El silencio se impone afuera del penal

En el régimen de excepción que va para tres meses en El Salvador, una detención arbitraria no es lo peor que le puede suceder a una persona. Dentro de la cárcel, las autoridades la pueden maltratar, la pueden desatender de un padecimiento de salud o puede ser asesinada. El miedo a esa posibilidad hace que algunas familias prefieran guardar silencio y no denuncien. Tienen miedo a que el gobierno se vengue por llevar al público los casos. Hay silencio afuera del penal de Izalco.

Texto: Fernando Romero
Fotos: Gerson Nájera

Cuando Rosa terminó de contar cómo dos policías y un militar detuvieron a su hijo en la tienda cerca de su casa en Ciudad Versalles, Sonsonate, dijo que era mejor olvidar lo que había relatado. Dijo que era mejor no decir su nombre. Que no había que grabar nada para no dejar constancia. Y que quizás era mejor que nada se publicara. Porque no quería que a su hijo lo trataran mal, que lo golpearan o que lo mataran dentro del penal de Izalco, como venganza por denunciar su caso. Rosa, ese día de principios de mayo de 2022, estaba frente a esa penitenciaría, furiosa. Decía que tenía mucha rabia porque a su hijo, un comerciante que es conocido por toda su vecindad, se lo llevaron como a un delincuente. Pero también dijo que se tenía que tragar su rabia y que no iba a denunciar que su hijo desapareció en manos de las autoridades, porque el temor a que le pasara algo peor era más fuerte.

Eso mismo le sucedió a Alfonso, el padre de otro detenido y recluido en Izalco. Alfonso, ese día, esperaba junto a dos amigos de su hijo alguna respuesta de la administración del penal, alguna señal de que a su hijo lo iban a liberar. Alfonso contó que el día que lo detuvieron, su hijo conducía su carro. Iba junto a su esposa, quien llevaba en brazos a su bebé. Habían salido de paseo. Iban por la calle que de los Planes de Renderos baja a San Salvador cuando unos policías les ordenaron que pararan la marcha. Al hijo de Alfonso lo bajaron y se lo llevaron. En el carro, abandonados en la calle, quedaron su esposa y su hijo. Ella tuvo que llamar por teléfono a la familia para que los fueran a rescatar.

Fallecidos

En dos meses desde que empezó el régimen de excepción por orden del presidente Nayib Bukele, se han contado al menos dieciocho muertos dentro de las cárceles. Solo en Izalco, han muerto alrededor de ocho personas.

Decenas de madres se concentraron afuera del penal de Izalco al inicio del régimen de excepción. Foto FACTUM/Gerson Nájera

Alfonso tampoco quiso que el nombre de su hijo quedara mencionado en una grabadora ni que quedara anotado en una libreta. También, como Rosa, tenía miedo de que el gobierno se enterara de su denuncia y tomara venganza contra su hijo dentro del penal.

Rosa y Alfonso solo permitieron que se conocieran las narraciones de dónde y cómo fueron capturados sus hijos.

El temor de Alfonso y Rosa tiene un fundamento: en dos meses desde que empezó el régimen de excepción por orden del presidente Nayib Bukele, se han contado al menos dieciocho muertos dentro de las cárceles. Solo en Izalco, han muerto alrededor de ocho personas. Pero estos no son los datos oficiales. De hecho, el gobierno de Bukele no registra estas muertes desde ninguno de sus ministerios ni en ninguno de sus comunicados públicos. Son las familias de los fallecidos las que han ventilado sus denuncias luego de ir a reconocer los cadáveres de sus parientes al Instituto de Medicina Legal, la institución forense salvadoreña.

Los familiares de personas detenidas durante el régimen reciben poca información. Afuera del penal de Izalco está colocado un rótulo con números telefónicos para pedir información. Foto FACTUM/Gerson Nájera.

El penal de Izalco, al igual que el de Mariona, en San Salvador, se ha convertido en una especie de embudo en donde van a parar los detenidos por policías y soldados. En esta situación, estas dos cárceles han sido escenarios de golpizas y muertes por negligencias contra detenidos que requieren atención médica.

Esos son los temores de Alfonso y Rosa de que los nombres de sus hijos se den a conocer. Temen que los golpeen allí dentro de las cárceles. O que los maten. Tienen miedo de que al publicarse la identidad de sus hijos, las autoridades los ubiquen y los castiguen.

David Morales, exprocurador de Derechos Humanos y miembro de Cristosal, dice que hay personas que han decidido no denunciar las detenciones arbitrarias de sus familiares porque son víctimas del miedo: “Hemos recibido algunas denuncias de que se estarían produciendo torturas a población detenida durante el régimen, aplicación de gas pimienta en las noches, golpizas, estar de pie muchas horas, privación de alimentos y medicamentos. Estas torturas son una política de estado de violar derechos humanos del poder Ejecutivo con la complicidad del Judicial. Uno de los objetivos es crear terror en la población para que no denuncie ni haga actividades que no le convienen a los intereses del gobierno”.

El gobierno de Nayib Bukele cumplió dos meses de mantener esta medida en la que policías y militares, según las denuncias de las familias que han optado por hablar, han detenido a personas que no tienen vínculos delictivos ni tienen afiliación de ninguna clase a las pandillas. La Fiscalía General, que funciona bajo el mando de Bukele, no ha anunciado investigaciones ni de las detenciones arbitrarias ni de las muertes dentro de las cárceles. “No pueden culparse ellos mismos”, dice Alfonso.

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Las afueras del penal de Izalco se han convertido en un área comercial. Las decenas de personas que últimamente pasan todos los días frente a la entrada de esta cárcel en Sonsonate han llamado la atención de los comerciantes informales. Los lotes que se ubican frente a la penitenciaría se han vuelto estacionamientos para familiares de detenidos que llegan en carro para esperar respuesta. El parqueo cuesta dos dólares, sin límite de tiempo. En las orillas de cada estacionamiento, se extienden hileras de ventas de alimentos. Pupusas, pasteles, yuca frita, minutas, mangos, agua, jugos, café.

Bajo el sol, con pocos alimentos, y sin un lugar para descansar. Así son las condiciones de las personas que esperan afuera del penal de Izalco en busca de información de sus familiares. Foto FACTUM/Gerson Nájera.

Las campanillas de los carritos de sorbetes y paletas suenan en medio de los murmullos de las conversaciones entre familiares que llegan a esperar. Este día de principios de mayo, a esa escena la cubren 27 centígrados de temperatura ambiente. Un calor húmedo que es amenizado por la música cristiana de ritmo ranchero que sale de un altoparlante de la iglesia Nueva Jerusalén. Una pareja se ha puesto a cantar alabanzas a Dios. Cada cuanto llega una buseta a dejar familiares de detenidos que se agolpan frente a la entrada del penal. Preguntan por sus familiares a un policía que ha sido designado para ser el mensajero de la cárcel. El agente, con una insignia en su brazo con las letras STOR (Sección Táctica Operativa Rural), calma los ánimos de la gente. Les dice que deben tener paciencia, que es probable que hoy salgan personas libres, que verifiquen si sus familiares se encuentran en realidad allí dentro o están en otra prisión, que estén atentos a sus indicaciones, que cooperen, que no se desesperen.

Cada vez que el policía va a decir algo, la gente se alerta y se le acerca. Lo rodean. Le siguen preguntando por sus familiares. Hasta que guardan silencio porque el agente les va a dar una indicación. Rosa y Alfonso, cuando relataron las detenciones de sus hijos, interrumpieron sus narraciones por ir también a escuchar las instrucciones del policía. Algunas mujeres se han hecho amigas de ocasión y hacen rueda para hablar de sus detenidos. De las injusticias del gobierno. De cómo le dieron la confianza a Bukele para que gobernara y de cómo las ha decepcionado. Dicen que les parece bien que el presidente enfrente a los criminales, pero que sus parientes no tenían que ser capturados. Hablan de cómo los abogados de la Procuraduría General las ignoran. De cómo no quieren defender los casos de sus familiares.

Ese día, ningún detenido salió libre. Las familias que llegaron a esperar tener noticias de sus detenidos en el régimen de excepción se fueron todas con las manos vacías. Cada persona apostada allí tenía una historia que contar. Hubo quienes no tenían problemas para hablar con los periodistas y ser grabados y dar sus datos y los de sus parientes encerrados. Pero hubo quienes prefirieron que sus casos se mantengan en el anonimato. “Talvez -dijo Rosa- así no más me lo dejan libre y no lo meto en problemas”.


  • Rosa y Alfonso pidieron que sus verdaderos nombres no fueran publicados.