Límites a la corrupción

Centroamérica está despertando de su letargo. Un ex dictador conoció por primera vez los tribunales luego de pasar a la historia como el principal responsable del etnocidio de miles de indígenas ixiles en Guatemala; en ese mismo país, un presidente y su segunda al mando tuvieron que renunciar al cargo mientras eran investigados por liderar una red de estafas en las aduanas; en El Salvador, un expresidente vinculado a la derecha política está a punto de ser condenado por apropiarse de dinero público proveniente de millonarias donaciones entregadas durante su mandato; en Honduras, el presidente está acorralado de antorchas que aborrecen la corrupción; y en Panamá, las cosas no pintan muy diferentes para el ex presidente Martinelli.


Los centroamericanos somos cada vez más conscientes de nuestros derechos, identificamos los abusos del poder y reaccionamos en las calles y en las redes. Las instituciones, sin más remedio, atienden a esta vorágine y sed de justicia que se instala con fuerza en la sociedad. Con intensidad se hacen frecuentes los debates sobre la idoneidad en los cargos públicos, el combate a la impunidad, la transparencia en las decisiones gubernamentales, la independencia judicial y mecanismos de control a la función de los políticos. Y es que todos estos anclajes institucionales que deberían funcionar en un estado de derecho, históricamente han fallado en nuestra región.

Han fallado porque como sociedad lo hemos permitido al desatendernos del interés por lo público, hemos cedido al arbitrio de quienes toman las decisiones sobre la manera y la medida en la que quieren ser controlados. Y sucede que mientras evadíamos nuestra responsabilidad, la agenda de intereses vinculada a grupos de poder se enriquecía a sus anchas por la vía de la corrupción, influía en decisiones públicas y excluía de las prioridades políticas las demandas y el desarrollo humano de las mayorías para favorecer a sus intereses privados.

Hoy en día ningún gobierno, autoridad legislativa o judicial puede ignorar que su trabajo está siendo permanentemente auditado, y que un abuso de sus funciones tarde o temprano puede costarle el cargo, la carrera política o incluso la cárcel. Sin embargo, a pesar de esta realidad, la corrupción política y la impunidad aún conviven con nosotros.

El financiamiento privado de los partidos políticos sigue siendo la principal puerta de acceso para que diputados, presidentes, jueces, fiscales, entre otros, atiendan una doble agenda una vez llegados al cargo. El financiamiento con dinero de privados en la política habilita que el funcionario responda a una jerarquía de intereses entre quienes pagan sus cuentas y quienes lo han votado en las urnas.

El caso salvadoreño es ejemplar. No basta con hacer públicos los montos y los nombres de los financistas en campaña electoral en la medida que existe una red de prestanombres y artilugios que contribuyen a evadir la transparencia. El partido ARENA, por ejemplo, en los últimos años ha recibido donaciones de cuentas bancarias de titulares privados, cuando en realidad el dinero provenía del sector público vía donaciones de Taiwán. No es un invento. Las pericias fiscales lo determinan y un expresidente de su partido está dando la cara por ese caso en estos días.

Los partidos políticos, como sostén de la democracia representativa, deben ser financiados con dinero público, de los contribuyentes. En la medida que cerremos la llave del dinero de privados, ni el petróleo, ni el narcotráfico, ni el soborno, serán quienes ejerzan más influencia que los votantes a la hora de tomar decisiones públicas; seremos sus financistas, los ciudadanos, quienes controlemos. En definitiva, si nos gusta la democracia, asumamos la inversión.

Un nuevo esquema de financiamiento implica, además, desplazar la noción mercantilista de la política, establecer parámetros de igualdad de condiciones para quienes compitan en una elección y generar incentivos para que los candidatos en disputa se esfuercen ante sus bases por demostrar con acciones, y no a través de eslóganes, los motivos por los cuales habría que votarles.

Por otro lado, el debate sobre mecanismos de control en las instituciones públicas debe ganar más terreno. Mayor control significa menor margen de discrecionalidad y mejor optimización de los recursos públicos. Pero atención, también los privados deben regularse. La corrupción es una relación que involucra a más de uno, también es social, y se expresa mediante el fraude fiscal, la evasión y la entrega de sobornos. En la medida en que el Estado cuente con mecanismos laxos de control a las empresas y a las personas físicas en la recaudación tributaria y en la protección a los delatores de la corrupción, ni el dinero alcanzará, ni el desfinanciamiento por la vía de los ingresos será resuelto. Fuertes penas judiciales y publicación de los deudores deben ser medidas para desincentivar el incumplimiento a la ley, por lo que es necesario impulsarlas.

Centroamérica está despertando de su letargo. Digo está porque este es un proceso en desarrollo, que sólo estará culminado en la medida en que exista interés en la sociedad por dinamizar estos temas y entonces ejercer la suficiente presión sobre los políticos para instalarlos en agenda. En definitiva que esto transite de la indignación hacia una nueva manera de constituirnos como sociedad depende única y exclusivamente de nosotros, ciudadanos conscientes y empoderados de nuestros derechos.

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