, prudente y lleno de voluntad de quienes estuvieron en las juntas receptoras es un recordatorio de que cómo ciudadanos somos capaces de movernos en conjunto para definir el futuro del país. Y es un llamado de atención de que solo en la medida que seamos capaces de controlar a nuestros partidos políticos, podremos cambiar las cosas desde adentro.

Aún no tenemos datos finales, a lo mejor los tendremos el próximo viernes. Pero repensar al Tribunal va más allá de estas elecciones, requiere profundizar la transparencia con que funcionan nuestras instituciones, incluidos por partidos políticos, volverlas más abiertas y sobre todo facilitar que cualquiera pueda saber cómo funcionan las cosas y que sucede cuando se falla. Mientras tanto, solamente nos queda, no sé sí para bien o para mal, ser compasivos.

 

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