Mi abuelo rebelde

Siempre que se habla de un familiar fallecido, siempre se empieza por describir sus historias épicas, esos relatos que acercan al individuo a lo divino.  Mi abuelo Darío Villalta Baldovinos experimentó algunas cosas así (alguna vez los escuadrones de la muerte lo fueron a buscar a su casa, alguna vez fue líder universitario), pero lo que más recuerdo de él fue su intuición por combinar el conocimiento con los afectos.

Su polvosa biblioteca reflejaba ese afán de mezclar la sofisticada reflexión teórica con el ejercicio de las emociones. Mi abuelo tenía libros  y revistas de todo tipo desde viejas Reader’s Digest hasta libros de Hegel, Hobbes, Locke, Marx y Roque Dalton. Para ser sincero, mi abuelo tenía diferentes bibliotecas en diferentes casas. Yo conocí de literatura francesa porque en su rancho de playa tenía una coleccion de libros de Flaubert. Con mi abuelo aprendí que tan sagrada eran las lecturas de Agatha Christie como la crítica de la razón pura de Kant. Para él, la frontera entre sentimientos y razón era porosa.

Mi abuelo Darío también me enseñó que las cosas que nos hacen profundamente felices son muchas veces peligrosas y colocan a la gente al borde de la marginacion. Él dejó cosas en el pasado,  pero nunca se arrepintió de haberlas vivido. Una vez le pregunté sobre su pasado como bebedor de alcohol. Yo esperaba que me respondiera con golpes de pecho y repitiéndome casi en lagrimas que se arrepentía y que nunca lo haría de volver a nacer. Pero mi abuelo siempre fue un poco rebelde y me contestó muy casual: “no te voy a mentir, Ricardo, algunos momentos fueron feos, pero muchos, muchos fueron de una alegría indescriptible”.  Mi abuelo hacía cosas que creía correctas, a pesar de que nadie las entendía. Nunca dejó de fumar y lo hizo desde los 11 años hasta días antes de morir este junio de 2016. Una vez prefirió dejar de visitar a un doctor a tirar sus cigarrilos. No parecía señirse al manual de la vida saludable (fumaba y amaba la yuca frita, con chicharrón, aunque era diabético), pero al mismo tiempo nunca dejó de hacer ejercicio y de leer profusamente.

Ahora que murió entiendo que la gran lección que me dio es que hay que vivir bajos nuestras propias ideas y valores. Eso no signfica que la cosas serán más fáciles, ni que el mundo subitámente cambiará para aceptarnos, pero por lo menos nos acercamos al profundo llamado de nuestro corazón. Para esto uno requiere profunda reflexiones y profundas experiencias, y en la biblioteca de mi abuelo siempre pude tener ambas: disfrutar de los relatos de Corín Tellado y confundirme con la idea de Súper Hombre de Nietzche. Su muerte está muy fresca en mi mente, pero quiero agradecerle por uno de los regalos más preciados que alguien me ha dado en la vida: enseñarme a pensar por mí mismo. Hasta donde estés, te amo, Papá Darío.

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