Un beso a vos, madre, que estás tan lejos

Mi madre lleva viviendo en New York 27 años, cuando yo tenía solo 6 años su vida y la mía cambiaron para siempre.

Una mañana de octubre me dijo que no me pusiera el uniforme del colegio, ese día íbamos a escapar de la casa de mi padre, él había salido la noche anterior y como muchas veces llegó borracho, con mi madre habíamos pasado la madrugada escondidas para evitar su violencia. Recuerdo de mi padre sus borracheras, insultos,  pistolas,  los dados de juego de azar y a las  prostitutas que se robaron un par de botas mías sin estrenar. También que, cuando estaba de buenas, dejaba que me subiera en sus hombros para jugar.

Vivíamos en San Miguel y fue en complicidad con mi abuelo que huimos aquella mañana, cargamos un camión, vendimos con los vecinos lo que pudimos y en pocas horas íbamos camino a San Salvador, a la casa de mi tía con quien más tarde viviría por muchos años. Recuerdo con ilusión aquel viaje, estaba feliz con la idea de vivir solas las dos.

Esta ilusión se rompió cuando dos meses después, en plena navidad, mi madre se fue a Estados Unidos. Yo no fui a despedirla, me acuerdo que me trataron de distraer comprándome una muñeca. Fue la primera vez que sentí un dolor en todo el cuerpo, me sentía engañada. ¿Qué niña quiere una muñeca en lugar de su madre? Pasaron cuatro años para que nos volviéramos a abrazar en un aeropuerto.

Desde pequeñita se me exigió  entender el mundo como una adulta, yo misma creo que aquel día, de golpe, me tocó entenderlo de forma muy distinta, crecí con el discurso de que mi madre hacía todo aquello por mí, esto me generó mucha culpa con los años. Ella me había dicho que se iría por un año y que luego estaríamos juntas de nuevo.

Esto no fue posible, yo no tenía permisos de salir del país, y mi tía se inventó lo que pudo para hacerme pasar por su hija y hacerme de un nuevo apellido. Así viajé muchas veces, me hacían ensayar mi nuevo nombre, yo iba siempre según la documentación a ver a mi tía y no a  mi madre. En mi mundo pequeñito, yo entonces sentía que tenía que fingir y que al ver a mi madre no podía sentirme tan emocionada, porque al final todo el mundo debía creer que era mi tía; sin embargo, el corazón me latía tanto que tenía miedo que se me notara por encima del vestido; al llegar, desde lejos podía verla buscándome con la mirada y cuando nos encontrábamos, correr hacia a mí, hasta abrazarnos y llorar juntas de pura emoción de alegría y tristeza.  Esto ha sido así siempre, en el mismo lugar, en un aeropuerto de New York. Los abrazos de bienvenida y despedida no han cambiado nada.

Después de esto, no volví a vivir con mi madre sino hasta que cumplí 23 años, mi reclamo desde pequeña fue por qué no me llevó con ella cuando pudo. La distancia nos pasó una factura muy dura, la distancia también me separó de lo que sentía por ella, ella lo sufrió mucho y yo llegué a odiarme y a sentir que era muy mala. No hablaré de las veces que me peleé con el mundo por esto, las veces que he hablado con los psicólogos y las muchas veces que me he escrito tratando de entender aquella niña y adolescente que fui.  Aquellos par de años juntas luego de tanto tiempo de no ser madre e hija fueron terribles. Llegué a pensar que hay cosas que se pierden para siempre y que esa relación de madre e hija era imposible de construir siendo  tan distintas y extrañas.

El tiempo es lento muchas veces, y hay cosas que no dejan de doler nunca.

He estado de visita en el pequeño piso de mi madre los últimos 2 meses, justo 10 años después de aquel intento fallido por recuperarnos. Ha sido una experiencia muy convulsa por muchas cosas íntimas por las que he pasado últimamente. En general, creo que los viajes son siempre para mí una oportunidad honesta de verme al espejo con lo que me gusta y no.

Cuando viajé, lo hice con un objetivo administrativo de hacer la renovación de mi tarjeta de residencia. Pese a que tenía la posibilidad de irme a otro estado y trabajar para mientras, estar con mi madre me convenció de hacerlo desde New York y esperar.  Un segundo intento. Me prometí dar lo mejor de mí. Hacernos amigas por lo menos.

Muy pocos veces se habla de las mujeres que migran, de las pérdidas emocionales que genera la distancia. De las cosas que se pierden. Siempre hablamos de lo que se gana, la educación de los hijos, las casas que se logran comprar, los juguetes para los niños y las medicinas para los padres, pero lo que se pierde se lleva dentro y duele de forma silenciosa y permanente. También mata las relaciones, las emociones, los sentimientos.

Hace unos años hice un documental de mujeres migrantes en Honduras, República Dominicana y Panamá. Al conversar con ellas me di cuenta de que, como mi madre, la mayoría se iban por sus hijos, huían de la violencia de sus compañeros de vida, eran madres solteras que además sostenían a otros familiares como padres, hermanos, etc.

Hay una frase que se me quedó clavada en la memoria cuando entrevisté a Sor Valdete, en el centro de atención al migrante en Honduras, ella se refería a las mujeres migrantes como: “Mujeres Santas, mujeres dedicadas a la vida, mujeres que no se van por ellas sino por los que están detrás de ellas, los hijos y los padres”.

Mi madre vive lejos de la ciudad, en un barrio que tiene un tejido social muy complejo, en la calle principal se ve toda suerte de negocios, entre peluquerías, Delis (tiendas de abarrotes), escuelas de idiomas, farmacias, restaurantes, bancos, etc.

Es fácil por las tardes o muy temprano por las mañana ver a hispanos caminando solos de un sitio a otro. Sin embargo, tras estas calles hay una realidad muy distinta, hay calles llenas de árboles y hermosas casas sacadas de revista, con patios y flores. Ahí no viven los hispanos, ahí van a trabajar algunos nada más, la mayoría son mujeres salvadoreñas.

Hace poco me he encontrado con una amiga de muchos años: se llama Susana. Susana lleva 15 años de vivir en esta ciudad. Nos tomamos algo a la salida de su trabajo y conversamos de la vida un poco. Hace muchos años nos conocimos en la Escuela de idiomas en las que las dos trabajamos juntas.

Tenía la intención de plantearle que participara en un documental de Marcela Zamora, documentalista de El Salvador, un proyecto de madres migrantes. Esto nos llevó a explorar estas cosas que no se dicen muchos sobre la vida. Me contó cómo desde que cumplió 14 años se volvió madre, que no ha sido fácil, que con mucho esfuerzo ha educado a sus hijos, que hace muchos años que no celebra nada, ni navidad, ni año nuevo, ni día de los madres, y lo único que le alegra son los cambios de estación; ver cómo los árboles se ponen amarillos, naranjas, luego botan las hojas y el invierno viene con su frío, congela sus ramas haciéndoles parecer como figuras de cristal y  luego más frío y  con ellos una soledad más intensa.

Me dijo lo muy sola que se sentía y que pese a que en la vida ha superado muchas cosas, se da cuenta de que hay otras que siempre le harán llorar. Recuerda así el día que escuchó por primera vez los latidos de su hijo y supo que estaría con él toda la vida, la veces que ha querido volver sin más, los amores de juventud, la nostalgia. Mientras me cuenta estas cosas se esfuerza para no llorar. Casi nunca come con nadie. Casi nunca habla con nadie.

Ese día compartimos una pizza al lado de la ventana de aquel viejo restaurante de una avenida. Aquella conversación tan sentida, pese a ser muy íntima, también es la historia de mi madre y de muchas otras madres.

La soledad hace en la gente una coraza muy dura también, lo he visto en mi madre. Este viaje me planteé no discutirle nada y volverme a mis 34 años una perfecta hija de dominio total: si me tengo que dormir a alguna hora, pues lo hago; si no debo de dejar la ventana abierta pues la cierro; si tengo ir a un sitio, comer algo, lavarme los dientes, etc. Mi madre me dejó cuando yo tenía apenas 6 años, estoy segura de que ella cree que sigo exactamente igual de pequeña, inmadura, indefensa  e ingenua. Sin embargo, todo tiene su límite y yo tengo mis propios demonios también.

Este día, sábado, lo ha tenido libre, así que decidí invitarla a almorzar. 40 días de amor y paz. Regresamos a casa, yo me quedé trabajando en una película que tengo más de dos años de estar haciendo y ella se fue a caminar. Llego la noche y me preguntó si quería que fuéramos a cenar.

Le dije que se me apetecía una bandeja paisa (un plato típico de Colombia, carne, frijoles, arroz, arepa, etc). Son muy grandes y por lo general una bandeja basta para dos personas.

Llegamos al restaurante y pedimos la bandeja para compartir. Comenzamos a hablar del pesado trabajo que ella hace y yo le dije que intentará buscar algo más. Mi madre está muy en contra de los cambios, en su último trabajo estuvo 25 años hasta que la despidieron. Si no, seguiría ahí. Yo en cambio me resisto a no cambiar. Somos la verdad muy distintas las dos.

Mi madre comenzó como suelen hacer los padres a hacer una evaluación de mi vida, de mis finanzas, de mi matrimonio, de mi forma de vivir, de mis proyectos inconclusos, mis perros, etc. Entre todo esto dijo algo que me molestó mucho, así la armonía y la paz sostenida en 40 días se rompió. No logré quedarme callada y le pedí que no se metiera en mi temas personales, sobretodo porque ella no los conoce y no los puede ver ni entender.

Estábamos sentadas en una mesa pequeña, una frente a otra, comenzamos a alzar la voz y hubo un momento en el que ya no dije nada más. Evité verla directamente a los ojos como hago cuando estoy muy molesta. Me quedé viendo un partido de fútbol que proyectaba un televisor  en una esquina del pequeño recinto. Al poco tiempo llegó la bandeja de comida. Los frijoles, el plátano maduro, la carne asada, las arepas, el arroz blanco, aguacate, arepas. Una enorme bandeja para dos.

Mi madre, como si no hubiera pasado nada, se sirvió la comida y comenzó a comer. Yo no probé bocado, sonaba una salsa de desamor y pensé en ella, en lo mucho que la han herido en la vida y en los miedos y fantasmas que nunca la van a despojar, como pensar que todos los hombres son malos y egoístas, que nadie ha valorado nunca lo que ha hecho, que nunca la he querido lo suficiente.

Cuando se sirvió por segunda vez en su plato, me preguntó si yo no comería. Con un gesto le dije que no. Mientras ella comía yo me vi el partido sin verlo. No supe siquiera quién contra quién jugaba.

¿Todo está bien?, preguntó la mesera. Interrumpiendo aquel silencio pesado.

En ese momento recordé algo que me han dicho muchas mujeres que por circunstancias de la vida les ha tocado vivir solas: que se vuelven duras, dejan de confiar en la gente, se deben de proteger mucho más a sí mismas y todas me han dicho que ya no podrían volver a vivir con nadie porque han olvidado cómo socializar también. Se suelen pelear con los vecinos, los amigos, la familia. La soledad se vuelve algo muy doloroso y pesado. La soledad te aísla y te corrompe algo en el alma también, pasas del dolor a la rudeza.

Mi madre pidió la cuenta y una caja para poner media bandeja intacta. Me levanté para esperarla afuera. No podía seguir más en aquel lugar, tenía muchas ganas de llorar porque sentía que había fallado, una vez más.

En ese momento la vi a ella, sola desde afuera, sola, así como ha sido su vida completa, con una soledad fría y silente, con una soledad muy íntima, con una soledad muy sola. La vi terminando de servir el plato como hará la próxima vez que pida una bandeja paisa, pero cuando vuelva a estar sola nuevamente y le toque llevarse los restos a casa. La vi a ella sin mí y me partió el corazón.  A veces siento que no hay forma de salvarla de ella misma, lo mismo que pienso de mí misma también.

Regresamos a casa en silencio.

El regreso a casa fue una recopilación de lo que hemos pasado juntas estos 40 días, las idas al súper, el canje de latas, poner la gasolina, compra la fruta, almorzar juntas, las canciones de Juan Gabriel,  luego del luto que mi madre le guardó durante las últimas dos semanas.

Esto le escribo desde Barcelona, mientras termino de hacer una película que ha sido inspirada en mujeres como mi madre, a 10 días de habernos despedido en el aeropuerto de New York y de ver cómo la distancia nos hace desaparecer una de la otra, recogerse las lágrimas y confirmar con ese dolorcito que el cariño por contradictorio que parezca permanece ahí, recogerse las lágrimas  y orar para que podamos  seguir.

Un beso, madre.

Un beso a las madres que están solas y lejos.

 

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