Estadios y mundiales: San Mamés (La Catedral)

A modo de explicación. Viene Rusia 2018, el onceavo Mundial que veré. He jugado muy poco al fútbol y nunca fui bueno, pero amo el deporte, verlo, degustarlo, entenderlo como una expresión cultural y social cuyos alcances van mucho más allá del rectángulo engramado en el que se juega, como tan bien lo han contado Eduardo Galeano en sus sketches o Ramón Besa en sus crónicas sobre el Barcelona. El fútbol, donde mejor se vive es, sin duda, en el estadio: es ahí donde, durante al menos un par de horas, los humores y esperanzas de una ciudad se reúnen cada domingo movidos por una fuerza a la que unos llaman superflua y otros -yo- mágica; hasta ahí llega cada domingo la esperanza de ganar, de que la vida sonría, aunque sea solo en forma de gol. En esta columna quiero contar, mientras dure el mundial de Rusia, los estadios en los que vi esa fuerza (la premisa es que hayan sido mundialistas o sede de eliminatorias y que la vida me haya llevado a ver partidos en ellos). Empiezo por San Mamés, sede en España 82 y hogar del Athletic de Bilbao de la Liga Mayor de Fútbol de España.


Dicen los textos que San Mamés se llama así por un asilo de ancianos construido cerca del estadio, en Bilbao, capital de la provincia de Vizcaya en el País Vasco, al norte de España. Y dicen los entendidos en la calle -o en los bares que es igual cuando juega el Athletic- que se le llama la catedral por que lo nombra un santo o por su longevidad: fue durante 100 años sede de un equipo de primera, desde su fundación en agosto de 1913 hasta su demolición en 2013.

San Mamés se me insinuó por primera vez en 1993. Yo estudiaba una maestría en Vitoria, la capital del País Vasco a unos 70 kilómetros de Bilbao, y había ido a pasar un fin de semana con amigos en la capital vizcaína. Saliendo de un bar y después de lo que se camina en tarde de pintxos y txupitos, que es mucho, un amigo me presentó con el estadio: a mi derecha, al final de una calle cuyo nombre no recuerdo, el escudo de Athletic Club, imponente, sobre una de las entradas del viejo San Mamés. Empezó, ahí, mi historia de amor con los leones (que se les dice así, me contaron también en el bar, porque a San Mamés algún romano malencarado lo condenó a ser comida de los félidos).

Durante aquel año, cuando viajaba en bus de Vitoria a Bilbao y me apeaba en una estación cercana al estadio me detenía a apreciarlo desde fuera. Pasé un par de tardes en el cercano parque de doña Casilda, con esa sensación de estar en territorio legendario, San Mamés al oeste y la Ría de Bilbao al norte.

La atracción por el estadio y su equipo me venía de varios lados. Europa se me abrió con 20 años por estas ciudades del norte español, y sé hoy que las pasiones que llegan a los 20 suelen quedar tatuadas de alguna manera; en aquellos días, uno de los amigos con los que solía estudiar y embriagarme -Txabi Azarloza de Amorebieta, pueblo-suburbio de Bilbao- me contagió de su pasión por el Athletic; de él me llegó la historia y la explicación de la filosofía peculiar de este equipo que nunca ha alineado a jugadores que no hayan nacido en Euskal Herria (países vascos español y francés), que no sean hijos de padres vascos o que no se hayan formado en las escuelas del club. También me introdujo Txabi en aquellos años la admiración por Julen Guerrero, un cipote que con 18 años había debutado el año anterior en la Liga.

A Julen Javier Clemente, seleccionador, lo llamó a la absoluta española en 1993. Con los años Guerrero se convertiría en un mediapunta capaz de meter cuatro goles en un solo partido (3 de abril de 1994 ante el Sporting de Gijón), y de echarse a su equipo al hombro. Era una insinuación, mucho antes de Xavi e Iniesta, del volante ofensivo que se convirtió en marca de fábrica del fútbol español y del campeonato del mundo que España ganó en Sudáfrica en 2010. Su gran mérito es que fue ese volante en un equipo más bien hecho a la inglesa, de media cancha hacia atrás.

A Julen lo pretendieron el Madrid, el Barcelona, el Lazio, el Milán. Él nunca se fue de Bilbao. Su fútbol vivió y murió en San Mamés.

Durante mi primer paso por el norte de España no entré nunca a San Mamés. Tuve que regresar a El Salvador con el recuerdo del escudo en los exteriores de la catedral.

San Mamés. Foto de Martin Szymczak, tomada de Flickr con licencia Creative Commons.

La remembranza, las pláticas con Txabi y otras tardes de domingos de 1993 frente a la tele me hicieron acordarme de otra historia de esas entrañables que provee el fútbol al libro personal de la memoria, la que contaban los estudiantes más viejos del Externado San José sobre Cruz Alberdi, conocido como el hermano Pedro, el jesuita que servía en la portería del colegio en San Salvador. Dice la historia que cuando el Athletic ganó la Liga y la Copa en 1984, el hermano Pedro despachó durante días enfundado en el uniforme del Bilbao de sus amores, tacos incluidos. Cuando yo entré al Externado, el año siguiente, el cubículo del hermano seguía tapizado con pósters del Athletic.

Se me haría entrar a San Mamés 10 años después, el 30 de agosto de 2003, a ver el debut de un brasileño al que el Barcelona acababa de fichar: Ronaldo de Assis Moreira. Pero eso, lo de Ronaldinho, era para mí lo de menos aquel día.

Llegué a Bilbao después de viajar casi siete horas desde Barcelona, donde entonces estudiaba, en el carro de otro amigo, este catalán pero con nombre vasco: Aitor. Dejamos las maletas en un hostal y llegamos en metro a las cercanías del estadio. La ciudad aún vivía aquel sábado la resaca del Aste Nagusia, la semana grande de fiesta en Bilbao, de aquel año. En el papel, un buen colofón para la fiesta: el Athletic de local contra el Barcelona que entrenaba Fran Rijkaard y en el que jugaban Javier Saviola, Patrick Kluivert y Luis Enrique, y en el que, según lo programado, debutaba aquel día el as gaúcho.

La magia esa del día de fútbol empezaba varias cuadras antes de llegar al estadio, con una postal que vi luego en otras ciudades, pero nunca con la intensidad que en Bilbao. La ciudad entera, vestida a rayas rojas y blancas, discutiendo, entre zuritos y tintos, los méritos y miserias del Athletic, un equipo que, entonces, llevaba una década pasando apenas de la medianía de la tabla y luchando no pocas veces por no bajar a segunda. Cuadras y cuadras de gentes enfundadas en camisetas rojiblancas.

Había visto algo parecido en México, en los alrededores del estadio universitario de los Pumas, pero aquello no era una ciudad entera, apenas una parte. En Bilbao lo único importante ese día era el fútbol, el Athletic. Viví, por primera vez, la fuerza colectiva con que el fútbol envuelve a una ciudad. A una ciudad entera.

El fervor no tenía que ver, necesariamente, con el buen fútbol del Athletic: los leones no han ganado nada importante desde que se llevaron la Liga por última vez en 1984, cuando en su plantilla titular aún jugaban los míticos Andoni Zubizarreta, Andoni Goikoetxea y Julio Salinas. “Zubi” pasaría luego a ser pilar del Barcelona, titular indiscutible de la portería en la absoluta española en los últimos 80 y los primeros 90.

Los años de gloria habían quedado atrás en 2003, cuando yo entré por primera vez. Pero ahí, en la grada del viejo San Mamés, el cariño enfermizo, la pasión exigente, la desesperación ante el fallo y la alegría desbordada ante el acierto, por escaso que fuera, seguía viva. San Mamés es un ser vivo que insulta, suspira, se encoge ante lo que pasa en la grama. Se parece, en eso, al Cuscatlán, que también es un estadio compacto, pero en Bilbao, a menos que las cosas se calienten demasiado, lo que suele llover a los jugadores cuando fallan solo son puteadas.

[Aritz Aduriz, uno de los goleadores históricos del Athletic Club de Bilbao, metió el gol con que los leones ganaron al Real Madrid en el nuevo estadio San Mamés el 7 de marzo de 2015]

 

El viejo estadio, demolido en 2013 para dar paso a una más moderno y grande, era uno de esos campos europeos en que quien se sentaba en primera fila podía casi respirarle en la nuca al uniformado durante un córner. Era, aquel, un lugar donde los humores bullían con facilidad.

Aquella tarde de 2003 que me senté en San Mamés, muy lejos del córner, vi al Athletic perder 0-1 ante el Barcelona. Gol de Cocu, el holandés. En su crónica del partido, El País escribió, lapidario: “A medida que pasaron los minutos al Athletic solo le quedó el tradicional recurso del balonazo al área… Infatigable, el equipo vasco luchó hasta el final, pero todo fue imposible ante su propia ineficacia”. Eduardo Rodrigálvarez, cronista titular del Athletic en El País, solía escribir que el Bilbao era víctima de su fútbol rácano.

Eso fue justo lo que vi en San Mamés: un equipo peleón pero intrascendente. Quien mejor lo resumía era Joseba Etxeberría, el incombustible extremo derecho que fallaba tanto como anotaba: su fútbol podía ser explosivo, pero también podía desesperar al respetable, como aquel día. Así era la relación de San Mamés con los suyos: exigente, entrañable, intensa. Así lo recuerdo.

En 1982, mucho antes de que el Athletic y San Mamés entraran en mi panteón personal, el estadio había sido co-sede del grupo D en el Mundial que aquel año se jugó en España. Fue el coto de caza de la Inglaterra de Trevor Francis y Bryan Robson, que se quedó en la segunda fase tras empatar sin goles en tiempo regular con Alemania y España. En San Mamés, los ingleses le ganaron a la Francia de Michel Platini, a la Checoslovaquia de Panenka y a Kuwait.

[Inglaterra 3- Francia 1 en San Mamés, mundial España 82.]

 

“La tarde del 16 de junio de 1982 hacía un calor del demonio en Bilbao. La ciudad hervía. De bochorno y de actividad… El parque Doña Casilda, convertido en Hyde Park por la invasión de hinchas ingleses que acudían a San Mamés para asistir al debut de su selección… Les esperaba Francia, el equipo del elegante Tigana, el menudo Giresse y el inigualable Michel Platini, el futbolista que mejor dibujaba paredes, el que siempre apuntaba certero a los rincones de la portería. El que mandaba. Ganó Inglaterra, 3-1, pero fue el Mundial que anunció la era dorada del fútbol francés”, escribió el diario El Correo años después al rememorar aquel partido a propósito de una visita de Platini a Bilbao.

No parecía casualidad lo de Inglaterra en Bilbao. Más de un comensal me contó en algún bar del casco viejo bilbaíno que el fútbol inglés se emparentó muy pronto con el norte de la península ibérica a través del mar, con las migraciones masivas de españoles, vascos e ingleses que iban y venían entre el puerto de Bilbao e Inglaterra. Ese fútbol vertical, de proyectiles larguísimos destinados al área chica y defensores bravos que tanto se asoció hasta hace poco con las ligas inglesas -antes de los Peps y los Mouriños-, es el que vi en San Mamés en 2003 y las otras veces que fui a esa grada del viejo estadio, donde alguna vez habitó el fútbol de Julen, de Etxebe, de Zubi, de Michel Platini.