El hombre en la ventana #YoTambién

Lo que voy a contarles no se lo he dicho a nadie. Nunca.

En más de 30 años, nunca logré reunir las fuerzas necesarias para confrontar realmente lo que ocurrió esa noche.

Tan solo recordar me abruma y jamás conseguí verbalizar lo ocurrido. Yo, la mujer que cuenta su vida en los periódicos, jamás quise hacerlo, porque nombrar las cosas es hacerlas reales.

Preferí enterrar lo que pasó esa noche, como si el silencio, no hablar de ello ni con mi mamá ni con mis hermanas ni con mi marido -con nadie- pudiera de alguna manera, borrarlo.

Eso, hasta hace unas semanas que leí el ensayo “Mi monstruo” que la actriz mexicana Salma Hayek publicó en el New York Times sobre su experiencia con Harvey Weinstein, el infausto depredador sexual.

Las palabras de Hayek, unidas a las de los colegas Beatriz Colmenares y Daniel Haering, quienes han escrito aquí que más temprano que tarde, el #MeToo o #YoTambién debería llegar a Guatemala y desatar una marejada de testimonios de mujeres sobre el abuso, me conminaron a contar lo que me ocurrió.

No puedo comparar lo que voy a relatarles con lo que han sufrido y sufren miles de mujeres en Guatemala. Aunque a mí me haya ahogado a lo largo de mi vida adulta, aunque ahora que escribo me tiemblen las manos.

Hace unos días hablé con mi hermana y con las otras dos mujeres que nos acompañaban esa noche. Conversamos por primera vez de lo que nos pasó hace 36 años y les pedí su autorización para contarlo, porque escribirlo es ante todo romper un pacto de silencio que tuvimos las cuatro víctimas: mi hermana, la señora que trabajaba entonces en casa de mi mamá, su hija adolescente y yo.

Fue un pacto tácito: no nos pusimos de acuerdo para callar. Enmudecer fue lo natural, lo que nos dictó el instinto. Por el miedo, por la vergüenza. Por el estigma. Porque para qué. Por quién sabe qué mandato soberano que reduce a las mujeres abusadas sexualmente a callar, como si el delito y la culpa, fuera nuestra.

Hasta hoy, que vamos a romperlo y nos unimos al #YoTambién. Porque el silencio sí tiene consecuencias para los demás. Los depredadores sexuales se nutren y se perfeccionan gracias al silencio de las víctimas. Si no denunciamos, ellos siguen y hacen daño a otras y a veces, a otros también.

Debe haber sido en septiembre de 1981, yo estaba por cumplir 12 años. Mi mamá no se había vuelto a casar aún y como periodista que era, había ido a cubrir un evento cultural a Quetzaltenango ese fin de semana.

Mi amiga Raquel me había invitado a su casa, sabiendo que mi mamá no iba a estar. Lo he pensado tantas veces: qué habría pasado si yo no hubiera estado ahí. El caso es que me quedé.

Era sábado, pasadas las once de la noche, y mi hermana y yo estábamos viendo televisión. Una película vieja mexicana, en blanco y negro. De pronto escuché ruidos y me acerqué a la ventana. Lo que vi me paralizó. Del otro lado del patio que dividía la casa en dos, en la ventana del baño de mi mamá, había un hombre con un gorro pasamontañas, metido ya en la casa. Yo lo vi y él me vio. Quise gritar y no pude.

Se instaló esa sensación que tal vez han tenido ustedes en pesadillas, cuando la realidad se vuelve gelatinosa y todo ocurre más despacio y se quieren mover y no pueden porque su cuerpo no les obedece.
-¿Qué pasa?-, preguntó mi hermana.

No pude responderle. De un manotazo cerré la puerta, le metí llave y con el dedo en los labios, le pedí que se callara. Segundos después, el hombre somató la puerta. Dijo que estaba armado y que iba a disparar si no le abríamos.

Cuántas veces me lo he recriminado, cuántas veces he repasado el momento en que en vez de gritar y pedir auxilio, en vez de quitarnos de la línea de fuego y agacharnos, en vez de golpear la pared que colindaba con la casa vecina, yo le quité llave a esa puerta y la abrí.

Era un tipo alto, fornido sin llegar a ser gordo. Nos agarró del cuello para forzarnos a ver hacia abajo. Por eso recuerdo sus zapatos: unas botas negras manchadas de lodo.

Nos llevó a la habitación de mi mamá, nos amarró de manos y pies con cable eléctrico y nos vendó los ojos con pañuelos. Luego fue por las otras dos mujeres que estaban en la casa. A ellas también las amarró y vendó. Tomó una lámpara de pie, la desconectó y nos la puso en el cuello, como un yugo a las cuatro, para que no levantáramos la cabeza.

Se puso a rebuscar entre las gavetas para ver qué podía robar. Le llamó la atención que en el closet, tras los abrigos de mi mamá, había una caja fuerte de esas que no se pueden mover, pegada al piso.

Me prensó el brazo, me empujó hasta el closet y me exigió que la abriera. Yo era la mayor, seguro yo podía hacerlo. A punta de cuchillo, amenazó con matarme. Le dije, casi llorando: “yo soy niña, mi mamá no me ha enseñado la clave de esa caja. ¿Usted se la daría a una niña?”. Pensé que iba a degollarme pero bajó el cuchillo y pude respirar de nuevo.

A empujones, me regresó a la cama de mi mamá. Si no había qué robar, de todas formas se iba a cobrar la noche.

Dice mi hermana que a ella fue a la primera que se llevó, tal vez por ser la menor. La verdad, yo no recuerdo muchos detalles, quizá porque me he esforzado tanto en olvidarlos.

Lo que recuerdo de lo que siguió es sobre todo el asco. Un asco aplastante y espeso me invadió toda, invadió mi cuarto, que es a donde nos condujo, una por una. Recuerdo también el olor del tipo, una peste a sobaco que lo rodeaba como un vaho hediondo. Y el horror que me dio su pene erecto, que vi con el espanto que se ve a un monstruo. También recuerdo la conversación. Se puso salamero, mientras me lamía las piernas y me preguntaba si tenía novio. Me dijo que seguramente yo ya había hecho esto porque ya me asomaban los pechos. Alcancé a decirle, con la voz ahogada, que no, que jamás nadie me había tocado.

Ahora que lo pienso, quien sabe por qué se abstuvo de penetrarme. Se contentó con lamerme y obligarme a tocarlo a él. Tuvo que agarrar mi mano para forzarme. En algún momento, entreabrí los ojos y vi la hoja del cuchillo sobre la mesa de noche. Calculé que lo alcanzaba pero no tuve el valor de extender la mano y agarrarlo. Lo pensé, quise hacerlo, deseé matar a ese hombre que me estaba llenando de sus babas asquerosas, pero no me atreví. Pensé que si salía mal, él me iba a matar a mí. Que lo que había que hacer era cerrar los ojos y aguantar la respiración, dejar de olerlo. Olvidarlo a prisa. Que se consumiera, como un mal sueño, en la oscuridad.

¿Cuánto tiempo habrá durado la tortura? Lo ignoro. Solo sé que me llevó de vuelta al cuarto de mi mamá y siguió con las demás. Creo que ninguna lloró. Yo me sentía manchada, como si me hubiera marcado, con una humillación que me doblaba los hombros y que nunca he vuelto a sentir en la vida. Y recuerdo también el silencio que nos cubrió a todas, porque todas sabíamos lo que había pasado y ninguna tuvo la fuerza para denunciarlo. Ni siquiera para hablarlo entre nosotras.

Cuando el tipo terminó, ya de madrugada, nos llevó al patio, al cuarto de las escobas, un espacio mínimo de quizá un metro por cincuenta centímetros, donde nos dejó encerradas bajo llave. Nos dijo que no estaba solo, que lo acompañaban otros y que si hacíamos ruido, vendrían todos a matarnos.

Cuando dejamos de escuchar que deambulaba en la casa, buscando qué más robar, sentí un alivio enorme. Mi hermana, que tenía 9 años, fue la única que se atrevió a hablar. “Ese hombre es un asqueroso”, dijo, pero la señora, la única adulta, la atajó: “cállese, por favor”. Y así nos quedamos, los cuatro cuerpos pegados uno al otro, esforzándonos por respirar, calladas, hasta que la luz empezó a entrar por la rendija de la puerta.

Solo entonces gritamos.

Nunca volvimos a hablar de lo que pasó. Nos quedamos bajo el yugo, ya no de aquella lámpara, sino del silencio autoimpuesto. Nunca nos preguntaron. O tal vez no supieron cómo preguntar, cómo indagar en lo que nos pasó esa noche a las niñas, como si los adultos alrededor nuestro hubieran temido descubrirlo. No sé. Nunca lo hablamos con un médico, con un psicólogo, con nadie. Más adelante en la vida, cuando yo podría y debería haberlo buscado por mí misma, tampoco lo hice, por la misma razón que ellos entonces: si uno remueve esos recuerdos, asusta lo que se puede encontrar.

El tipo se fue como llegó, saltando la pared trasera de la casa, que daba a un terreno baldío. Ahí encontró sus huellas la Policía. Recuerdo que me pidieron que lo describiera y solo alcancé a decirles: “olía a caballo”. Creo que no se robó nada. Como dice mi hermana, “solo nuestra paz”.

La señora que trabajaba en mi casa, que me pidió que no mencione su nombre en este relato, cuenta que en los meses que siguieron creyó ver al tipo del pasamontañas en la calle, en la parada de bus, en la fila de algún trámite. Hasta que un buen día prefirió pensar: “debe estar muerto” y así pudo dejar de verlo en cada esquina.

Su hija dice que el espanto que ese hombre le dejó le hizo muy difícil iniciar una vida plena de pareja: “Me costó tanto. Años”, lamenta hoy.

Mi hermana durante muchas noches durmió en el piso del baño. Salía de su cama tibia y se acurrucaba sobre la pequeña alfombra que estaba a la salida de la ducha. Tenía terror a estar sola y más aún, a que la encontraran ahí, porque sabía que no podría explicar por qué.

Yo llevé escondida en el pecho la culpa de lo que pasó, una mancha irracional que muy a pesar mío y de mi esfuerzo por olvidarla aún está grabada en mí, porque desde pequeñas nos enseñan que el valor de las mujeres es ante todo sexual, porque unos cuantos meses antes de que esto ocurriera, el día de mi primera comunión, el padre Willy me dijo que nadie debía manchar mi vestido blanco, porque en el colegio me decían “dese a respetar”, y porque a mí me usó un criminal y yo no pude evitarlo.

Lo que nos pasó a nosotras es una historia sin fin en Guatemala. Y si yo, que soy una mujer adulta, en una posición de privilegio, jamás pude denunciar a un criminal de poca monta que abusó de mí hace 36 años, cuánto menos las miles que han sido víctimas de hombres poderosos y que callan quizá porque su trabajo depende de la subyugación y el silencio, ese silencio que nos impone el agresor y que nos imponemos nosotras porque sentimos que el horror se hace más llevadero si callamos y olvidamos.

Me permití el lujo de expulsarlo de mi memoria consciente aunque sin duda ese episodio anida en las capas más profundas de mi hipotálamo. A diferencia de otras muchas mujeres, no tuve que volver a encontrar a ese hombre, hablarle o fingir cariño o respeto hacia él. Tampoco tuve que volver a seguir sus órdenes.

Porque pasé por ello, estoy convencida de que hay que sacudir a esta sociedad. Urge cambiar una cultura siniestra del abuso, que abarca a tantas mujeres, a muchas más de las que creemos, pero también a niños varones, que sufren incluso más, porque el estigma en los hombres es tanto mayor. Una cultura que nace del apetito voraz de anular al otro, de someterlo a una humillación absoluta y que se alimenta de nuestra incapacidad como sociedad de reconocer el problema y abordarlo.

Por eso lo cuento hoy.

#YoTambién, para clavar una pica en ese silencio que protege a miles de hombres que marcan a mujeres, a niñas y a niños, hombres que depredan desde el lumpen o desde el privilegio, los que son nadie y los que son amos de todo.

Malditos. No será para siempre.

 

* Este artículo fue publicado originalmente en www.soy502.com por la periodista Dina Fernández, presidenta del consejo editorial de ese medio de comunicación guatemalteco. Lo reproducimos aquí con autorización de la autora.

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