Sureños, los otros pandilleros

Lo habitual, cuando se habla de pandillas -o maras- en El Salvador, es que la enumeración pase exclusivamente por la Mara Salvatrucha 13 y el Barrio 18. Sin embargo, están lejos de ser las únicas. El antropólogo salvadoreño Juan José Martínez comparte en la segunda edición digital de la Revista Factum una amplia investigación, elaborada a lo largo de muchos meses, sobre los otros pandilleros que también han llegado deportados desde los Estados Unidos: los sureños. El investigador, que logra adentrarse al mundo sureño, que va más allá de lo que recuperan los medios en las notas diarias, cuenta los orígenes y el desarrollo de estos otros pandilleros en El Salvador. Historias de tiroteos, de narcomenudeo (con mención principal a la aún recordada “Tormenta Tóxica”), de marginación, de venganzas, de violencia. De los sureños. 

Casper

Jueves 17 de enero de 2013.  3:00 de la madrugada. Un hombre grande sale de un modesto casino en Ciudad Merliot después de una noche de apuestas y farra. Una mujer camina a su lado y se dirigen a un Volvo blanco estacionado en el parqueo del casino. Una vez adentro del vehículo tres hombres se acercan y sacan sus armas: una carabina 30-30 y dos pistolas. Y le disparan. Le buscan la cabeza con los tiros pero el hombre grande se menea dentro del carro. Él también está armado y los sicarios lo saben, así que toman sus precauciones y tratan de no acercarse demasiado. El hombre grande aprovecha el remanso de plomo y acelera. Logra escapar llevándose algunos tiros dentro del cuerpo. Sangra mucho  y cuando se han alejado lo suficiente, su acompañante toma el volante del Volvo y acelera lo más que puede rumbo al hospital San Rafael, en Santa Tecla. Una vez ahí hace sonar la bocina y grita pidiendo ayuda, los vigilantes se apresuran a sacar el cuerpo sangrante del hombre grande para meterlo en emergencias y todos se pierden hospital adentro. Sin embargo, los que le dispararon a este hombre le temen y les aterra la posibilidad de que quede con vida. Así que luego de un momento de duda, los tres sicarios deciden seguir el Volvo, se estacionan frente al hospital y se disponen a terminar lo que empezaron. Sin bajarse del vehículo le descargan lo que les quedó en la carabina y las pistolas, y luego huyeron sin saber el destino de su víctima. Los hombres con miedo cometen errores y estos habían cometido varios en una misma noche. La policía los capturó a los tres sin mucha dificultad en el redondel del Salvador del Mundo, a diez minutos del hospital donde el hombre grande era tratado.

Cuando la policía hizo las primeras indagaciones, luego de bajarlos a empellones del enorme pick up blanco en el que viajaban, se dieron cuenta de que los tres hombres habían sido deportados del sur de California hacía poco tiempo, y que aquel hombre grande al que ellos habían tratado con tanto esmero  de matar era Javier Osiris  Reséndez, mejor conocido en las calles como Casper, vomitado en los noventas  del furioso Sur californiano. Todos eran hijos del Sur, todos eran pandilleros sureños.

Sur

El estado de California, en Estados Unidos, ha sido por décadas receptor de muchos desplazamientos migratorios, ha sido una especie de gran imán que atrae hacia sí a obreros ferroviarios y trabajadores calificados. Otras veces ha sido más bien un foco luminoso que llama con resplandores prometedores a aventureros y oportunistas. Para las primeras décadas del siglo XX, California estrenaba su calidad de drenaje,  chupando lo que el sociólogo polaco Zygmunt Bauman denomina “ desechos humanos”. Aquello que sobra en otros países.

Y así como los italianos y los irlandés llenaron los puertos de New York, en el siglo XIX, a los mexicanos les correspondió llenar California en el siguiente siglo.  Estas “olas” desordenadas de migrantes, unidas a una extensa gama de factores que pasan por procesos de marginación y exclusión, además de aspectos culturales e identitarios, contribuyeron a la formación de numerosas pandillas o bandas de jóvenes a lo largo y ancho del estado. Solamente en Los Ángeles se estima, en la actualidad,  que hay más de 400 pandillas operando, llegando a considerarse una especie de meca de las pandillas en los Estados Unidos.

El  estado de California bien podría definirse como un espacio caóticamente ordenado. Cientos de pandillas peleando entre sí por el control del territorio, la venta de droga o la mera obtención de estatus. Es un territorio cruzado por varias líneas invisibles, las cuales aglutinan a hombres jóvenes en grupos y luego desaparecen para hacerlos chocar, unirse y volver a chocar.  La primera gran división en este espacio se trata de la cuestión étnica. Las pandillas de afroamericanos se enfrentan a muerte contra las pandillas de anglos y neonazis -jóvenes blancos de los estratos bajos que usualmente hacen girar su identidad en torno a las motocicletas-, contra los hispanos y contra las pandillas de asiáticos.  El segundo nivel ocurre, más bien, en el seno de cada una de estas divisiones. Los hispanos  se dividen en dos grupos: Sureños, que son todas aquellas pandillas que habitan el sur californiano: hablamos de cientos de pandillas en este lado del estado, la gran mayoría de estos pandilleros son descendientes de mexicanos, que luchan a muerte contra sus parientes del norte del estado; y Norteños, precisamente los parientes del norte del estado. Ambas confederaciones de pandillas se han declarado la guerra desde mediados de los setentas por eventos que ocurrieron mucho antes de que la mayoría actual de  soldados pandilleros naciera.

La Eme

En la década de los cincuentas entró a la Deuel Vocational Institut, una penitenciaría para menores en el condado de San Joaquín, un muchacho mexicano llamado Luis Flores, conocido como el Huero Buff. Era miembro de una pandilla del sur de California llamada  Hawaian Garden, perteneciente a un proyecto habitacional con el mismo nombre. Este tipo de pandillas era común en los barrios pobres de la región. Los nombres de estos grupos no eran un derroche de creatividad y las pandillas generalmente lucían el nombre del barrio o proyecto habitacional que los contenía y al que “protegían”. De esa forma si la pandilla era creada en la calle 12, en la zona de Pomona, pues el grupo se llamaría los “Pomona12 street”; la pandilla del proyecto Maravilla eran “Los Maravilla”,  y de esta forma se llenaban los barrios mexicanos de muchachos con ropas holgadas y cuchillas en los ruedos. Sin embargo, se limitaban a pelear contra el barrio más cercano, a hacer pequeños robos de poca envergadura y “cuidar el barrio”, lo cual era un actividad bastante amplia por esos años. Pasaba desde fumar hierba en las esquinas hasta enfrascarse en formidables peleas con la pandilla del barrio vecino.

Atrás: Luis "Huero Buff" Flores, Michael Mulhern, Abraham "Abie" Hernandez, Joe "Red" Morgan.  Adelante: Tuffy, Jesse "Chenero" Gordon, Ben "Topo" Peters, Rudy "Chy" Cadena. Los fundadores de la EME.

Atrás: Luis “Huero Buff” Flores, Michael Mulhern, Abraham “Abie” Hernandez, Joe “Red” Morgan. Adelante: Tuffy, Jesse “Chenero” Gordon, Ben “Topo” Peters, Rudy “Chy” Cadena. Los fundadores de la EME.

Huero Buff se juntó con otros muchachos de raigambre mexicano con la finalidad fundamental de defenderse. Esta finalidad fue mutando y la unión les dio poder y fuerza. El grupo comenzó a crecer y engordar con jóvenes pandilleros de los barrios de mexicanos y para 1960 ya eran un grupo considerado como peligroso dentro de la Deuel Vocational Institut de San Joaquín.  Fue en este año en que los administradores del sistema penitenciario californiano cometieron su primer error. Decidieron trasladar a algunos miembros de este nuevo grupo a penales para adultos. La medida probablemente tenía por objeto anularlos al ponerlos en contacto con reclusos mayores y de más trayectoria. Fue como una gripe en una estación de metro. Una de tantas leyendas pandilleras cuenta que un miembro del grupo del Huero Buff le abrió la garganta con un cuchillo a un recluso negro que trató de abusar de él, dicen que lo hizó  frente a todo el mundo en el patio de una prisión. Los enfrentamientos con otros grupos, generalmente conformados por afroamericanos, se multiplicaron así como los miembros del nuevo grupo. Las autoridades trataron de dispersarlos moviéndolos a distintos penales, pero donde llegaban se multiplicaban, se reproducían. En este ir y venir por el sistema carcelario de California el nuevo grupo de chicanos también hizo  amigos.

En las celdas de aislamiento en donde frecuentemente pasaban días, los miembros del grupo de Huero Buff conocieron a un reconocido mafioso de ascendencia croata, pero criado en los barrios hispanos del este de Los Ángeles, conocido como Joe “ Pigleg” Morgan.  Este  hombre les hizo incursionar en el negocio de la heroína, así como otros contactos claves para pasar al siguiente nivel. Sin embargo, quizá el aporte más importante al grupo fue una idea: si lo italianos podían tener la Mafia Italiana,  ¿por qué los mexicanos no podían hacer los mismo? De esta forma nació la Mexican Mafia o como le llamaban cariñosamente sus miembros: la Eme.

Para finales de los sesentas, el grupo ya estaba en casi todos los penales del estado. Todos los pandilleros de origen mexicano que llegaran a prisión, desde algún barrio del sur de California, se reportaban inmediatamente con los miembros de la Eme. No importaba de que pandilla fueran, una vez dentro, solo serían  sureños. Los unía la raza.  No importaba que dos pandillas de hispanos estuvieran peleadas a muerte en la calle, en la prisión debían  olvidarlo y vestirse con la identidad sureña.  La Eme pasó a ser una especie de ente controlador de la vida de los sureños en prisión y como símbolo de dominio apellidaron a todas y cada una de las pandillas hispanas del sur de California con el número 13, ya que usando un juego sencillo de sustitución la letra “eme”, en el abecedario español, es la número trece.  De esta forma marcaron  su dominio. Las viejas pandillas de mexicanos comenzaron a usar el apellido y los muros y paredes de los barrios pronto fueron llenándose de treces y  de la palabra “sureños”.

Esta aparente unificación no debe confundirse con paz. Las pandillas sureñas mantienen una red de conflictos y alianzas entre ellas muy complejas. Barrios contra barrios se asesinan todos los días.  Sin embargo, dos pandilleros de pandillas rivales, enemigos a muerte en las calles, podrán dormir litera con litera en las prisiones de California. Acá no hay espacios para las disputas entre sureños. Las pandillas de afroamericanos son fuertes y las reyertas son pan de todos los días. El antropólogo Abner Cohen explicaba este tipo de dinámicas identitarias usando la siguiente frase: “yo contra mi hermano; mi hermano y yo contra mi primo; mi primo, mi hermano y yo contra el extraño”.  La identidad mutante de los sureños parece haber dado resultado y, según la Rocky Mountain Information Network, la Eme y sus soldados de a pie, que son los sureños, son hoy por hoy una de las organizaciones criminales más peligrosas de los Estados Unidos.

Las guerras del Casper

Domingo 22 de marzo de 2002.  En un una casa situada en la playa Amatecampo, en el litoral salvadoreño, unos 70 jóvenes bailan al compás de la música tecno.  El terreno es grande y la gente se distribuye. Todo mundo bebe y fuma hierba. Hay algunos extranjeros pertenecientes a la cooperación internacional, algunos lugareños, surfistas y alguna oveja negra de apellido rimbombante. Esta fiesta se llama “Tormenta Tóxica”, y es organizada por un grupo de narcotraficantes al menudeo. El plus serán, precisamente, las nuevas pastillas ilegales que se venderían en la fiesta. También se hablaba de un pastel confeccionado con drogas importadas cuyas piezas costarían unos buenos dólares.  Para darle un toque más dramático y  dotar aquella farra de un poco de clandestinidad, un hombre se paseaba con una ametralladora Uzi por toda la fiesta, dejando bien claro quiénes mandaban. Ese hombre era Casper. Él, junto con otro sureño conocido como D-Man (Cristian Menjívar Hércules), habían organizado aquello. Justo cuando el pastel empezó a ser cortado y las drogas empezaron a venderse y circular por todo aquel terreno, los policías infiltrados sacaron sus pistolas y neutralizaron a los dos sureños. El lugar se llenó de policías y los dos hombres fueron arrestados junto con 13 muchachos salvadoreños que lloriqueaban  y llamaban a sus padres. Casper y D-Man fueron condenados y un juez los mando a la cárcel 5 años por tráfico de drogas ilegales. Pudo haber sido más, pero el pastel en realidad estaba lleno de antigripales  y otros medicamentos que se pueden adquirir en cualquier farmacia.

Al salir de la prisión, Casper trajó consigo nuevos contactos. Comenzó a incursionar en el negocio de la venta de drogas a una escala baja, pero suficiente para trasladarse a una casa de dos plantas en uno de los barrios exclusivos de San Salvador, tener cámaras de seguridad, un carro europeo del año y dinero extra para divertirse con jovencitas de clase media y exalumnas de colegios católicos. Beneficios que jamás habría tenido siendo un deportado más. Casper se hizo rodear de otros sureños que llegaron igual que él, buscando un respiro, un espacio de algo que recordara su cuasi natal California.

Casper vino deportado a mediados de los noventas. Cuando El Salvador aún se levantaba de la devastación de la guerra. Es miembro de una de las pandillas más viejas y de más abolengo de todo el sur californiano: “La Barrio 36”. Casper era respetado entre los sureños. No solo es uno de los primeros hombres que se bajaron esposados y desorientados de los aviones de deportados en el aeropuerto de Comalapa, sino que se volvió un referente para ese goteo incesante de hombres provenientes de California. Sobran las historias de sureños que cuentan cómo fueron ayudados por Casper cuando bajaron. A algunos les consiguió trabajo en los call center que necesitaban urgentemente angloparlantes, sin importar cómo lucieran o qué antecedentes traían desde el norte. A otros les ayudó a levantar un pequeño negocio de venta de metanfetaminas, a otros le brindó protección, a otros los esperó en el aeropuerto con una Pilsener.

“Yo estaba solo. Medio perdido andaba, no llevaba mucho de haber bajado de Califas ( California) y me encontré al hommie Casper. Estaba con otros locos sureños en el parque Cuscatlán. Puta, yo los vi y los reconocí por la ropa, unos overoles dikies y Ben Davis que aquí no había, y me les acerqué. ‘I’m güero from Pomona 12 street. I’m foking alone, hommie, I’m focking perdido’,  les dije y el Casper me alivianó. Me dejó quedarme con ellos y me dio sopa. Tenían un lugar sobre los Héroes que se llamaba Templo Maya, los hommies. Después me quedé yo colaborando con eso, ayudando a otros hommies”, cuenta nostálgico uno de los sureños más viejos de San Salvador, sentado en una banca del parque Cuscatlán.

Pero no todos cuentan historias buenas sobre Casper. Una mujer  cuenta cómo Casper asesinó frente a ella a dos vendedores de droga que interferían con sus negocios. Cuenta que luego la visitó para preguntarle si recordaba algo de esa noche. Cuenta que ella decidió no recordar. Otra persona cuenta cómo Casper le amenazó con matarlo si no dejaba trabajar a una de sus novias en su negocio. Otros aseguran haber sido golpeados hasta la inconsciencia  por orden suya o por el mismo Casper, y algunos nada más deciden que no es buena idea contar anécdotas malas sobre Casper.

Entre los sureños también hay conflictos. Las balas de carabina que lleva Casper en el cuerpo lo confirman. Siempre los ha habido, incluso en California. Sin embargo, allá no solo hay un Estado más fuerte que persigue cada crimen con determinación con una serie de recursos de alta tecnología, sino que además, y por sobre lo anterior, existe la Eme, la Mafia Mexicana. Este grupo si bien no ha prohibido la violencia entre pandillas sureñas –sería imposible–, la ha normado, la ha domesticado.  Los tiroteos desde los autos están prohibidos. Matar mujeres o niños está prohibido, atacar a otro sureño mientras camina con su familia está prohibido. La lista es larga y todos allá saben que si desobedecen la Eme les pondrá “luz verde”, lo cual significa que todas las pandillas sureñas deberán hacerles la guerra. Por otro lado, los miembros de estas pandillas rebeldes que incumplen la normativa, que llegan a poner pie dentro de los penales, son recibidos por los Carnales de la Eme. En definitiva, la ley se respeta en el sur.

Varios meses antes de que esos tres sureños atacaran a Casper hubo una fiesta en una colonia de San Salvador. Una fiesta de sureños. Entre las pláticas hubo una en especial que terminaría en desastre. Un sureño de una pandilla del valle de San Fernando, conocido como Greems, le dijo a otros sureños una mentira. Le dijo que su padre era miembro de la Eme y que en California todo mundo lo sabía, y que todos debían tener cuidado con él pues tenía muchas influencias dentro de la madre de todas las pandillas sureñas. Quien escuchaba era Mauricio Acuña, conocido como Slick, un sureño recién deportado y miembro de una pandilla llamada Lenox 13. Este, indeciso sobre qué hacer con tan buen chisme, decidió buscar a su amigo Casper, quien le había echado la mano cuando lo deportaron. Lo que dijo el pandillero sería el equivalente a que un diputado le dijese a otro que está emparentado con el presidente Obama.

El nombre de la Eme no se menciona a la ligera entre los pandilleros sureños, nadie sabe a ciencia cierta hasta dónde puede llegar la mano de los Carnales. Es posible que la Eme no tenga influencia en El Salvador, que ni siquiera sepan que hay hijos suyos perdidos en estas latitudes, no importa el respeto, o el miedo a la Eme: es algo que vive dentro del ADN de cualquiera de estos pandilleros.

El comentario de Greems no pudo ser hecho en peor momento. Esta no era una fiesta cualquiera. Estaban reunidos para empezar a decidir sobre quién llevaría palabra sobre los grupos de Sureños de San Salvador. Varios dedos apuntaban a Casper, pues tenía una red de contactos amplia y era quizá el hommie más reconocido y de más trayectoria. Fue entonces cuando Greems, otro aspirante a la corona, decidió comentar a Slick su mentira.

Casper entró en cólera al saber de la mentira, y juntos fueron a buscar al atrevido hablador, a quien Casper le dio una paliza. Los resultados no fueron muy escandalosos, nada más una nariz rota y unos cuantos moretones y magulladuras. Sin embargo, Casper pisoteó el prestigio de aquel pandillero frente a todo el mundo. Simbólicamente, Casper lo mató.

El Sur en El Salvador

Los pandilleros deportados empezaron llegar a El Salvador a finales de los ochenta, como un goteo lento. Pero no fue hasta finales de 1992, cuando aquel goteo se volvió torrencial. Al menos dos vuelos llegaban al aeropuerto de Comalapa (ahora Monseñor Romero) cargados de pandilleros salvadoreños crecidos en el sur de California. La mayor parte de estos sureños pertenecían a dos pandillas enfrentadas entre sí: una era la Mara Salvatrucha 13 y la otra era la Barrio 18. Esta última, una pandilla vieja fundada por mexicanos en los años sesenta, en las cercanías de Rampart, pero que había abierto sus puertas a jóvenes de otros piases como los salvadoreños. La primera se trataba de una pandilla relativamente moderna y sui generis. Era una pandilla fundamentalmente confeccionada con salvadoreños a principios de los ochentas. A estos dos grupos pertenecían el  70% por cierto de los deportados, según las estadísticas policiales. Sin embargo, muchos salvadoreños migraron a regiones donde no había presencia de ninguna de estas, pero en cambio sí había White Fence 13, Pacoima 13, Crazy Rider 13, y una larguísima lista de nombres coronados con el apellido  de la Mafia Mexicana. Al llegar a tierras salvadoreñas, muchos de ellos apenas hablaban español y poco recordaban el país rural de la pre-guerra del que se fueron huyendo siendo niños. Muchos en el aeropuerto de Comalapa salieron en buses hacia sus pueblos o donde ellos recordaban tener un pariente. La guerra lo movió todo y en varias ocasiones en donde estaba un familiar ahora solo había carbón. Uno de los sureños lo recuerda como un tiempo en donde todos estaban buscando a alguien. A aquellos sureños que pertenecían a la MS-13 o al Barrio 18 no les costó mucho encontrarse con otros miembros de su pandilla. En 1994, si eras de la Mara Salvatrucha 13, en San Salvador, no tenían más que ir a los bares frente al mercado Modelo y encontrarías a al menos sesenta homeboys tomando cerveza y comiendo ceviche.  Si eras miembro del Barrio 18, solo hacía falta que te pararas en medio del parque Libertad con tus overoles Dickies o Ben Davis, con zapatos Nike Cortez e inmediatamente un nutrido grupo de deportados dieciocheros te estaría preguntando “where do you come from, ese?”, con ese acento característico que marca las erres. La gran cantidad de miembros de estas dos pandillas hizo que rápidamente reprodujeran su guerra, iniciada en sur californiano, en las calles de San Salvador y los pueblos del interior. Esta guerra, a su vez ,necesitaba de nuevos soldados que portaran como escudos esas letras y esos números, así que  fueron incorporando a muchachos salvadoreños a sus pandillas. Lo demás fue cuesta abajo para la MS-13 y el Barrio 18.

Sin embargo, si tu pandilla era la Shalimar 13, del condado de Orange en Costa Mesa; los Pacoimas 13, del valle de San Fernando; o la Mirada Locos 13, de Hollywod, la tenías más difícil. Muchos se prendieron, como  pulgas en león, de estas dos grandes pandillas y caminaron por un tiempo con ellas; sin embargo, no fue el caso de todos los sureños. El Sur, aunque eso ya ha sido olvidado, trató de levantar cabeza en El Salvador.

A Quezaltepeque, en La Libertad, llegaron muchos deportados en los noventas. Fue uno de los lugares que expulsó con más fuerza a sus habitantes para salvarlos de las  bombas y las masacres de principios de los setentas, y ahora los veía regresar, tatuados de pies a cabeza, cargando una guerra extraña. A este municipio, además de los MS-13 y Barrio 18, llegaron deportados miembros de una pandilla muy vieja, una de las primeras del sur de California, fundada por mexicanos migrantes a principios del siglo XX. La pandilla se llama White Fence 13, “cerca blanca”, en español, que debía su nombre a que hace muchos años el barrio fue aislado del resto de los suburbios con una gran cerca de color blanco. En Estados Unidos, esta pandilla goza de un tremendo prestigio, tiene varios miembros en la Eme y su territorio es un bastión grande e infranqueable; en Quezaltepeque, apenas eran 10 deportados peleando contra dos titanes. Era un lugar violento Quezaltepeque. A uno de los fundadores del Barrio 18,  los emeses lo sacaron después de muerto, colgaron el cadáver de un árbol y le prendieron fuego. Los White Fence 13 no podían competir con estos niveles y para el año 2000 ya apenas quedaban un par de murales viejos con la leyenda WF 13. Los que sobrevivieron a la carnicería huyeron para Guatemala, donde esta pandilla, y otras sureñas, han logrado prosperar más.

Los Craizy Rider 13 trataron de hacer lo propio en San Miguel, con el agravante de que esta pandilla tiene una guerra histórica iniciada en la ciudad de Los Ángeles con la Mara Salvatrucha. De ellos ni siquiera quedaron sus murales. Lenox 13 sucumbió en Lourdes, Colón, y los pocos que quedan esconden sus tatuajes y bajan la mirada.

Solo una de todas las pandillas sureñas que lo intentaron logró sobrevivir a los salvajes noventas y desarrollarse en territorio tropical. Se trata de La Mirada Locos 13 de San Miguel. Esta pandilla le apostó a algo novedoso en esos años. Se refugiaron y se integraron con una comunidad: La Presita, un proyecto habitacional de más de dos mil viviendas. Vivieron ahí, se refugiaron y tal como lo hicieron las dos grandes bestias reclutaron a sus muchachos y  los volvieron Miradas locos y les regalaron el 13. Qué importa que estos chicos no supieran ingles y no conocieran Califas. Ahora, la Mirada Locos 13 es la tercera fuerza cuando de pandillas se habla en El Salvador. De hecho, en San Miguel constituyen los principales enemigos de la MS-13, con mucha más presencia que el Barrio 18 y uno de sus miembros, El Directo (Gustavo Adolfo Parada), fue quizá el pandillero más emblemático de los años noventas.

Sin embargo, para pandilleros de pandillas más pequeñas esta no era opción. A parte de las mencionadas, ninguna otra pandilla logró reunir la cantidad suficiente de miembros en El Salvador para siquiera pretender plantarles cara a las bestias. Así que recurrieron a la única lógica que conocen: la lógica sureña. Hicieron pues lo que hacen los sureños en los penales de California y se juntaron sin importar su pandilla.  Sabiéndose nada más sureños, defendiéndose  entre sí, con la convicción de que un pasado común de deportaciones y abandono los unía, pensaron que El Salvador era una gran y  violenta prisión californiana.

De esta forma se fueron gestando una buena cantidad de grupos de sureños conformados por dos Pacoimas 13, un Hollywood Crazy 13, un White Fence 13 y tres Ftroops de Santa Anita en Costa Mesa, por decir un ejemplo. Vieron que la violencia era necesaria nada más en ciertas ocasiones y que lo que necesitaban era un negocio. Comenzaron a vender metanfetaminas, extasis y cualquier  otra cosa cuyo mercado no estuviera topado por las bestias. La idea era no enfurecerlas, en la medida de lo posible.

Así, vendiendo drogas nuevas, apropiándose de territorios que no les interesaba a las dos principales pandillas, apretándose como puños como si viviesen en una enorme celda llena de furiosos depredadores, haciendo alianzas entre sí para romperlas poco después como colegiales enojados, los grupos, como el de Casper, se mantuvieron vivos. Lograron resistir.

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Graffiti del Sur en los Estados Unidos.

Los enemigos de Casper

21 de noviembre de 2012. 1.55 pm. Dos hombres jóvenes entran al centro comercial La Gran Vía en antiguo Cuscatlán, quizá el más exclusivo de El Salvador.  Van desarmados y están buscando una farmacia. Encuentran una y mientras uno entra a hacer sus compras, el otro lo espera en la puerta.  La farmacia es uno de los primero negocios que uno ve a la entrada y está a pocos pasos del parqueo. Mientras esto sucede, otro hombre revisa el cargador de una pistola calibre 45. Este hombre va dentro de un carro gris que se desliza despacio por el parqueo de la Gran Via. El carro se detiene lo más cerca de la farmacia que puede. El conductor no apaga el motor. El de la pistola abre la ventana y por unos segundos se ven fijamente con el hombre que espera en la puerta de la farmacia. Caos. Las balas comienzan a zumbar. Una encuentra al hombre que espera, lo tumba pero se levanta, corre hacia adentro, a las entrañas del centro comercial, pero las balas no dejan de zumbar. Encuentran más carne que morder en la búsqueda de sus presa. Algunas dan en una mujer asiática que sacaba dinero de un cajero automático cercano. La tumban. Otras dan en los cajeros, en las paredes, en las vitrinas. Otras encuentran a Mauricio, un empleado de banco que regresaba a almorzar.  Lo tumban. El hombre que espera, a veces corriendo, a veces a rastras, se mete en el centro comercial y logra llegar hasta la zona de comida rápida, donde los vigilantes lo protegen. El carro gris no mató. Se fue casi con el mismo sigilo con el que entró. El hombre herido era Mauricio Acuña, conocido como  Slick, de la pandilla sureña Lenox 13. Había sido deportado apenas hace tres meses y ya se revolcaba en su propia sangre, con un tiro de 45 en la pierna. Quien disparó fue aquel pandillero que en una fiesta fanfarroneó que su padre era miembro de la Eme. Slick lo había visto y además estaba vivo. Mala combinación. Era justo lo que los sicarios temían. Ahora Slick, al igual que lo hizo la vez anterior, iría a buscar ayuda donde el sureño grande. Iría donde Casper. Los sicarios lo sabían muy bien. Ahora tenían un enemigo al que temían.

Los otros sureños

El Zarco se sube al microbús y  se toma con una mano callosa del barandal. Con la otra sostiene una bolsa de magic pencil, unos lapiceros luminosos. Los mira y  saca uno con dificultad. Con su mejor español, el Zarco trata sin convicción de convencernos de las maravillas de los magic pencil. Nos dice que son buenos, que además de pintar… ¡brillan! Abandona a medias su discurso y nos dice que no ha vendido nada y que porfavor le ayudemos. Nada. Nos cuenta que ha sido deportado de California y que no tiene trabajo ni familia. Dice que ha tratado de conseguir trabajo pero que nadie le da nada. Mientras habla, deja ver unos dientes picados de la forma que se pican los dientes de los que fuman crack. El  Zarco sigue hablando aunque no pasa nada. Nadie lleva su mano al bolsillo y en realidad nadie lo mira. Entonces el Zarco calla. Mira alrededor y comienza a gritar: “¡Hijos de puta! Nadie give a shit in this focking shit hole. ¡Maldito país de mierda, malditos pendejos nadie me da nada,  nadie me da trabajo, no tengo dinero! ¡Solo me dan ganas de matarme, de matarme y de matarlos a todos!”

Se baja de bus, despotrica un poco en la calle y luego posa su cabeza contra un muro.  Luego, ya más calmo, se sube a otro bus a contarle a la gente las virtudes de sus magic pencil.

Eduardo se arrastra malamente en su silla de ruedas hasta llegar a la ventana de los carros, extiende la mano y sin tocar el cristal y espera. Nada más unos segundos y luego sigue hacia otro carro a repetir el mismo procedimiento.  Al medio día, ya lo ha repetido varias veces y  el calor y su cuerpo maltrecho no hacen buena combinación, se queda amodorrado en su silla con fuerza apenas suficiente para alzar la mano cuando siente un cuerpo cerca.  Otras veces, Eduardo consigue unas cuantas monedas y convence a algunos chiquillos de ir a comprarle una botella de guaro de caña y se la empina lo más rápido que puede. Entonces Eduardo cae en una duermevela risueña que le deja estar tranquilo por una horas.

El Negro de la pandilla Hollywood Crazys 13 camina solo. tiene miedo de volver a entrar al penal de Mariona. Entró ahí por robarse un celular en un día de desesperación en las calles de San Salvador. Lo hizo frente a unos policías que luego de una paliza lo metieron a bartolinas y posteriormente un juez lo condenó a dos años en el penal más grande del país. Cuando El Negro vino deportado se fue a vivir a Santa Ana con sus tíos. Pero en la colonia había emeeses: lo sacaron de la casa y le obligaron a trabajar con ellos. Un día hubo un mal entendido con una droga y un chiquillo de la MS-13  le pegó seis tiros. No se murió, pero pasó en el hospital Rosales de San Salvador varios meses. Ahora camina con miedo, como un gato arisco.

No todos los sureños tienen la oportunidad de formar pandillas o de juntarse con otros sureños. Un buen numero nada más llega a un lugar que no entienden ni los entiende y vagan solitarios hasta que la calle se los acaba tragando. Como el hommie que vaga con el pecho derretido por la plancha que le pusieron unos traficantes para borrarle el tatuaje de su pandilla. Al parecer no entendieron que no era MS-13. Vieron un trece y actuaron por inercia.

El Salvador es un país complejo para estos sureños. Algunos, como Welner,  tienen la suerte de  entrar a los call center y tener una vida alejada de las pandillas y las matanzas. Otros tienen familias que los apoyan como la de Juan, a quien su madre le ha comprado un pick up para que haga viajes y se gane la vida y una pistola para que se defienda.

Todos (El Zarco, El Negro, Juan,  Welner, Eduardo y el Hommie) viven pensando en otros tiempos. Todos quieren regresar al sur de California.

El Estado y los sureños

En un café de Santa Elena me reuní con dos hombres de saco y corbata.  Uno es el director de CAT (Centro Antipandillas Transnacional) y el otro es un agente de su confianza. Les explico mi investigación y expongo el tema de los sureños ingenuamente, seguro de que hablamos el mismo idioma:

— Director, de forma general, ¿qué información tienen sobre las acciones de los sureños en El Salvador?

Antes de hacer esta pregunta ya he pasado por una serie de oficiales de policía que me miran con ojos de extrañeza cuando les pregunto por los sureños. Uno de ellos, al verse acorralado en la más absoluta ignorancia del tema, soltó una diatriba sobre la guerra civil norteamericana en donde pelearon el norte versus el sur. El último, antes de sentarme frente al director del CAT, fue Pedro González, encargado de capitanear la subdivisión antipandillas de la policía salvadoreña. Este oficial, curtido de perseguir adolecentes en los montes de los cantones salvadoreños , como respuesta a mi primer pregunta sobre sureños, se dio la vuelta y sacó un mamotreto enorme escrito a máquina con fotos pegadas con goma. Es su obra, según él, una que explica el origen de las pandillas y sus cuestiones más profundas.  Es un texto viejo con fotos de murales y pandilleros esposados. Fue escrito por él mismo y combina en desorden un montón de datos curiosos de las pandillas. De hecho, logró emocionarme cuando leí la palabra Sur en una página vieja. Nada. Apenas una mención somera que hacía alusión al número trece. Creí que el señor González no había entendido mi pregunta y la volví  a formular:

— Señor González, ¿qué información maneja la policía sobre las bandas sureñas en el país?

Nada. Silencio. Me miró muy serio y cruzó sus manos.

— Mire, señor Martínez, creo que se ha confundido. En este país solo hay dos pandillas: la Mara Salvatrucha y la Mara 18. No hay más. Quizá en su país haya de esos sureños acá solo esas dos.

Yo soy salvadoreño, pero mi pregunta debe haber sido tan extraña para el señor González que inmediatamente me consideró extranjero, casi de otro mundo.

Mucho después, el director del CAT me escucha concentrado y de cuando en cuando hecha una miradilla a su compañero. Él, a diferencia de una larga lista de policías de alto y medio nivel, sí sabe qué son los sureños. Sabe además que estuvieron involucrados en el tiroteo del centro comercial La Gran Vía.  Sin embargo, hasta ahí llegan sus conocimientos sobre ellos.

—A nosotros, la policía estadounidense nos manda un listado de los deportados con antecedentes. En Comalapa, cuando se bajan del avión, se les abre ficha, se les toma fotos a los tatuajes y luego, si no tienen antecedentes acá en El Salvador, los dejamos ir. No se puede hacer más.

Parece que los agentes del CAT básicamente se conforman con saber que existe un grupo de hombres deportados que se hacen llamar “sureños”. No puedo evitar pensar en que algo parecido debieron pensar las autoridades cuando comenzaron a venir deportados de la MS.13 y el Barrio 18, a principios de los noventas.

Antes de terminar la entrevista, el oficial que no había abierto su boca, sentado al lado del jefe del CAT, me lanza una pregunta.

— Mire ¿y usted se reúne así con ellos? ¿Y ellos hablan con usted?

— Sí

Mira a su jefe con audacia y me repregunta.

— ¿Y no será que podría un agente de nosotros acompañarle?, encubierto claro.

Le respondo amablemente que no. Y luego me voy.

Mientras entrevistaba al señor González se me ocurrió preguntarle por algunos nombres de sureños para que revisara en su base de datos y me diera alguna información. Quizá alguno había sido detenido o quizá podía haber algún tipo de información útil en los registros policiales. El Señor González llamó por teléfono y repite un nombre de los que le he dado. Dice en voz alta poco después: “Ajá, robo a mano armada. Posesión de drogas”. Le doy otro. Y hace otra llamada. Silencio, y luego repite lo que le dicen en voz alta: “Ajá, conducción temeraria y posesión de narcóticos. Ajá. Portación irresponsable de arma de fuego”.

Le digo Javier Osiris Reséndez, alias Casper. El silencio dura casi tres minutos. Lo ojos de González se abren como platos y me mira. Luego no repite nada. Da la entrevista por cerrada.

La venganza de Casper

Viernes cuatro de Julio. 2.30Pm. En una casa amplia y vieja de  la colonia Centroámerica, en San Salvador, cuatro hombres se disponen a comer hamburguesas y tomar cervezas. Esta colonia no se caracteriza por la presencia de pandillas y es más bien tranquila.  De pronto un carro se detiene frente a la casa y dos hombres con gorros pasamontañas entran a la casa amplia y vieja. No forzaron nada, la puerta estaba abierta, pues alguien la había abierto minutos atrás. Los dos sicarios llevan fusiles M-16. Los mataron a todos menos a uno.  Todos los asesinados eran sureños, y entre ellos destacaba uno. Un deportado hace pocos años conocido como Lips, muy probablemente porque portaba un tatuaje en forma de beso en el cuello. Otra vieja tradición sureña.

Este hombre había sido amigo personal de Casper. De hecho, fue uno de esos tantos a los que Casper apadrinó cuando recién llegaron a estas cálidas tierras. Casper le tomó cariño y en varias ocasiones tomaron juntos y metieron cocaína en sus narices. Sin embargo, luego de que Casper rompiera la nariz de aquel pandillero del Valle de San Fernando, conocido como Greems, todo se comenzó a partir.

“Esos pendejos nunca hubieran podido ser un grupo sólido. Todos querían ser líderes y es absolutamente imposible tener un grupo con varios líderes”, me dijo un sureño retirado con respecto a ese momento. El caso es que todos los sureños activos de San Salvador empezaron a tomar partido. Lips optó por alejarse de su padrino, cometiendo el error de llevarse consigo a la mujer de este, una de las chicas favoritas de Casper. No era primera vez. Hace un par de años, cuando Lips montó su propio negocio de venta de cocaína y metanfetaminas, se llevo a una de las joyas del viejo Casper. Una chica morena y hermosa,  de buena casa, que había estudiado toda su vida con monjas y que luego pasó a alegrar las reuniones de los hommies con su carisma. Esa vez Casper no dijo nada. No era su  única chica. La segunda vez no lo perdonaría. Casper y Lips se amenazaron y la amistad quedó rota para siempre. Los dos bandos estaban marcados.

Con el atentado a Casper en Santa Tecla, a principios de 2013, sus enemigos del Valle de San Fernando tomaron la delantera. Sin embargo, las cosas se nivelaron. Unos días antes de la masacre, un colaborador íntimo de Lips, conocido como New York, desapareció en Santa tecla. La policía lo encontró degollado un día antes del asesinato de Lips y su pandilla.

En la noche del viernes 4 de julio, de la casa donde todavía yace Lips y sus amigos sale un olor dulzón a sangre. Los fiscales están revisando los cuerpos y un pequeño grupo de mujeres se apiña detrás de la cinta amarilla. Dos de ellas lloran y se toman de la mano. Una vecina les saca un té caliente a ambas y un par de sillas para que se sienten. Las mujeres susurran cosas entre ellas y una, más optimista que la otra, dice: “No es él, no creo que sea él porque él siempre portaba su DUI y ya ratos lo hubieran identificado. Si no lo han identificado es porque de verdad que no es él”.

Después del atentado a Lips, el grupo de opositores a Casper se desbandó. Algunos se fueron a Guatemala, otros trataron de regresar al sur de California, algunos se quedaron con el perfil más bajo posible esperando que pasara la violencia. Uno de ellos, conocido como Pacas, por ser de la pandilla del Valle De San Fernando Pacoimas 13, quien  de hecho es de los sospechosos, según la policía, de cometer el atentado contra Slick en La Gran Vía, fue arrestado en octubre de este mismo año. Un vigilante septuagenario había sido embestido por un vehículo y mientras el anciano se revolcaba en el suelo, el sureño Pacas vio la oportunidad y se lanzó sobre el revólver del anciano. Se lo arrancó de las manos y le disparó dos veces a la cabeza pero estaba tan borracho que los tiros no dieron donde pretendía. Así que con la cacha le golpeó la cabeza hasta desmayarlo. Acto seguido robó dos celulares a unos transeúntes con su nueva arma. La policía montó un operativo y lo arrestaron en la calle Gabriella Mistral de la capital. Apenas puso resistencia. La policía, siguiendo un protocolo no formal, le quitó la camisa y lo subieron a un pick up, en donde los medios lo fotografiaron como se fotografía a los pandilleros habituales. Sobre todo su estomago se puede ver un gran tatuaje que reza PACAS13. Es la última vez que lo vi y la última vez que supe de ese grupo.

De regreso en la colonia Centroamérica, un investigador sale de la casa del crimen y comenta algo gracioso con su compañero. Porta una enorme cámara y ya ha mandado al carajo el gorro pasamontañas. El calor en estas fechas es insoportable. Las mujeres les ruegan que les digan algo y ellos  se niegan. Sin embargo, el investigador de la cámara se compadece y se les acerca: “¿si lo vieran en fotos lo reconocerían?”

Las mujeres dicen que sí y él enciende la cámara y les muestra una a una las fotos de varios hombres muertos, tirados en el piso. El primero es Lips, que quedó tirado en un charco de sangre en el baño de la casa. Nada. Las mujeres no lo conocen. El segundo está en la sala y viste camisa blanca. Nada, las mujeres niegan con la cabeza. El tercero… ambas se abrazan y se echan a llorar.

— ¡Yo le dije, mamá, yo le dije! Yo le dije que se quedara allá arriba, ¿qué putas tenía que venir a hacer aquí?

La más joven le grita a su madre mientras se tambalea y llora.

El viaje de Casper

26 de octubre de 2014. Casper ha muerto. No lo mataron sus enemigos ni murió en un enfrentamiento con la policía. Sufrió un derrame que se complicó y murió tranquilamente en un hospital mientras este texto se estaba gestando en mi computadora.

Nunca lo conocí. Nunca hablé con él en persona. Sin embargo, hablé con sus amigos. Con sus enemigos. Conocí a varias de sus mujeres y me acerqué a sus víctimas. Tomé cerveza en una mesa contigua en un bar de su territorio y pude acercarme a su mundo. Ahora sé que los fines de semana  le gustaba cocinar pasta con camarones, y hamburguesas, que su madre le tenía contados los tatuajes y que le armaba un jaleo cada vez que se hacía uno nuevo. Que tenía debilidad por los tatuajes con símbolos mayas, íconos sureños por excelencia; que nació un 15 de febrero; que no le gustaba que sus hommies le pegaran a las mujeres; y que se identificaba con los pandilleros jóvenes y locos porque se veía a sí mismo en ellos. Recordaba al verlos sus tiempos de locura en Califas.

La única vez que Casper y yo cruzamos palabras fue a través de Facebook. Yo le pedí una entrevista para complementar mi trabajo etnográfico sobre los pandilleros sureños. Le expliqué que soy antropólogo y que me interesaba conocer su punto de vista con respecto la situación de los sureños en general. Casper respondió:

— Estimado Señor Martínez. Agradezco su comunicación. Sin embargo no tengo ningún interés en figurar en su investigación. No  soy el único deportado. Me interesa saber ¿por qué precisamente yo? ¿Quién le dio mi contacto? Buenas noches. Le deseo suerte en su estudio.

Atte. Javier Osiris.

Casper ya ha sido enterrado en El Salvador. El país en el que nació. Mientras tanto, al menos diez sureños llegan a nuestros país cada día, esposados y cabizbajos, desde las prisiones del furioso Sur californiano. La babel de nuestros tiempos.

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