Los ojos de Don Cleo

Hay una escena de especial belleza en “Malacrianza”. Don Cleo, el piñatero protagonista, baila solo su locura frente a un bar de mala muerte que puede ser cualquiera en cualquier rincón del bajomundo en San Salvador. Baila Don Cleo en dos planos, dos encuadres: de lejos, amparado por una luz tenue que acompaña, perezosa, los movimientos lerdos del borracho; y de cerca, en una toma que permite a esa luz tímida acentuar apenas la sonrisa macilenta del viejo. El personaje, interpretado por Salvador Solís, es un bebedor de siempre que lleva un rato queriendo huirle al guaro, pero que ha vuelto a bailar solo su borrachera empujado por lo puta que puede ser la vida en una ciudad agobiada por la maldad -la de los buenos y la de los malos. La escena esta del borracho, que vuelve a hundirse en la infinita tristeza de un baile solitario, es clave en el primer largometraje de Arturo Menéndez: en ella se define el tono dramático, los tintes del discurso visual y, en buena medida, el talante del protagonista, que por guión y actuación es en buena parte el de la película entera.

Hay más escenas como esta en el filme: Don Cleo, ataviado con un par de gafas de patillas coloridas -cual Batman en tiempos de desgracia-, desafía la calle engrafitada de su ciudad con una melancolía desgarradora dibujada en el rostro; Don Cleo, terminado el coito con su amiga-redentora-compañera, se reconcilia por un momento con la vida echado sobre su colchoneta magra en su cuarto magro de su casa magra en un barrio jodido de San Salvador. Todo eso queda plasmado en el celuloide con gracia, con mucho tino. Y es así, con la fuerza visual que ya nos había insinuado en “Cinema Libertad”, como Menéndez resuelve su película.

“Malacrianza” es mucho más que “Cinema Libertad”; es, en principio, su maduración. La ópera prima de Menéndez, que es capaz de persistir precisamente por su intensidad visual, es una especie de exposición museística: muchas salas, muchas imágenes, no necesariamente conectadas con solidez por su guión.

En eso, la consistencia narrativa, “Malacrianza” representa un salto: hay, aquí, una historia de principio a fin, trazada con un dejo de novela corta, que habla sobre la desesperanza salvadoreña, la marcada por las ganas de irse al Norte, por la traición, por el afán de conseguir un par de dólares más para ayudarle al hijo, para llevar a cenar a la bicha, echarse un tapi o, cosas de nuestra ciudad, pagar “la renta” a uno que vive de cobrarte so pena de matarte.

La historia de Don Cleo puede ser la de su ciudad, la nuestra, gracias en buena parte a sus lentes, los coloridos, que cobran vida en el rostro expresivo de Solís; y tiene este actor la bondad de querer a la cámara de cine, de entenderla. Suele suceder que en un país sin industria cinematográfica como El Salvador es el actor criado en el teatro el que se para frente a la lente y eso pasa factura: el teatrero debe actuar más alto para que lo oiga el salón entero, el de cine debe, solo, querer a la cámara. No es lo mismo, pero Don Cleo y sus lentes lo entienden.

Y también puede esta historia ser la de este San Salvador, sobre todo por la sensibilidad visual de Arturo Menéndez, que ha sabido dónde poner su cámara y cómo moverla. Ha sabido crear su propia paleta de colores para darnos la capital miserable, desgarrada, que vive entre pasajes húmedos y bulevares oscuros y en la que apenas se insinúa al Divino.

Le falta a este cineasta -el único salvadoreño que por hoy merece la etiqueta- afianzarse como escritor y eso se nota en “Malacrianza”. El salto respecto a “Cinema Libertad” es, sí, importante, pero aún le falta a la segunda película de Menéndez cohesionarse en torno a un script más sólido, en el que la historia no dependa del todo de esas síntesis visuales maravillosas como la de Don Cleo bailando borracho sus miserias, que son las nuestras.

*Para leer la entrevista que Héctor Silva Ávalos sostuvo con Arturo Menéndez, visita el siguiente enlace.

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