La costumbre de ser espiados

“El Estado ha refinado sus instrumentos de vigilancia,  y quien quiera huir hacia lo oscuro  se enfrentará con artillería iluminadora en su fuga”.

Guy Debord

Hace más de dos semanas, el tema trendi en redes sociales y medios de comunicación en México era el espionaje por parte del gobierno a defensores de derechos humanos, periodistas y activistas. La noticia fue tendencia nacional y la información fue difundida también en medios internacionales, después de que el New York Times publicó un reportaje al respecto.

El titular del medio estadounidense fue potente: “Somos los nuevos enemigos del Estado”, citaron de boca de Juan Padinas, impulsor de una ley anticorrupción en México. La administración de Enrique Peña Nieto respondió —aparentemente solo por tratarse del Times— de la única forma en la que ha contestado a los escándalos en los que se ha visto involucrada: lo negó todo.

Pero gran parte de la información publicada por el medio neoyorquino provenían del análisis realizado por Citizen Lab que encontró rastros del software Pegasus —un programa de espionaje que la compañía israelí NSO Group vende únicamente a gobiernos— en dispositivos electrónicos de periodistas y activistas mexicanos. Y el hashtag que se volvió tendencia, #GobiernoEspía, surgió a propósito del informe de las organizaciones mexicanas R3D, Artículo 19 y Social Tic, que documentaron este espionaje sistemático.

Dentro y fuera del país —con justa razón— la noticia se volvió escándalo, como lo han sido otros varios casos de corrupción y violaciones de derechos humanos (que no son pocos) ventilados durante el actual sexenio. Pero México solo se lleva la primera plana de los periódicos gringos rara vez, cuando su agenda interna no da para mucho. Y acá, en tierra mexica, un escándalo encumbra al otro y el ruido es ensordecedor.

Cuesta hacer un análisis del problema de la vigilancia del gobierno en México que considere la historicidad (¡uf! palabra demasiado academizada, pero insustituible) del asunto. Un artículo digerible que no sea titulado: “Las cinco generalidades que debes conocer sobre el espionaje gubernamental mexicano”; que baje el tema, más allá de la tendencia generada por el informe y el vaivén político-mediático, a la realidad; que diga: esto nos afecta y convoca a cada uno de los periodista/activista promedio (no solo a quienes consideramos ‘espiables’) en México y otras latitudes.

La vigilancia del gobierno mexicano a periodistas y activistas no es un tema fácil de diseccionar. Sería ingenuo aspirar a ello en este texto. Es un asunto de tesis enteras, ¡carajo!, de análisis como el de Citizen Lab y R3D de cuartillas y cuartillas. Como muchos otros problemas en México, tiene demasiadas aristas que considerar.

Pero, por comenzar por algún lado, elegí arbitrariamente tres puntos para iniciarse en la discusión, que implican comprender pasado y presente: 1. México cuenta con una larga trayectoria de gobiernos espías que, sumada al no tan reciente 2. autoritarismo con el que se maneja la “democracia” mexicana, y el creciente y complejo 3. panorama internacional de vigilancia, hacen de quienes señalan las inconsistencias los enemigos, no nuevos, sino naturales del Estado mexicano.

Siendo enfática, el gobierno en México es espía desde que es gobierno, siempre con muchas más razones de peso para vigilar a sus detractores (periodistas y activistas incluidos). El sistema democrático mexicano muestra serios signos de autoritarismo desde hace tiempo; aunque intente disfrazarlos son cada día más evidentes y cada día más señalados. Y la epidemia de vigilancia es mundial, así como la crisis de las democracias, la polarización de las sociedades, la militarización de las policías, y un largo etc. que nos congrega al mundo occidental.

He escuchado, no a uno, a varios periodistas mexicanos, de la nueva y de la vieja guardia, terminar sus llamadas telefónicas con un caluroso “¡Saludos a Gobernación!” Un compañero, quien no ha pagado el recibo de teléfono e internet en su oficina desde hace seis meses, bromea sobre los motivos por los que aún conserva el servicio y la compañía no lo ha suspendido, como sucede cuando tienes una deuda: no puede ser buena suerte —se mofa—, seguramente Tomás Zerón —exdirector de la Agencia de Investigación Criminal de la Procuraduría General de la República (PGR), creador de “la verdad histórica” sobre Ayotzinapa— decidió pagar la cuenta para mantenerse en contacto. He eliminado y bloqueado el número de periodistas que después de asesinados se mantenían “En línea” en el WhatsApp porque simplemente nunca supe en manos de quién quedó su teléfono. Sé de varios grupos, chats en los que periodistas y activistas se comunican, desintegrados en segundos cuando escuchan la noticia de que uno de los administrador fue desaparecido. He recibido cursos de seguridad digital financiados por USAID, mientras Hilary Clinton, en calidad de Secretaria de Estado, autorizaba a la empresa distribuidora estadounidense, Security Tracking Devices, la venta del software Pegasus al gobierno mexicano. He dado consejos sobre seguridad digital a compañeros que eran seguidos y acosados en la calle por extraños con apariencia de militares, pero eso no los salvó de ser torturados y asesinados. Hemos adquirido hábitos de cuidado digital individual y colectivo y también los hemos abandonado. Hemos comprobado que no podemos protegernos de quien debería protegernos y, con mucho dolor, que estamos solos.

Realicé dos semanas de seguimiento a la tendencia #GobiernoEspía y en el inter me cuestioné la vigilancia gubernamental en México y el mundo, todo para escribir esto. La reflexión no solo me llevó a terminar escribiendo sobre mi problema para acotar los problemas mexicanos, sino que también recapacité sobre las nociones básicas de la vigilancia: por qué se ejerce, quién y contra quién se ejerce y bajo que motivaciones.

Para invitar a la misma reflexión, una pregunta retórica: ¿De quién —si no, del astro coercitivo del Estado— emana la actividad de la vigilancia?

Si la vigilancia en teoría es considerada una prioridad de todos los Estados-nación para consolidarse y mantener el bienestar de los ciudadanos, también es una herramienta de control, y cuando está en manos de Estados autoritarios, criminales legítimos o no, es violatoria en sí misma.

Pero sucede que la vigilancia ni se inventó ayer ni es vista por los gobiernos —y me atrevo a decir que tampoco por muchos ciudadanos— como una actividad maliciosa. Por ello el presidente mexicano se paró frente a un público y ante cámaras para decir que él también se ha sentido espiado. Así como muchos aplaudieron que el ejército saliera a las calles a “combatir al crimen organizado” en 2006, en México, la gente común suele pensar que hay mecanismos de poder y coerción que se justifican frente a un “enemigo” real o posible. Solo un sector de la población parece indignarse cuando ese enemigo se identifica claramente como un periodista o un defensor de derechos humanos. Porque el espionaje es un crimen hasta que tienes suficiente dinero para costear un programa que te permite llevarlo a cabo, o suficiente poder para legitimarlo.

Hoy es buen momento para ser insolentes, para reflexionar lo que muchos han permitido o que otros no hemos hecho suficiente para oponernos: a ser asesinados, desaparecidos, espiados.

Una vez más: ¿Quién va a investigar las violaciones a los de derechos humanos cometidas por el gobierno de México? ¿El gobierno de México?

Para este caso, R3D, Artículo 19 y Social Tic sugieren que sea un grupo independiente de expertos el que investigue “la acción o inacción de la PGR” en el espionaje. La administración de Peña Nieto asegura que investigará las acusaciones de los periodistas, que pueden pasar a denunciar a la PGR, pero omite decir que desde octubre de 2016 la misma instancia se negó a entregar información o datos sobre los contratos con NSO Group, declarándola información reservada hasta 2021.

Cualquier declaración oficial, así como el ocultamiento de la información por parte de las instituciones mexicanas, va más allá del cinismo, y la reserva de la información es prolongar el escenario de abusos e impunidad, reservarse nuevamente la justicia.

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