“La Palabra de Pablo”: algunas anotaciones tontas

Antes de que alguien lea esto y diga «¡Juela, Andrea! No seás hecha leña. Apoyá lo nuestro», necesito aclarar algo: creo en la importancia del cine nacional y lo apoyo. Entiendo que es una industria perseverante en mejorar su calidad, variedad y alcance, aún si no siempre cuenta con el apoyo monetario y formativo necesario. Yo fui al cine y pagué por ver La Palabra de Pablo. Eso no significa que por ser un precedente nacional –que a nivel de calidad lo es– , esté libre del criterio que aplico a todos los productos audiovisuales que consumo, ni mucho menos de mi ‘sentido del humor pierde amigos’.


Faltan diez para las once y justo vengo llegando del cine. Fui a ver “La Palabra de Pablo”, el thriller más reciente de Arturo Ménendez; el mismo para el que Sony acaba de comprar derechos de distribución para Latinoamérica.

¿De qué va? Es un Otelo salvadoreño. Pablo es un bicho que no hace aparentemente nada con su vida, más allá de fumar mota y odiar tanto a la novia de su papá que trata de convencer a su mejor amigo de tener sexo con ella, y a su papá de que ella le ‘da baje’ con su medio hermano. Suena bien para mí.

La película ha hecho mucho ruido en medios y, por lo tanto, resulta inescapable. Con la esperanza de ver resueltas muchas de las carencias que dejó Ménendez en “Malacrianza“, fui al cine incluso luego de haber leído otras críticas no tan favorables. Es aquí donde lamento informar que las carencias siguen ahí, y procedo a hacer un listado visceral de todas las cosas que detesté en “La Palabra de Pablo”:

  • Esta película debería llamarse El Porro de Pablo. La marihuana no solo es un recurso barato para crear complicidad entre personajes, sino que se vuelve inmensamente inútil y aburrido cuando te lo ponen en la cara una y otra vez.
  • Padre de Cristo, ¡alguien descubrió las tomas cerradas! ¿Por qué no hay más aire, visualmente hablando? La vista se cansa un poco. Y no le hace ningún favor a la fotografía de la película, que en general está muy bien lograda.
  • Hablado de aire: o las tomas de drone salieron increíblemente caras, o no costaron nada, porque su uso es generoso, rayando en lo excesivo. Lo bueno es que ahora conozco cómo se ve el lago de Coatepeque de día, de noche, por arriba, por abajo, anocheciendo, amaneciendo, bajo de agua, con gente ahogada, sin gente ahogada…
  • La música incidental es como el limón: no hay necesidad de ponérselo a todo. Por más que te guste, por más interesante que vuelva las cosas, no podés darle el peso de crear tensión o indicarle a la gente que la tensión está ahí. Eso le corresponde al guión y a la dirección.
  • Esta es la parte más grosera de admitir, porque no me gusta ser mala gente, pero el pecado capital de La Palabra es el guión. Una premisa interesante es asesinada por una historia que descansa en momentos “impactantes”, clichés narrativos, personajes a medias y un ritmo atropellado. Este país necesita no solo mejores guionistas, sino directores que sepan ser tanto humildes como para reconocer que no son navajas suizas, así como audaces para seleccionar profesionales con experticia mayores a la suya en esa área.
  • En cuanto a la dirección, hay una falta de uniformidad en la precisión de las actuaciones. Encontramos actores muy talentosos pero malgastados en personajes que no llegan a más; o no son guiados hacia interpretaciones más aguerridas y genuinas. De esto excuso a Leandro Sánchez y Carlos Aylagas. A ellos les jugó sucio el guión.
  • Honestamente, no entiendo el ritmo de esta película. Para un thriller –especialmente uno inspirado en un drama shakespeariano– es necesario darle a la audiencia momentos de quietud, inmersión, familiarización. O por lo menos, para conocer mejor a los personajes y permitir que a uno le importe su destino.
  • Puta, para que una película sea vergona y capture bien cachimbonamente el puto hablado informal de la mara, ¡no es necesario pasar puteando cada tres segundos, majes! Se los dice una persona muy, muy mal hablada.
  • Yago, en Otelo, es astuto y persistente. Pablo es molesto, torpe, pero al menos también tiene malas intenciones. Me resulta difícil creerme el final, porque no tengo una personalidad inicial que haga sentido con ese giro narrativo.
  • Esta es una clavazón muy de diseño –y probablemente a nadie le importe–, pero hay tipografías más bonitas que Arial para presentar los créditos. Choca un poquito con el look más trabajado que tiene todo el filme, y da la impresión de que, aparte de la animación del titular, no alcanzó el tiempo para diseñar créditos.

“La Palabra de Pablo” sí acierta en algunas cosas, la mayoría de corte técnico. Es innegable, encomiable y digna de imitar la distancia abismal que hemos recorrido en cuanto a estándares de calidad visual. Esta película no se sabe a intento o a ensayo. Es visualmente coherente, cuidada a nivel estético, hecha con seriedad y compromiso. Aunque me quejé de su uso excesivo más arriba, también el diseño de sonido está a la altura del reto, y ese es un mérito que, de no haberse quemado el recurso, podría haber brillado más.

¿Recomendaría ir a verla? Por supuesto. Nuestro cine necesita un espacio, necesita consumidores y, por sobre todo, merece ojos dispuestos a disfrutarlo, a exigirle, a encontrar en él momentos de reflexión, fantasía, inspiración e identidad.

Si este texto existe, es en ese espíritu. No es para ser mala onda; no es para odiar de gratis: lo escribo bajo la esperanza de que a fuerza de ver, criticar, analizar y socializar impresiones, hablar de productos salvadoreños sea algo de todos los días; no una excepción ridículamente dual entre el nacionalismo y la burla malintencionada.

Si pueden, dense un paso por el cine y véanla mientras esté en cartelera. No les prometo una excelente película, pero sea como sea, es historia audiovisual salvadoreña. Es nuestro deber estar ahí, consumirla y sacar nuestras propias conclusiones.

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