Asesinos Inc.: Los tumores que la Policía nunca extirpó

No es la primera vez que una unidad de la Policía está inmersa en delitos graves. Para entender lo que ahora pasa en la FES hay que mirar hacia atrás. Un extracto del libro “Infiltrados” da luces sobre el mal eterno en la PNC.

La Policía Nacional Civil ha estado enferma desde que nació. A la institución le ha sido muy difícil, a lo largo de sus años, eliminar a los grupos ilegales y de crimen organizado que se han ido formando en sus entrañas. Lo mismo le ocurre hoy que grupos de exterminio se han reproducido en el seno de la Fuerza de Reacción Especial El Salvador (FES), la unidad élite creada por el gobierno del presidente Salvador Sánchez Cerén para combatir a las pandillas.

Un rápido recuento a la historia de la PNC da cuenta de tres momentos en los que la falta de controles internos, de voluntad política para embarcarla en una depuración sistemática y efectiva, o en el peor de los casos del uso ilegal que le dieron las elites económicas y políticas, terminaron con la penetración de grupos criminales en sus unidades más importantes.

El momento más reciente es, se entiende, el actual, el de los grupos de exterminio de la FES.

Este episodio ocurre en el marco de una sangrienta confrontación del Estado con las pandillas Barrio 18 y MS13, que ha sido alentada en buena medida por la incapacidad del gobierno para lidiar de forma efectiva con estos grupos, pero también por la política bipolar de los dos partidos políticos mayoritarios, el FMLN y ARENA, que se llenan la boca con un discurso de mano dura contra las pandillas mientras por debajo de la mesa negocian pactos electorales con ellas.

En el caso del FMLN el asunto más grave: el partido de izquierda, en las administraciones de Mauricio Funes y en la de Sánchez Cerén, ha hecho sus tratos con la MS13 y el Barrio 18 desde las zonas más importantes del aparato del Estado: la presidencia, el ministerio de seguridad pública, el ejército, la inteligencia estatal.

Y mientras los políticos negocian, el sistema manda a los policías, mal preparados y sin ningún control que garantice el ejercicio de la ley, a ser carne de cañón. Por eso los muertos con uniforme.

En ese contexto, la PNC ha visto nacer otro grupo criminal específico de escuadrones de exterminio que, según lo ha demostrado Factum, empezaron ya a embarcarse en crímenes que van desde al asesinato hasta las agresiones sexuales y la extorsión.

Pero esto es cuento viejo.

En la década de 2000 las elites políticas, de la mano de oficiales empoderados durante la administración arenera de Antonio Saca, hizo sucumbir a la Policía a los pies de los narcos. Fue, esta, una penetración sistemática, permitida desde los más altos mandos de la PNC y ejecutada sobre todo a través de las divisiones Anti narcotráfico y de Finanzas.

Esa es la historia de los años en que el comisionado Ricardo Menesses era director de la Policía y el comisionado Godofredo Miranda era jefe de la DAN. Los años en que Reynerio Flores Lazo, José Natividad Luna Pereira y otros narcos del oriente del país hicieron suya la Policía hasta que grupos de operadores políticos vinculados a Saca los extorsionaron y, cuando los narcos no pagaron, los metieron presos.

A mediados de los 90, en los albores de la PNC, había ocurrido el primer momento de penetración evidente, cuando a la nueva Policía aún la rodeaba el hálito de esperanza que le confería su confección en los Acuerdos de Paz. Entonces, la corporación era una promesa de renovación, de alejamiento del pasado autoritario y represivo que la Fuerza Armada le había conferido a la Policía de Hacienda, a la Nacional y a la Guardia, antecesoras de la PNC. Pero la promesa se truncó pronto.

Apenas en 1994, con la Policía Nacional aún desplegada en el territorio, la nueva PNC luchaba a brazo partido por imponerse a los intentos de saqueo institucional promovidos por la administración de Alfredo Cristiani, que intentó a toda costa, desoyendo las quejas de la comunidad internacional que apoyaba la transición salvadoreña, imponer al mayor Armando Peña Durán, un cuestionado oficial antinarcóticos, como jefe la nueva Policía.

En aquellos años iniciales los primeros tumores quedaron a la vista muy pronto. Nunca se trató de nuevas enfermedades, sino solo de la extensión de los viejos síntomas que la nueva Policía heredó de sus antecesoras, como la falta de transparencia y control, la subsecuente impunidad y los usos políticos de la institución.

Así, en 1994 y 1995 Hugo Barrera, hombre fuerte de la seguridad pública durante la gestión del presidente arenero Armando Calderón Sol, se hizo de una unidad elite a la medida, a la que llamó “grupo de análisis”, y a la que asesoró el venezolano Víctor Rivera, alias Zacarías, un oscuro operador que nunca dudó en alterar escenas del crimen y obstruir investigaciones para encubrir asesinatos cometidos por policías. Como ahora.

Ese grupo también se hizo con el control de la División de Investigación Criminal (la DIC), heredera directa de la Comisión Investigadora de Hechos Delictivos de la PN, cuya nefasta hoja de vida incluía el encubrimiento de la masacre de la UCA para proteger al alto mando del Ejército. Uno de los últimos mandos de la CIHD, el teniente José Rafael Coreas Orellana, terminó asaltando, uniformado, un banco de la capital; cometiendo delitos bajo el amparo del uniforme y la placa. Como ahora.

En la DIC estaba enquistado un grupo de sicarios, a los que en el bajo mundo salvadoreño se conocía entonces como Asesinos Inc. Detectives en activo que, protegidos por sus jefes, estaban embarcados en el negocio de asesinatos por encargo. El nombre de uno de esos detectives es Carlos Romero Alfaro, alias Zaldaña, a quien entonces protegieron entre otros el abogado Romeo Barahona, quien terminó siendo fiscal general de la república; un fiscal general que protegió a criminales. Como ahora.

Un oficial de la extinta Policía Nacional saluda en un acto de entrega de mando policial a un nuevo agente de la Policía Nacional Civil de El Salvador, en el Parque Central de La Unión, en 1993, a pocos meses de haberse firmado los acuerdos de Paz.
Foto Archivo FACTUM/Francisco CAMPOS.

Uno de los asesinatos en los que “Zaldaña”, miembro prominente de Asesinos Inc., participó fue el del ingeniero Ramón Mauricio García Prieto, acribillado frente a su esposa e hijo pequeño a mediados de 1994. Reproducimos aquí esa historia, la del asesinato de un hombre a manos de un asesino de la PNC, protegido por el sistema, tal como está relatada en el libro “Infiltrados: Crónica de la corrupción en la Policía Nacional Civil”.

Se trata de los mismos tumores, del mismo cáncer que nunca fue extirpado y no para de hacer metástasis en el seno de la Policía que nació con la paz en El Salvador. Nunca han sido enfermedades nuevas. Los de hoy son síntomas de viejos males.

El asesinato del ingeniero Ramón Mauricio García Prieto

Tres y veinte de la tarde del 10 de junio de 1994. Un sicario se quedó en el carro. Los otros dos bajaron cuando su víctima, Ramón Mauricio García Prieto, estacionó el vehículo frente a la casa de unas tías, en San Salvador. Un sicario vestido de negro lo encañonó: “Te vamos a matar, hijueputa”. El joven ingeniero, que llegaba con su esposa y su hijo pequeño, recién había bajado al bebé. Trató de calmar al atacante, al que de inmediato se le unió un cómplice. El hombre de negro mantenía su pistola en la cabeza de García Prieto, el otro sicario apuntó la suya al pecho del bebé. Uno de ellos asestó una patada en los testículos de García Prieto. Como pudo, el joven entregó al niño a su esposa. La mujer gritó, insultó, jaloneó. El hombre de negro disparó en la cabeza y el abdomen a García Prieto. El sicario se quedó ahí, en medio de la gritazón que alertó a algunos testigos, tratando de asegurarse de que el objetivo estaba muerto. Desde el carro, el tercer sicario, un hombre al que le faltaban tres dedos de la mano, observaba todo. El joven ingeniero falleció cinco horas después en un hospital.

Los familiares a los que había ido a visitar llamaron al padre de García Prieto. Cuando Mauricio García Prieto subía el cuerpo de su hijo, baleado y aún con vida, en un pick up para llevarlo al hospital, se le acercó un albañil que trabajaba en una casa de la vecindad. Lo había visto todo. Fue él quien contó que diez minutos antes de la balacera un carro gris, polarizado y sin placas se estacionó en la escena, y que de él se habían bajado dos hombres mientras otro se quedaba en el carro. “Señor, yo vi al que venía manejando; le faltaban los dedos de una mano”, dijo.

La justicia, en este caso, obró lenta. Pasaron siete años hasta que hubo una condena contra dos de los tres hombres que llegaron frente a la casa de las tías de García Prieto. Al tercero, un viejo detective de la CIHD y quien, según un exfiscal que investigó este asesinato , fue el líder de una banda de sicarios que funcionó tanto en la Policía Nacional como en la PNC ‒conocida en el mundo del hampa como Asesinos Inc.‒, las autoridades no pudieron probarle participación porque Ejército y PNC se negaron a dar a tiempo la información necesaria para montar un caso más robusto.

Ese detective se llama Carlos Romero Alfaro, de alias Zaldaña, y está preso por haber participado en otro asesinato un año antes, en 1993, el del excomandante Velis. Este último fue uno de los crímenes que propició la creación, a instancias de la ONU, del llamado Grupo Conjunto.

El informe final que este equipo de trabajo entregó el 28 de julio de 1994, 18 días después del asesinato de García Prieto, reza así: “Las condiciones necesarias para la sobrevivencia de grupos armados ilegales… y estructuras del crimen organizado… se relacionan con la colaboración y/o tolerancia de miembros de algunas instituciones del Estado, que brindan cobertura, garantías de impunidad y hasta apoyo logístico y operacional a esas estructuras ilegales” .

El asesinato de García Prieto y la compleja trama de encubrimiento para proteger a los autores materiales e intelectuales ‒operación que esta vez incluyó a oficiales de alta en la PNC, a detectives que habían entrado gracias al Acuerdo 221 y a dos abogados que luego ocuparían el despacho del fiscal general de la República‒ se convirtieron en otra dolorosa muestra de que el ciclo de impunidad, lejos de cerrarse con el fin de la guerra civil, seguía ensanchándose. El caso García Prieto daría a las conclusiones del Grupo Conjunto calidad de presagio, macabro y certero.

Tres instituciones diferentes, la PDDH, el Instituto de Derechos Humanos de la UCA (IDHUCA) y la Corte Interamericana de Derechos Humanos concluyeron que los asesinos de García Prieto habían sido protegidos por el Estado, sobre todo desde la PNC. “Se tuvo que luchar, incluso, contra el encubrimiento fomentado desde la ahora extinta Policía Nacional, la Policía Nacional Civil y la Fuerza Armada”, dicen investigadores del caso en un libro publicado por la UCA.

Fuentes citadas en investigaciones realizadas poco después del asesinato fuera de instancias estatales mencionan que la familia García Prieto estuvo bajo vigilancia e intimidación desde antes del asesinato . El padre del joven ingeniero notó varias veces que estaba siendo vigilado; una vez incluso llegó a enfrentar al hombre que lo seguía, quien le respondió que él solo cuidaba unas casas. No fueron los únicos hechos extraños que sucedieron antes del asesinato.

“A finales de mayo de 1994, antes del asesinato de Ramón Mauricio, su padre sostuvo una conversación con Roberto Mendoza Jerez. Este último era entonces asesor jurídico de la DIC/PNC. Mendoza le comentó a Mauricio sobre el rumor de que muy pronto se produciría uno o dos asesinatos que conmoverían a la nación” .

Mendoza Jerez, quien hasta un año antes había sido fiscal general de la República, tuvo luego un papel durante las investigaciones del asesinato de García Prieto. El IDHUCA dice que el abogado evitó que la esposa de la víctima declarara inmediatamente después del hecho aunque ella quería hacerlo; además, la presionó, una vez capturados dos sospechosos, a reconocer a uno de ellos como uno de los atacantes, a pesar de que ella sabía que no lo era.

Cuando compareció ante el tribunal, Mendoza Jerez aseguró no haber tenido responsabilidad sobre las investigaciones hasta noviembre de 1994, cuando fue nombrado jefe de la DIC. Esta declaración es contradictoria con las de otros testigos. El jefe de la DIC en el momento del asesinato, José Mauricio Paredes Calderón, declaró que desde “el primer momento Mendoza Jerez le solicitó autorización para darle seguimiento al caso, argumentado ‘ser amigo de la familia’” .

Desde el principio, el caso García Prieto se vio en la DIC. José Luis Preza Rivas, jefe de investigaciones, designó como detectives responsables del caso a Marco Antonio Viana Castillo y Fermín Sánchez López. Sin embargo, las investigaciones no las dirigieron ellos, sino Zaldaña. Este detective, uno de los tres sicarios, era quien recibía al padre de la víctima cuando visitaba la DIC para conocer los avances en el caso.

Uno de esos días, Zaldaña, atento a la ansiedad del padre, le puso su mano derecha sobre el hombro. El padre de García Prieto se fijó en que al detective le faltaban tres dedos. Recordó las palabras del hombre que se le había acercado la tarde del 10 de junio de 1994 en la que tuvo que subir el cuerpo de su hijo a un pick up. “Al que se quedó en el carro le faltaban tres dedos…”. El gesto de asombro del padre obligó a Zaldaña a esconder su mano. “Nunca más este detective se presentó frente al señor García Prieto”.

La identidad de uno de los supuestos autores materiales se conoció el 25 de julio de 1994, cuando los investigadores hicieron constar que una fuente confidencial declaró que José Raúl Argueta Rivas era uno de los asesinos. El IDHUCA, que para entonces daba asesoría legal a los García Prieto, calificó el descubrimiento como súbito, espontáneo y sorprendente.

Durante la guerra, Argueta Rivas era motorista de la Policía Nacional y también fue miembro de la Primera Brigada de Infantería de las FAES e informante de la CIHD ; la DIC lo detuvo el 16 de agosto de 1994.

Apareció luego un segundo nombre, aportado por una fuente confidencial. Es sobre esta persona que Mendoza Jerez presionó a la esposa de García Prieto a hacer un reconocimiento positivo, pero ella se negó.

El 22 de julio de 1996 inició la vista en el Juzgado Quinto de lo Penal de San Salvador. Argueta Rivas declaró que Zaldaña y otro hombre, René Díaz Ortiz, también estaban implicados en el asesinato de García Prieto y en el del excomandante del FMLN. Según el informe del IDHUCA, Argueta Rivas, a la postre condenado a 30 años por el asesinato, dijo que no podía hacerlo “en la DIC, en vista de que ahí se encontraban los que habían dado muerte al señor García Prieto”.

Esta fue la primera etapa del caso García Prieto. Después de una resolución de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, según la cual El Salvador está obligado a procesar al resto de implicados, se inicia una segunda etapa en la cual se descubre, captura y condena al segundo autor material del asesinato.

El 26 de agosto de 1997, Hugo Barrera giró instrucciones para que se investigara de nuevo la muerte de García Prieto. El proceso se centró en el sospechoso al que Argueta Rivas identificó durante su juicio como René Ortiz Díaz. El nombre del segundo acusado es, en realidad, Ismael Ortiz Díaz, un sargento de la Policía Nacional que trabajó en la CIHD, instancia en la que fue compañero de Zaldaña.

El 19 de enero de 1998 la viuda de García Prieto reconoció a Julio Ismael Ortiz Díaz como el segundo autor material del crimen. Al día siguiente, la Fiscalía emitió una orden de captura. Sin embargo, en ese momento Ortiz Díaz estaba detenido por otros delitos por orden del juez de lo penal de San Marcos, quien otorgó medidas sustitutivas y giró una oportuna orden de libertad. Uno de los investigadores que estuvo involucrados en el caso asegura que Ortiz Díaz estaba preso por pertenecer a Los Power Rangers, una banda de robacarros: “Se llamaba Julio Ismael Ortiz Díaz. Consigo las fotos y la testigo lo reconoce. Entonces me voy a redactar la detención. Fue la persona que más me costó capturar. Aún preso. El juez de San Marcos le había decretado medidas sustitutivas solo a él, de toda la banda. Eran demasiadas coincidencias. Entonces montamos un operativo en el penal. Le fui a gritar al juez para que me diera la carta de libertad porque el director del penal de Quezaltepeque no lo quería sacar. Dijo que no. Yo lo fui a arrestar (a Ortiz Díaz). Entonces le dije al jefe de la DICO que a la fuerza lo íbamos a sacar. Cuando el director del penal vio que el Grupo de Reacción Policial se iba a meter al penal, lo soltó. De ahí lo llevamos a bartolinas de la Zacamil. Esto se da en la mañana. En la noche hay un ametrallamiento como con 60 balazos en la calle que va para Mejicanos. Uno de los que fue ametrallado era un testigo del caso. Apareció en un informe de inteligencia del Estado que lo habían mandado a la DIC. Era un sujeto que estaba en una banda y lo matan esa noche con 60 balazos”.

El tribunal correspondiente logró obtener los estados bancarios de Ortiz Díaz y fue entonces cuando se supo que había un depósito en su cuenta de 8,000 colones el día antes del asesinato de García Prieto, y otros desde 3,000, hasta totalizar 14,000 colones, después del asesinato. El exsargento Ortiz Díaz fue declarado culpable por el asesinato de García Prieto el 25 de mayo de 2001.

Zaldaña, el detective sin dedos, nunca fue condenado por este asesinato. Sí guarda prisión por el homicidio del excomandante Velis, gracias al trabajo de la DICO, la división que la ONU creó y supervisó para hacer contrapeso a la DIC, corrupta, penetrada, casa de sicarios por aquellos días. Pero también en ese caso, el policía-asesino estuvo a punto de escapar.

Zaldaña, asesino del excomandante Velis y de García Prieto según testimonios de sus subalternos, estuvo asignado a la CIHD; fue uno de los que llegó hasta la PNC, a la flamante DIC, sin pasar filtro alguno. Dos abogados que investigaron y querellaron en el caso García Prieto, en cortes salvadoreñas y en la Interamericana, leyeron, descubrieron, entrevistaron… llegaron a perfilar a Zaldaña mejor que nadie. El hombre es un asesino a sueldo, protegido durante mucho tiempo por el Estado, tanto antes como después de los Acuerdos de Paz.

“En el grupo número 4 de trabajo, que veía homicidios y secuestros en la DIC, estaba un sargento, Carlos Romero Alfaro, de alias Zaldaña. A este señor se le vincula con la formación de sicarios. Lo leí en un expediente de un informe del homicidio de un empresario de buses de apellido Escamilla. El fiscal que llevó ese caso se tuvo que ir por amenazas”, comenta uno de esos abogados.

La primera vez que el abogado vio a Zaldaña relacionado con un caso de sicariato fue en el intento de asesinato de Escamilla, quien tenía una ruta de bus en Mejicanos y tuvo problemas con otros empresarios de buses en la zona. Escamilla se salvó: la bala destinada a matarlo pegó en una pluma que llevaba en el bolsillo.

En la investigación por el caso Escamilla, “apareció la declaración de alguien que decía que en la PNC se había formado un grupo que se llamaba Asesinos Inc. Tenían contactos en la DIC, eran ex de la Policía Nacional y tenían contactos con altos mandos. Estos cometen esto de Escamilla, y también lo de García Prieto y lo del comandante Velis. Zaldaña aparece mencionado en todos. A mi juicio, él era una especie de gerente y asignaba los casos. A él lo condenaron por el caso de Velis y no por el de García Prieto, pero ahí se dijo que él estaba adentro del carro. Costó que lo condenaran”, comenta un investigador.

En el caso del excomandante Velis, Zaldaña fue quien disparó. En ese caso, tuvo protección de Mendoza Jerez, el exfiscal general, y de Romeo Barahona, el abogado que a la postre se convertiría en fiscal general.

“En ese entonces el asesor legal de la DIC era Romeo Barahona. Cuando a Romero Alfaro (Zaldaña) lo iban a capturar por lo de Velis, le dieron la orden a la DIC. Romero Alfaro se fue a Estados Unidos y un día después salió la orden de captura. El que escondió la orden de captura fue Romeo Barahona, en contubernio del director de la DIC, Roberto Mendoza Jerez. Esto se supo por un informe de la PDDH”, asegura uno de los abogados. Fue hasta que es capturado y luego extraditado a El Salvador que pudo ser procesado por el homicidio del excomandante Velis.

“Hay sicariato y encubrimiento. No es que de manera estructural o institucional, pero sí había sicariato. Había policías junto con otros que no eran policías y personas con alto mando que obviaron, que omitieron actuar. La ventaja de ellos (el grupo de sicarios) es que ellos controlaban la investigación”. Las palabras de uno de los investigadores que perfiló a Zaldaña refuerzan todo lo que ya habían dicho los policías extranjeros que asesoraron a la ONU, que reconocieron en la DIC una amenaza y por eso intentaron dar vida a una estructura diferente, con policías que no tuviesen en su agenda cobrar por asesinar.

Sin la DICO, esa alternativa, que duró un año gracias al empuje de los extranjeros y de algunos mandos locales y que murió, al decir de la ONU, por “falta de apoyo político”, Zaldaña jamás hubiese regresado a El Salvador: fue la DICO, con apoyo de otros cuerpos policiales, la que lo ubicó en Houston e hizo gran parte del lobby para subirlo en un avión y esposarlo apenas descendió del avión en el Aeropuerto Internacional de El Salvador.

“En los caso Velis, García Prieto… los resultados de las investigaciones apuntaban a la responsabilidad de miembros de la CIHD/DIC, no solo en el encubrimiento, sino en la ejecución de los crímenes… No debe llamar por ello tanto la atención que las autoridades de la DIC se hubieran opuesto tanto a la creación de la DICO… Todas estas investigaciones demostraban que los miembros de la CIHD/DIC se dedicaban activamente al delito… Cuando alguien necesitaba cobrarse una revancha o una deuda, amenazar o simplemente deshacerse de alguien, recurría a personal de esta unidad”, escribió Gino Costa en un capítulo de su libro sobre la PNC. Y concluye: “La corta historia de la DICO demostró que es posible desbaratar las redes del crimen organizado si hay determinación para hacerlo… Ni la Administración Cristiani ni su sucesora tuvieron tal voluntad”.

En el caso García Prieto, a todo lo que costó a los querellantes condenar a dos de los autores materiales y a la imposibilidad de procesar al jefe de los sicarios, se sumó otra serie de obstáculos para llegar a los autores intelectuales. Eso a pesar de que la Corte Interamericana de Derechos Humanos concluyó en 2007 que el Estado debía “concluir” las investigaciones pendientes. “En la investigación de la autoría intelectual hubo grandes obstáculos desde el comienzo”, dice un querellante en el caso.

Después de las condenas, la familia aseguró que el asesinato de García Prieto estaba relacionado con la compraventa de un terreno que el padre de la víctima realizó en diciembre de 1987 con Roberto Hernán Puente. Los García Prieto hicieron un documento de promesa de venta si Hernán Puente cumplía ciertas condiciones, entre ellas obtener un préstamo y pagar la hipoteca del terreno. Las condiciones no se cumplieron.

Cuando los García Prieto intentaron retomar posesión del inmueble, se dieron cuenta de que Hernán Puente estaba asociado con su concuño: Mauricio Ernesto Vargas, un influyente general del Ejército, firmante de los Acuerdos de Paz y entonces analista político con amplia presencia en los medios de comunicación.
Mauricio Vargas y Hernán Puente se reunieron con los García Prieto para intentar solucionar el problema. Luego empezaron los seguimientos. Después, la tarde del 10 de junio de 1994. La muerte de Ramón Mauricio.