Trump, año de mierda

Con Trump ha llegado a la cúspide del poder la versión más fea de los Estados Unidos, la que se suponía enterrada tras el paso por estas tierras de hombres y mujeres como Abraham Lincoln, Rosa Parks o Martin Luther King Jr. Hoy, desde las riberas del río Potomac la narrativa oficial proclama que hay seres humanos, ciudadanos estadounidenses, con menos derechos por ser más morenos y porque sus ancestros nacieron en países pobres como El Salvador. El próximo sábado 20 de enero Trump cumple un año en la Casa Blanca.

Foto FACTUM/Salvador Meléndez


“Somos gente buena que solo queremos seguir”,
Karla Alvarado, tepesiana salvadoreña.

Washington. Es martes, 26 de diciembre de 2017, en el monumento a Abraham Lincoln, el 16º presidente de los Estados Unidos. Veo a los dos tipos, cheles, muy cheles, de reojo. Se parecen mucho. Los dos visten gorras de béisbol rojas con letras blancas bordadas en las que se lee “Make America Great Again” (“Hacer América grande otra vez”), el principal slogan utilizado por Donald Trump durante su campaña presidencial. El más pequeño de los dos no pasará de 20 años: sonrisa torcida en la cara llena de granos de adolescencia tardía, mira hacia abajo con la cabeza ladeada. El mayor camina en línea recta sin inmutarse ante las decenas de personas que, urgidos por una selfie con Lincoln de fondo, se le atraviesan; este chele, más grande, mira de frente, con desdén.

Foto de Gage Skidmore, tomada de Flickr, con licencia Creative Commons.

Paso a milímetros del mayor, apurado por el paso de mi hija pequeña. De reojo atisbo la gorra roja. Y, como me había ocurrido en enero de 2017, siento repulsión. Alzo la mirada para cruzarla de frente con el chele. El tipo sigue de largo sin ceder el paso a nadie. Se siente, quise intuir, dueño del lugar.

Juzgo, obvio, desde el prejuicio. Desde la preconcepción: quien ensalza a Donald Trump o a sus slogans no es más que un racista de alguna calaña. Luego recuerdo las letras del periodista argentino Diego Fonseca, escritas poco después de la elección del magnate: “Las elecciones me habían enjaulado el ánimo y no podía considerar mi regreso a Estados Unidos como algo normal. Al cabo, volvía por primera vez desde que la mitad de los votantes resolvieran soltar a The Kraken dándole la presidencia a Donald Trump. Así que ahora miraba a mis compañeros de viaje con una ansiedad silenciosa, para juzgarlos, sin conocerlos más que por un golpe de vista, tratando de dimensionar qué lugar ocupaban en las dos veredas en que ha quedado dividido Estados Unidos…”

Mi sensación esa tarde en al monumento a Lincoln me queda ahora clara a la luz de esas palabras. Yo, como la mayoría de quienes en este país hablamos español, somos parte de la otra mitad. No soy ciudadano, ni residente, he vivido aquí la mayor parte de los últimos nueve años con una visa académica que me ha permito sacar un número de seguro social, abrir una cuenta de ahorros y, a diferencia de muchos, no temer a la deportación. No voto. Sí pago impuestos. Mi hija menor nació aquí.

Al final, sin embargo, poco de todo eso importa: en estos Estados Unidos la división es hoy más clara. Hoy, aquí, Donald Trump y su retórica han reforzado la idea de que hay ciudadanos de primera clase y otros de clases inferiores, entre ellos los latinos a los que esta administración y su presidente suelen identificar con grupos criminales. Los bad hombres y mujeres. Los desechos.

Pienso en todo esto a la luz de eso que está escrito en el muro sur del monumento a Lincoln, que son las palabras pronunciadas por Abraham en Gettysburg, Pennsylvania, ante las tumbas de miles de soldados caídos en defensa de la Unión que promovía la abolición de la esclavitud: “…Nuestros padres trajeron a este continente una nueva nación, concebida en libertad, y dedicada a la proposición de que todos los hombres son creados iguales”.

Esa idea de los Estados Unidos de América parece hoy más lejana.

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Nueva York. Miércoles 20 de diciembre de 2017. El viento frío azota sobre la cubierta del ferry que nos lleva desde el Battery Park de Manhattan hasta la estatua de la libertad y la isla Ellis, por donde entraron a Estados Unidos cientos de miles de migrantes -sobre todo europeos- durante la última década del siglo XIX y las primeras cinco del siglo XX. Las vistas de Nueva York son impresionantes. Impactantes son también las letras de la poetisa Emma Lazarus escritas al pie de la estatua que veían los extranjeros recién llegados:

“Give me your tired, your poor,
Your huddled masses yearning to breathe free,
The wretched refuse of your teeming shore.
Send these, the homeless, tempest-tost to me,

“Dadme tus cansados, tus pobres,
Tus masas amontonadas gimiendo por respirar libres,
Los despreciados de tus congestionadas costas.
Enviadme a estos, los desposeidos, basura de la tempestad.

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Washington. 26 de diciembre de 2017. Camino de nuevo frente al monumento a los caídos en Vietnam, a unos 200 metros del monumento a Lincoln. En las paredes están los nombres de los cerca de 58,000 estadounidenses que murieron en el país surasiático. El 5.5% del total, según cifras del Pentágono, eran de origen hispano, aunque este grupo étnico en los 70 representaba solo al 2.2% de la población. Esta vez me detengo en los apellidos hispanos: Garza, Rodríguez, Valenzuela. Y pienso otra vez que este país no ha tenido reparos en cebar las guerras diseñadas por sus élites con las sangres de sus minorías. (En un documental sobre la guerra de Vietman estrenado el año pasado, el cineasta Ken Burns es el último en hacer énfasis sobre la desproporción en el reclutamiento de minorías para esa guerra).

Decir que los Estados Unidos de América no existiesen tal como son ahora sin el aporte de los millones de migrantes que llegaron a sus costas desde hace más de 400 años es un lugar común, en esencia porque es una verdad tan grande, tan aparatosa y visible como la estatua de la libertad o cualquiera de los monumentos que salpican el centro de Washington.  En el que fuera el principal puerto de entrada marítimo a la Unión, en el corazón político del país y sus alrededores o en los centenares de barrios de migrantes en Manhattan, Brooklyn o Queens, esa verdad se hace evidente en las historias de decenas de miles de recién llegados, buena parte de origen centroamericano, que viven en los suburbios y trabajan sirviendo las mesas de otros con más dinero, cocinando sus almuerzos y cenas, limpiando sus baños y casas, construyendo sus edificios, paleando su nieve en invierno, recogiendo las hojas de sus árboles en otoño o cuidando a sus hijos.

Pero hoy Washington, y buena parte de Nueva York y de los Estados Unidos, son hostiles a los migrantes. Estos lugares no son de los migrantes; es solo que ellos trabajan aquí. Washington es de las élites políticas y económicas del país, que hoy tienen por comandante en jefe de su poderío militar al magnate que hizo de la retórica antiinmigrante esencia de su plataforma de gobierno.

Foto FACTUM/Gage Skidmore, tomada de Flickr, con licencia Creative Commons.

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20 de enero de 2016. Explanada del Capitolio, Washington, DC. Trump ha jurado como el presidente número 45 de los Estados Unidos. Desde entonces, la retórica se ha convertido ya en política pública e, igual de grave, en una actitud de desdén de la principal base electoral del trumpismo -los blancos empobrecidos o de clase media baja y con poca educación- hacia los extranjeros. He visto muestras de ese desdén por todos lados.

No es que ese desdén no estuviese presente antes de Trump. Existía, pero no de forma tan abierta; por una razón: el ascenso del racismo y la xenofobia al máximo despacho del poder en los Estados Unidos, así como las políticas públicas que los sustentan, no habían sido tan evidentes en las últimas décadas, o al menos desde que los ciclos masivos de migraciones centroamericanas iniciaron en los años 80, empujadas en buena medida por la política exterior estadounidense.

Había racismo antes, mucho, pero nunca los racistas se habían sentido tan empoderados –“entitled” es la palabra que más se ajusta en inglés-, tan autorizados para dar rienda suelta a su desprecio por las minorías de piel oscura.

El apoyo tácito o explícito del presidente a los neonazis que causaron disturbios en Charlottesville, Virginia, en los que una joven resultó muerta. La exigencia de la administración a las policías locales de que persigan a los indocumentados. La directriz inequívoca a la Dirección de Migración y Aduanas (ICE, en inglés) de que arreste y envíe a proceso de deportación a cualquier indocumentado con el que se tope en sus redadas aunque esas personas no representen riesgo para la comunidad. Las obsesiones racistas del 45º presidente convertidas en políticas públicas.

Un editorialista del Washington Post lo explica así: “Trump es al final un intérprete con fijaciones más que un político, y su primer objetivo es monopolizar la atención pública… pero esta descripción probablemente subestima su devoción a hacer dinero, así como su racismo y su nativismo, los cuales lo han acompañado por décadas”.

Lo que se desprende de esa cita, y de la cosmovisión que arropa las decisiones migratorias de Trump y su administración, es alarmante. No es que el presidente haya adoptado el desprecio racial para satisfacer a un grupo de votantes radicales que habían estado más o menos dormidos en elecciones anteriores, es que el presidente de los Estados Unidos ES racista. El racismo es parte de su ADN.

También antes hubo maltratos al migrante. Barack Obama, el mismo presidente que firmó DACA, la provisión legal que ha evitado la deportación legal de unos 800,000 jóvenes indocumentados, deportó más latinos que ningún otro mandatario hasta ahora. La política migratoria estadounidense lleva décadas siendo inhumana, sobre todo porque no suele tomar en cuenta que, como ocurrió con el colonialismo europeo, las migraciones latinoamericanas modernas hacia el norte también han estado relacionadas con los desmanes, guerras y dictaduras que Washington, nuestra muy particular metrópolis política, ha aupado en el continente.

Algunas cifras confirman que la meta de la administración Trump es deportar también a la mayor cantidad de personas posible, y que la agresividad con que esta administración utilizará sus herramientas para hacerlo es mayor. Un ejemplo: durante el año fiscal 2017, el primero de Trump, hubo 61,094 deportaciones de personas arrestadas en el interior del país por ICE, poco más de 16,000 que las registradas en 2016, el último año de la administración Obama.

Niño en centro de procesamiento para indocumentados detenidos en el punto fronterizo de Brownsville, Texas. Foto de AP Photo/Eric Gay, pool.

En general, el número de deportaciones bajó en 2017. El año pasado, las repatriaciones de personas capturadas por ICE sumadas a las de los capturados por la Patrulla Fronteriza u otras agencias sumaron 226,119; en 2016 hubo 240,255. La disminución puede deberse en parte a que menos personas llegaron a la frontera sur hasta septiembre de 2017, que es cuando termina el año fiscal. Sin embargo, un reporte de la Associated Press da cuenta de que los números de arrestos y repatriaciones desde los puntos fronterizos habían vuelto a subir en el último trimestre del año pasado.

Lo cierto es que ni en los tiempos de Obama, ni en los de Bush hijo o padre o en los de Clinton, ni siquiera en los de Reagan, el desprecio, el racismo, había sido un argumento explícito de política pública. Y cuando un racista ocupa la oficina política más importante del mundo, su parlante es estridente. Por eso el empoderamiento, el entitlement.

Obama dijo hace poco en un programa de entrevistas, el primero al que asiste desde que dejó la presidencia en 2017: “La habilidad de dirigir un país tiene que ver en parte con la formación de actitudes”. El mismo día, el periodista John Cassidy escribió en The New Yorker: “No podemos seguir evadiendo ni endulzando esta verdad que es obvia: tenemos a un racista en el Salón Oval (como se conoce al despacho del presidente de los Estados Unidos). La actitud que Trump está formando tiene, entonces, que ver con su cosmovisión racista del mundo.

Esa actitud me quedó clara muy pronto tras la elección de noviembre de 2016. Pocas semanas después de los comicios que dejaron a Trump en la Casa Blanca, mientras esperaba cerca de mi casa en el condado de Montgomery, en Maryland, el bus escolar que lleva a mis hijas a la escuela pública, comentaba con Chris, mi vecino, los pormenores de la circular que la escuela nos había enviado a los padres de familia el día anterior. En la carta la directora nos explicaba que alguien, un niño al parecer, había escrito insultos raciales en el baño:

“Maten, maten a los negros”.

Chris, quien es afroamericano, fue a las reuniones convocadas por la escuela para hablar del tema. No dejaba de estar preocupado y me lo explicaba más o menos así: “Lo que me asusta no es lo que escribieron, sino pensar que lo más probable es que lo haya escrito un niño de tercer grado… Escuchó algo así en su casa…” No solo eso, convenimos con Chris, también nos aterrorizaba pensar que ese niño o niña pueda haber pensado que no pasaría nada si escribía eso en el baño de su escuela, poblada por niños de múltiples razas y orígenes.

El condado de Montgomery es uno de los lugares más diversos de los Estados Unidos, hogar de ciudadanos y residentes de orígenes centroamericanos, etíopes, hindis, afganos, somalíes, irlandeses, alemanes, coreanos, japoneses… El racismo no campea aquí, pero se asoma. Un funcionario del gobierno local, refiriéndose al departamento municipal de policía, me lo explica diciendo que, en general, Montgomery no tiene una policía racista a pesar de que la mayoría de sus agentes son blancos, pero el riesgo de que alguno de esos policías saque instintos discriminatorios contra las minorías a las que sirve es hoy más fuerte.

En julio de 2017, el comisionado Thomas Manger, jefe de la Policía de Montgomery, fue al senado federal para hablar en una audiencia de la MS-13, la violenta pandilla de orígenes centroamericanos que ha vuelto a los titulares tras provocar múltiples homicidios violentos en la costa este desde 2015. Ron Johnson, senador republicano de Wisconsin, fue uno de los altoparlantes del trumpismo en aquella audiencia al insistir que los menores centroamericanos indocumentados llegados a Estados Unidos desde 2014 están directamente relacionados con buena parte de los crímenes cometidos por la pandilla. Johnson y otros también insinuaron que la falta de colaboración entre policías locales, como la que dirige Manger, y ICE contribuye al crecimiento de la pandilla.

Manger opina otra cosa, y así lo dejó ver en la audiencia senatorial al contestar preguntas de Kamala Harris, una abogada que es senadora demócrata por California. En una nota publicada en mayo de 2017 me refería a ese intercambio:

“¿Está de acuerdo en que las políticas de ICE han tenido un efecto devastador en la confianza que necesitamos de la comunidad para arrestar a alguien malo, procesarlo y condenarlo en una corte… con pruebas sólidas?”, pregunta la senadora.

“Lo creo”, responde sin aspavientos el comisionado haciéndose eco de una opinión común entre fuerza policiales en la costa este de los Estados Unidos y que ha estado a la base de los programas antipandillas más exitosos en California, Maryland, Massachusetts o Nueva York: si las policías locales se alinean con la agencia federal cuyo objetivo último es deportar indocumentados la comunidad nunca colaborará para proveer inteligencia o denunciar crímenes.

A la visión de funcionarios como Manger, la administración Trump respondió con la amenaza de eliminar los fondos federales otorgados a estados y condados que insistan en no colaborar con ICE. Otra política pública del trumpismo desplegada en 2017.

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Filadelfia. Es miércoles, 10 de enero de 2018. Karla Alvarado, de Soyapango, no suele mencionar el nombre del presidente de los Estados Unidos. “Ese hombre”, le dice con el muy salvadoreño estilo de enfatizar el pronombre para darle un tinte despectivo a la frase. Karla tiene 30 años y vive en Estados Unidos desde que tenía 9. Ella, su madre y su hermano han vivido amparados al Estatus de Protección Temporal (TPS, en inglés) desde 2001. Dos días antes de nuestras primeras pláticas en cafeterías del centro de la ciudad, el 8 de enero, el DHS de Trump había cancelado ya el TPS.

Karla es enfermera en una de las compañías privadas de asistencia sanitaria más grandes de la ciudad. Es supervisora de decenas de enfermeras. Es responsable última de la salud de 55 pacientes con enfermedades graves o crónicas que requieren cuidados intensivos, generalmente en sus casas.

Cuando Karla comentó en su trabajo el año pasado que tendría que irse si Donald Trump no renovaba el TPS nadie le creyó. Casi ninguno de sus colegas entendía cómo una profesional que ha vivido toda su vida en la ciudad, que es apreciada por jefes y pacientes, se verá orillada a irse. Karla lleva ya un rato preocupada, por ella, por su mamá, por varios de sus amigos: “Somos gente buena que solo queremos seguir”, reclama. Gente buena.

Karla Alvarado es una de los cerca de 190,000 salvadoreños que podrían quedarse sin protección alguna el 9 de septiembre de 2019, cuando el TPS termine. Una en la lista de víctimas de las guerras migratorias emprendidas por el comandante en jefe y sus generales, en la que la mayoría de los afectados son gente como ella, la enfermera querida por los pacientes de Filadelfia.

Karla no es criminal. Karla paga impuestos. Karla atiende a 55 ciudadanos estadounidenses que necesitan cuidados especiales; en muchos casos sus vidas dependen de ella. Karla tiene una casa. Karla es gente buena.

Luego están los jóvenes que vinieron siendo muy pequeños junto a sus padres indocumentados, quienes como Karla hablan mejor el inglés que el español. Estos son los dreamers y a ellos la administración de Barack Obama los había protegido a través de un decreto ejecutivo conocido como DACA, que entre otras cosas impedía su deportación, les daba permisos de trabajo y la capacidad de acceder a créditos para pagar sus estudios superiores. El 5 de septiembre de 2017, Jeff Sessions, racista primigenio del trumpismo y fiscal general del país, anunció el fin de DACA.

DACA. TPS. El asunto no para ahí. El siguiente gran objetivo es modificar las leyes que permiten a los ciudadanos pedir a sus parientes en primer grado de afinidad y consanguineidad en proceso de reunificación familiar. Los republicanos más afines a Trump, los más racistas, lo llaman “migración en cadena” y dicen que son formas legales de amnistía para “ilegales”, como siguen refiriéndose a los indocumentados.

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Columbia Heights, Washington, DC. 8 de noviembre de 2016. En realidad, fue el estado de Virginia el que empezó a matar las sonrisas del grupo, una mezcla de profesionales estadounidenses y latinoamericanos que se han juntado en un bar de este barrio del Distrito de Columbia a esperar los resultados de la elección presidencial.

Los números de Virginia, el estado conservador vecino de la capital, indican que Hillary Clinton ha ganado, por muy poco. Debería de ser motivo de alegría para los comensales, anti-Trump todos, pero no: el margen es muy estrecho, cuando las proyecciones lo suponían mayor. Luego Pennsylvania cae a favor del republicano y la noche se termina de apagar. De ahí todo es en bajada: Donald J. termina ganando.

El próximo sábado, se cumple un año desde que Donald Trump juró como el presidente número 45 de los Estados Unidos. Aquel día, el 20 de enero de 2017, caminé cerca de la avenida Pennsylvania, que une la Casa Blanca con el Capitolio y por donde pasa la caravana que lleva al nuevo mandatario a dar su discurso inaugural. Era una mañana fría, de invierno cerrado, como los presagios del año que seguiría. En el metro capitalino escuché a Ken, un ciudadano angloamericano, la frase que recuerdo cada vez que escuchó la penúltima sandez de Trump: “Va a ser un día muy frío en DC”. Y un año. ¿Cuatro? ¿Ocho?

Frente a las escalinatas del Capitolio, en su discurso inaugural, Trump dijo, refiriéndose a los votantes que lo habían llevado al poder: “Al centro de este movimiento está una convicción crucial, de que esta nación existe para servir a sus ciudadanos. Los americanos quieren buenas escuelas para sus niños, barrios seguros para sus familias y buenos trabajos para ellos. No son más que demandas razonables de gente correcta, de un público correcto”.

Luego explicó a quién se refería al hablar de gente, de ciudadanos: “De ahora en adelante, una nueva visión gobernará nuestra tierra. De ahora en Adelante, será solo América primero, América primero.” Una frase después: “Cada decisión en comercio, en impuestos, en migración, en política exterior, será para beneficiar a los trabajadores americanos y a sus familias. Debemos proteger nuestras fronteras de los estragos de otros países que hacen nuestros productos, robando nuestras empresas y destruyendo nuestros trabajos… Seguiremos dos reglas simples: compraremos (productos) americanos y contrataremos (trabajadores) americanos”. Sus americanos, se entiende, no hablan español.

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Jueves 11 de enero de 2018. Washington, DC. La prensa estadounidense atribuye a fuentes que no nombra el penúltimo comentario racista del presidente Trump. En una reunión con miembros de su gabinete, senadores y representantes en la que se discutían temas migratorios, el mandatario tildó de “hoyos de mierda” a países como El Salvador, Haití y otros africanos. Ni Trump ni la Casa Blanca se desmarcaron de forma inequívoca del comentario durante las primeras 24 horas, lo que hizo a los gobiernos de los países afectados y a organismos internacionales condenar oficialmente al presidente de los Estados Unidos. Luego, Trump y algunos de su círculo han intentado desmarcarse, con timidez.

Que Trump haya usado la palabra, mierda, para referirse a los países y, sobre todo, a sus ciudadanos, es sin duda otra medalla en su solapa de racista-en-jefe. Su referencia vulgar es preocupante, sí, porque habla de nuevo del desprecio a los migrantes de esos lugares y a sus descendientes, muchos de ellos ciudadanos estadounidenses.

Es cierto también que El Salvador, uno de los países nombrados, no es un paraíso. Para muchos de sus connacionales, de hecho, sigue siendo un infierno de violencia y desigualdad económica. Centenares de ellos siguen huyendo de ahí con rumbo norte. Los espera, hoy, un presidente cuya administración de verdad parece creer que quienes llegan son desechos que no merecen estar aquí. Ese es Trump; esa su forma de entender el mundo.

Pasó un año ya desde que Trump asumió como líder de esta potencia militar, cuya sombra sigue extendiéndose sobre los más pequeños y pobres del continente. Un año de mierda para buena parte de los salvadoreños y de las minorías que pueblan los Estados Unidos.

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