El sueño húmedo de Munguía Payés, prócer de los camuflados y de algunos homeboys, finalmente cumplido.
En 2018, entronada la guerrilla que odiaba/protegía a los militares, los espectáculos independentistas se sentían encerrados.
Con Tony era igual.
Apretujados por las gradas del Flor Blanca.
Pero el estadio en obras le dio al pueblo excepcional la oportunidad de ser feliz.
Con sus héroes marchando por las calles.
Con el Salvador del Mundo apuntando a los helicópteros que lo sobrevuelan como moscas.
A los pies del divino, carros armados y una colección de rifles de asalto.
Un poco más adelante, el santo Romero y su cruz incapaz de salir corriendo.
La Roosevelt como un remake del Campo Marte.
El cielo nunca había sido tan azul ni el metal de los A-37 más brillante.
Es increíble la felicidad que causan los aparatos voladores, aunque estén viejos: un poco de humo azul y blanco hace olvidar que esas bestias antes arrojaban bombas.
Con hélices jubilosas inmortalizadas por centenares de celulares.
Porque no hay amor más puro que el de un pueblo por su ejército.
El ejército vivirá mientras escasee la mielina.
Los gendarmes del ojo por ojo.
Masacradores de campesinos en tiempos de guerra y fervientes combatientes de chacuatetes, algas y cocos en tiempos de paz.
Guardianes de la fe. De la verdadera, esa que se profesa en los cuarteles y cada vez que las 9mm resuelven cualquier disputa.
Una nación enamorada de sus verdugos.
Como un secuestro eterno inaugurado por Maximiliano.
Vivan, por eso, los desfiles.
Alternativas sanas del encierro, de Vietnam o de las selfies en las autopistas con vista al mar.
Hormigas con chalecos que caminan por kilómetros bajo el sol.
Cadetes sudorosos con guantes blancos, que mueven sus piernas y no avanzan.
Tanquetas artilladas que roban suspiros y algún “miralas, qué chivas”.
Un padre que le explica a su hijo cómo funcionan los lanzagranadas.
Una abuela que se sonroja porque al marino le luce el uniforme pálido.
Un niño que arroja la lata vacía de Coca al suelo. Con el permiso de su madre.
La verdadera libertad.
El penetrante olor a plástico de las bolsas de agua.
Las donas ya sacadas.
La convicción de ir al matadero por voluntad propia.
Mientras cantamos el himno nacional viendo a los uniformados arriba de las carrozas, como reinas.
Que te apuntan con su R15 en lugar de arrojarte dulces.
Una demostración cívica que envidiaría cualquiera gorila del PCN.
Una receta que, como las de la abuela, no hace falta cambiar. O quizá solo mejorar un poco: un ejército de fotógrafos para grabar al ejército ejército.
Para un lindo video fascista en TikTok.
Para que el comandante en jefe –sea narrador de mundiales, conductor amateur de Ferraris, un cono o un enclenque embetunado con traumas juveniles– lo haga cada 15 de septiembre.
Porque nos apasiona.
Hierve la sangre verdeolivo.
Dios, Unión, Reelección.
Dios te salve, patria sagrada.