De la represión sexual al desarrollo social

“La violencia racial, de género, sexual y otras formas de discriminación y violencia, no pueden ser eliminados sin cambiar la cultura”

Charlotte Bunch

Nuestra sociedad está llena de  fundamentalismo religioso, doble moral y represión sexual. Nacemos y crecemos en un entorno que crea en el individuo, desde temprana edad, un estado psicofísico que contiene a la persona en la expresión y realización de su sexualidad. La represión sexual se asocia a menudo con sentimientos de culpa o vergüenza generados por adoctrinamientos, dogmatismos e ignorancia generalizada sobre los impulsos, sensaciones y sentimientos asociados con la sexualidad.


Lo que constituye o puede constituir la represión sexual tiene un carácter amplio entre sus efectos sociales, personales y de salud mental. Sin embargo, podemos estar de acuerdo que las instituciones fundamentalistas basadas en la fe son las que más fomentan la represión sexual y combaten cualquier esfuerzo por educar y empoderar en el ejercicio de sus derechos sexuales y reproductivos a las personas más vulnerables.

En este punto es útil e iluminador plantear a grandes rasgos el pensamiento de Michel Foucault sobre este tema, pues se debe entender que lo que entendemos por sexualidad proviene de una construcción social a través del poder y que la actual construcción de sexualidad es un producto del paso de la “estética de la existencia” a la “hermenéutica del deseo”.

Foucault no es el único en plantear sobre la base de estudios antropológicos, sociológicos y filosóficos, que el concepto “cuerpo” es un producto social y cultural; en esta afirmación se sustenta una serie de teorías sobre las prácticas sociales de regulación y dominación de los cuerpos, que han conducido a un desequilibrio notable en nuestra salud mental a nivel colectivo, en la percepción de control sobre nuestro cuerpo y sobre nuestra sexualidad.

Justamente este es el punto de partida del historiador y filósofo francés que es conocido por sus profundos estudios sobre el “poder” que contienen fuerte crítica a las estructuras sociales. Tres de estas obras son sobre la historia de la sexualidad humana.

La voluntad de saber contribuye a que hoy día los movimientos feministas y LGBTIQ (Lesbianas, Gays, Bisexuales, Transexuales, Queer) se aproximen a los problemas teóricos que ha traído el excesivo control sobre la sexualidad de lo que Foucault llama “la hipócrita sociedad burguesa”. Especialmente ese discurso se consolida como un argumento de uso normativo y dogmático para forjar la construcción de sexualidad que ejercemos o practicamos.

La historia de esta construcción discursiva sobre la sexualidad aclara concienzudamente cómo los discursos transgresores, sinceros y visibles respecto a la sexualidad, todavía presentes a comienzos del siglo XVII, se transformaron en prácticas ocultas, discursos reticentes y enmascarados, intervenidos por el poder totalitario de la burguesía victoriana.

Desde la óptica de la teoría del sexo reprimido es importante dejar de interpretar el “poder” como una fuerza centralizada y atribuida por una autoridad individual; hay que entenderlo como una fuerza descentralizada y articulada como red. Es decir, que la sexualid en vez de ser reprimida por el poder es producida por él. El poder no es una cosa que uno puede tener, sino que es fundamentalmente un fenómeno relacional, o sea, algo que se ejerce, se practica, se vive. En la construcción de la sexualidad las fuerzas no son la reproducción y la selección natural sino prácticas sociales, entre las cuales está el propio conocimiento. Prácticas de exclusión, como la encarcelación o la cuarentena, junto con el conocimiento que generan discursos médicos o psiquiátricos, se combinan para forjar diferentes aspectos de lo que constituye nuestra identidad. Ahora, con esta nueva concepción del poder, entendemos que no se ejerce sólo, que para generar represión o prohibición es insuficiente. El poder por sí sólo no es suficiente para entender los niveles de control característicos que se ejercen en el mundo de la posmodernidad.

El miedo y la culpa siguen siendo herramientas de control utilizadas por pseudo religiosos y políticos, al igual que el rifle de asalto. Estas armas pueden controlar bien la conducta, pero esta última es poco efectiva debido a que su acción de control es muy limitada en el tiempo. Mucho más eficaz para el status quo es un esquema en el que la gente “se controla a sí misma”. Eso es precisamente lo que sucede con la sexualidad, una idea o norma que uno adopta como “natural” y que sirve como estándar impuesto por el poder para la conducta de cada individuo en determinada sociedad. Esa relación entre el conocimiento y el poder evidencia que están ligados y que actúan en sinergia. Debido a su funcionamiento es imposible e irracional que uno se coloque fuera de toda relación o ejercicio de poder, (lo que nos lleva al problema de la desmovilización de la población y nos da como resultado el surgimiento de organizaciones criminales como las “pandillas” que llenan ese vacío creado por el mismo sistema).

No existe en absoluto ningún entorno social en el que uno esté totalmente libre de relaciones de poder, pues eso sería una abstracción. La realidad social en que todos vivimos está constituida por esas relaciones, de modo que la única “liberación” que puede haber es pasar de una configuración de relaciones de poder restrictiva a otra relativamente más permisiva y equitativa. En otras palabras, no hay ninguna verdad independiente del discurso que podría liberarnos del poder. La verdad está implícita en el mismo poder que se ejerce.

La hipótesis represiva desarrolla entonces un discurso sobre el sexo con mecanismos de dominación ideológica, implícitos y sutiles para vigilar, disciplinar y en definitiva someter la expresión genuina de la sexualidad como manifestación de sabiduría y de comprensión de la esencia de la energía femenina y masculina.

Respecto al discurso cientificista sobre el “sexo”, como en el caso de las “drogas” pretendió ser un discurso de “verdad”, “serio” y “transparente”; pero terminó siendo una “ciencia” subordinada a un discurso ideológico y una falsa moral. En este punto debemos dilucidar la diferencia entre las sociedades que expresan una verdad sobre la sexualidad extraída del placer, aquellas culturas que se dotaron de un ars erótica, como las sociedades árabes, China, Japón e India, por mencionar algunas, y nuestra cultura occidental, la cual no posee un ars erótica pero sí desarrolló una scientia sexualis, una estructura bien articulada que implementa mecanismos de control sobre la sexualidad y que ha multiplicado vertiginosamente los sermones sobre lo prohibido; pero el filósofo nos dice  “hay placer en saber sobre el placer”, por ello crece la necesidad de saber sobre la sexualidad.

Para Foucault esta estructura está determinada por las prácticas sociales y el poder que las atraviesa, a través de formaciones discursivas y no discursivas. En el caso del sexo y del deseo, existen actualmente mecanismos de poder que generan sexualidad como un producto y de esta forma engendran sistemas represivos. No obstante, dentro de la misma estructura el placer y el goce son vías privilegiadas para acceder al poder, conforman un andamiaje en donde hay uno que ejerce el dominio sobre otro.

De acuerdo con Foucault, “Occidente conoció desde la edad clásica una profundísima transformación de esos mecanismos de poder”. Dicha transformación, entre otras cosas, ha logrado desplazar el derecho de muerte a las exigencias de un poder que administra la vida. De allí que la sexualidad, como acceso a las fuerzas de la naturaleza en el interior, como acceso a la vida del cuerpo y a la vida de la especie, se transformó en un aparato represor de  disciplinas y generador de regulaciones. Nosotros, dice Foucault, estamos en una sociedad de sexualidad. En nuestra cultura global, con una etnósfera cada vez más deteriorada, los mecanismos de poder se dirigen al sexo, al cuerpo, a la vida, a lo que la hace proliferar, al porvenir de la especie, a la vitalidad del cuerpo social, en fin, en la actualidad “el poder habla de sexualidad”.

En El Salvador el feminismo y el activismo LGBTI a pesar de sus desgastes y conflictos internos cada vez poseen más plataformas comunes fundadas en la perspectiva política de la sexualidad como forma de resistencia y de desobediencia civil ante el régimen heteronormativo y patriarcal fomentado en principio por el catolicismo romano, institución que junto a otras fundamentalistas han logrado permear en el Estado y romper la laicidad del mismo en detrimento de los derechos de la ciudadanía.

En gran parte de latinoamérica las reivindicaciones de ambos frentes no han contado con los mismos triunfos ni con los mismos retos. Mientras que en las últimas dos décadas a nivel internacional los derechos de las comunidades LGBTI han ido siendo reconocidos a través de legislaciones locales y nacionales que tratan de dejar atrás el oscurantismo anacrónico; legislaciones como la aprobación del matrimonio igualitario y el reconocimiento de la identidad de género son un avance hacia la equidad. Sin embargo, existen otras reivindicaciones fundamentales que aún no han sido resueltas como la despenalización del aborto y la implementación de la educación sexual y los derechos reproductivos para toda la población.

En definitiva no existe impedimento racional o espiritual para que las personas del mismo sexo puedan contraer matrimonio, la familia es una institución cultural creada y modificada por las condiciones sociales en busca de ser una institución y un concepto plural y equitativo. Principio respaldado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, y amparado por el sistema jurídico internacional para tutelar la libre determinación de la sexualidad y el derecho a conformar una familia, quedando establecida, como factor de discriminación, la connotación peyorativa a la diversidad sexual.

Muchos países han desarrollado una actitud de apertura hacia la sexualidad, pero en otros como el nuestro, se han mantenido y aumentado la actitud de mantener controlada las manifestaciones de las personas en torno a su sexualidad.

La estrategia de articular las reivindicaciones de las agrupaciones y movimientos  LGBTI  como violación del derecho a la igualdad y a las libertades individuales, ha contribuido a la ocupación del espacio público por parte de este conjunto de demandas (al igual que lo van ganando los derechos de las personas que usan drogas [PQUD]). Sin embargo la falta de énfasis del argumento de la igualdad estructural respecto al derecho al aborto –en pos de otros argumentos fundados en el derecho a la salud, la integridad física, la privacidad, la autonomía y la vida–, ha incidido en su postergación.

La igualdad que se defiende en cada frente es muy distinta. La igualdad en el matrimonio extiende un derecho y trae dignidad a poblaciones tradicionalmente excluidas por el poder dominante. Tal extensión de reconocimiento de derechos a las parejas del mismo sexo no supone acabar con la institución del “matrimonio”, ni crear algo nuevo, sino, por el contrario, implica legitimar la figura de esta institución conservadora arraigada por un concepto de “familia” establecido después de la segunda guerra mundial y que cada día pierde más adeptos; es decir, el reconocimiento de este derecho a todos los ciudadanos ha funcionado y funciona como un catalizador que asegura su existencia. Cabe mencionar que las reformas legales que reconocen el derecho a ser parte de la institución matrimonial, no han incluido la modificación de las injustas condiciones económicas y sociales estructurales del matrimonio. En nuestro país despejar a la institución del matrimonio de su homofobia y heteronormatividad contribuiría a “legitimar socialmente” a la población LGBTI y crearía la posibilidad del surgimiento de una nueva plataforma desde la cual exigir otros derechos, como es el caso del derecho a la identidad de género.

La lucha se hace más difícil cuando defendemos los derechos reproductivos, especialmente en el caso del aborto, pues el reconocimiento de este derecho apunta a desmoronar, destruir y eliminar una desigualdad estructural más profunda, y presenta un evidente potencial transformador de la sociedad. Dichos derechos entregan a las mujeres el poder sobre sus cuerpos y, con él, sobre sus destinos (cabe mencionar que en sociedades como sueca se están discutiendo el reconocimiento del derecho al aborto masculino, esto quiere decir que el hombre antes de las 18 semanas podría decidir renunciar a los derechos y obligaciones de la paternidad). El derecho al aborto, la salud sexual y derechos reproductivos, por supuesto, no sólo no es una prioridad de los “varones” (sean de derechas o de izquierdas), sino que revelan su potencial para revertir privilegios forjados a pulso; por tanto, es una agenda prohibida para quienes se encuentran a gusto con el status quo.

El reconocimiento y la efectiva equidad de género, supone una alteración fundamental no sólo de los arreglos de género sino de los arreglos políticos, sociales y económicos hegemónicos. La lucha política, los movimientos y los políticos pueden esgrimirse para dilucidar por qué derechos de minorías sexuales sí, y el derecho a finalizar un embarazo no deseado o inviable no. Las evidentes diferencias al interior del movimiento feminista, marcadas por las agendas que se promueven por parte de grupos de mujeres que tienen prioridades de lucha diversas (como es el caso de las campesinas, las indígenas, las amas de casa, las profesionales, las trabajadoras del Estado, las militantes políticas, las ecologistas, las sindicalistas, las lesbianas, las travestis y un largo etc. de identidades y reivindicaciones necesarias para las mujeres) han hecho que sea muy difícil alinearse en torno a una lista prioritaria de demandas, este mismo fenómeno afecta y retrasa las conquistas de los derechos por los que luchan los movimientos LGBTI.

En El Salvador, gran parte de la población se encuentra desmovilizada; y son las organizaciones feministas, LGBTI, ecologistas y algunas iglesias progresistas las que hoy por hoy se encuentran luchando por un desarrollo sustentable de nuestra desangrada y enferma sociedad. Aquí no se trata de matar, sino de lograr justicia para mujeres y hombres de cualquier orientación sexual e ideológica que son vulneradas y atropelladas, vaya a saber una por qué (por ser jóvenes, de bajos recursos), por los pre-juicios y el fundamentalismo producto de la ignorancia. Es tiempo que el camino del desarrollo sea establecido y fundamentado en los derechos humanos, la razón, la ciencia y la justicia social.

Este es un llamado indignado pero esperanzador, pues podemos dejar de ser indiferentes y pasivos frente a estas gravísimas injusticias, frente a la guerra social, la violencia y la vulnerabilidad. Podemos indignarnos, expresarnos, informarnos, escuchar, observar atentamente y luego tomar decisiones inteligentes y audaces para discernir lo justo de lo injusto. Podemos actuar frente a tanto egoísmo y maltrato, instaurando modos más sanos de vincularnos como partes diversas de una misma sociedad.

Es tiempo de ejercer nuestro empoderamiento, es tiempo de unirnos en diversidad en un movimiento amplio y apartidario, es tiempo de someter el poder del odio por el poder del amor al que nos llama Jesús de Nazareth. Todas y todos quienes se sientan identificados con la lucha por la libertad, la justicia y la convivencia en paz, unámonos a este llamado por la vida y la libertad.

“La igualdad es el alma de la libertad; de hecho, no hay libertad sin ella.”
Frances Wright

¿TE HA GUSTADO EL ARTÍCULO?

Suscríbete al boletín y recibe cada semana los contenidos en tu email.