Obama y los desaparecidos

Barack Obama, el presidente de los Estados Unidos, inicia este miércoles 23 de marzo de 2016 una visita oficial a la Argentina, segunda escala de una gira que lo llevó antes a una parada histórica en la Cuba de los Castro -el primer comandante en jefe estadounidense en ejercicio que llega a la isla desde 1928. La visita a Buenos Aires será, sin duda, menos ruidosa que su periplo cubano, pero en la capital argentina Obama también dará mensajes inéditos en la relación reciente entre Washington y América Latina; visitará, por ejemplo, el monumento a los desaparecidos por la dictadura militar de los 70, financiada y apoyada en buena parte por el gobierno estadounidense de turno. Mientras todo esto sucede, en El Salvador, uno de los países más violentos del mundo, se registra una matanza de grandes proporciones; en El Salvador, entre 2011 y 2015, miles de personas han desaparecido, la mayoría a manos de las pandillas, según las autoridades, pero también las hay atribuibles al Ejército. De esto hablan Héctor Silva Ávalos y Joe Eldridge en este análisis.


Familiares de un joven salvadoreño desaparecido por miembros del Ejército en 2014.

Familiares de un joven salvadoreño desaparecido por miembros del Ejército en 2014.

Obama aterrizará en Buenos Aires cuarenta años después de que un grupo de generales instaló una dictadura brutal en Argentina. El miércoles 23 de marzo de 1974, los militares arrestaron a la presidenta Isabel Martínez de Perón y empezó así lo que luego se conoció como la Guerra Sucia: el descenso de Argentina hacia los pozos macabros de la violencia perpetrada por el Estado. Las autoridades militares desataron una campaña brutal que incluyó detenciones arbitrarias, torturas y ejecuciones sumarias. Una de las tácticas de guerra interna que adquirió más renombre fue la de las desapariciones. Los oponentes al régimen, o cualquiera de quienes el régimen pensara que era opositores, eran secuestrados de sus casas, en los comercios, en las calles, sin que nunca más se volviera a saber de ellos; parecía que se desvanecían en el aire. La comunidad internacional tomó nota de estas barbaridades, que en los ocho años posteriores al golpe llevaron a las desapariciones de más de 30,000 personas. El gobierno militar argentino se hizo notorio por esta infamia; un nuevo crimen contra la humanidad, el de las desapariciones forzadas, había entrado al diccionario de las violaciones a los derechos humanos.

Un crimen de proporciones igualmente nefastas ocurre hoy en día en El Salvador y parece que nadie se da por enterado. En silencio, entre 1,000 y 2,000 personas han desaparecido cada año en el violento país centroamericano mientras la comunidad internacional guarda un silencio estremecedor. Las autoridades salvadoreñas atribuyen la mayoría de las desapariciones actuales a dos pandillas criminales, la MS13 y la Barrio 18, pero algunos casos recientes muestran que miembros del Ejército salvadoreño también han estado involucrados en este tipo de crímenes en los últimos años.

Marina Ortiz, una abogada salvadoreña que ayudó a procesar penalmente a miembros del Ejército por la desaparición de tres jóvenes, dijo la semana pasada en Washington que las autoridades salvadoreñas aceptan ahora que al menos el 10% de las desapariciones pueden ser atribuidas al aparato de seguridad pública del país, formado por la Policía Nacional Civil y batallones especiales del Ejército.

El año pasado, en la primera etapa procesal de uno de los casos litigados por Ortiz, contra un sargento del Ejército y cinco soldados que servían bajo sus órdenes, un juez de Paz resolvió que los delitos de los que se acusaba a los imputados podían ser considerados crímenes contra la humanidad. Tres de los jóvenes a quienes los soldados se llevaron, en febrero de 2015, siguen desaparecidos; su único pecado: vivir en una colonia donde las pandillas ejercen control territorial absoluto, en Armenia, Sonsonate.

Aún no hay suficientes datos para decir que casos como el de Armenia son un patrón en la Fuerza Armada, pero un caso similar llegó a la Corte Suprema de Justicia en diciembre pasado, cuando un Hábeas Corpus fue solicitado en nombre de dos jóvenes que habían sido arrestados por seis soldados en julio de 2014 en San Martín, San Salvador.

“El grupo de soldados detuvo a los jóvenes, los registró y empezó a golpearlos… Luego les quitaron las cintas de los zapatos y con ellas procedieron a amarrarles las manos por detrás de la espalda. Los pasearon por todo el mercado de San Martín enfrente de todos los vecinos… Después los soldados subieron a los adolescentes en un pick up blanco sin placas”, se lee en la petición de Hábeas Corpus.

Cuando esté en Buenos Aires, durante el aniversario del golpe de Estado, el presidente Obama hablará de los desaparecidos. Visitará un parque conmemorativo en las riberas del Río de la Plata. Verá una pared prominente, salpicada de placas y esculturas, en la que están escritos los nombres de los desaparecidos. Su presencia representa un compromiso simbólico de los Estados Unidos con los valores humanos más fundamentales. Es muy probable que Obama se reúna con las abuelas de la Plaza de Mayo, el grupo de familiares de los jóvenes y adolescentes secuestrados para hablar de lo que les pasó durante la dictadura.

Lo que pasa en El Salvador no ha recibido este tipo de atención internacional. Las cifras de desaparecidos, sin embargo, no baja. De hecho, en años recientes, los números no han hecho más que aumentar: de 1,248 en 2011 a 1,930 en 2014, según el Instituto de Medicina Legal.

Ha habido muy pocas investigaciones sobre estos hechos en El Salvador; este, como otros crímenes y violaciones a los derechos humanos, ocurre en un país donde reina la impunidad. Muchos salvadoreños pobres viven con miedo constante a ser victimizados por las pandillas, el crimen organizado, la Policía o miembros del Ejército; soportan su sufrimiento en silencio, en la oscuridad, mientras las respuestas del gobierno salvadoreño y de la comunidad internacional han sido deslucidas. Mientras no haya castigo para estos crímenes la angustia de esta gente continuará.

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Joe Eldridge ha trabajado durante más de 25 años como activista y analista de asuntos relacionado con los derechos humanos en el mundo. En 1991 estableció la filial en Washington de la oficina del comité de abogados para los Derechos Humanos. Duranto los 80 trabajó en Honduras como consultor de derechos humanos y el desarrollo. Fue co-fundador de la Oficina de Washington para América Latina (WOLA en inglés), de la que fue el primer director. Actualmente es profesor en American University y director de su centro espiritual.


* Foto principal de Michael Pittman tomada de Flickr con licencia Creative Commons.

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