La gestión de la cultura

Si bien la gestión cultural como disciplina académica tiene más de 25 años de discusión, en El Salvador es reciente su reflexión, además de breves y escasos los espacios de formación en el tema. Mientras en Europa se pueden cursar hasta maestrías en el área, en nuestro país no pasa de diplomados de menos de un año de duración, cursos aislados; y en formación con grado académico, únicamente el técnico en gestión tecnológica del patrimonio cultural del ITCA, impartido solamente en Santa Ana.

Se considera a los hacedores de cultura a los artistas, esos seres que tienen algo que decir, que provocan reflexiones a través de la palabra, la música, la danza, el teatro, la imagen… de todas las diversas manifestaciones culturales sea el canal o medio que escoja el artista para elaborar su mensaje. El ser artista se percibe como una vocación, un oficio, cuando en realidad tiene todas las características para ser considerada una profesión, de esas que se pide consignar en el documento único de identidad. Son muchos los que dedican sus tiempos marginales a concretar sus proyectos artísticos y casi siempre sin generarse ingresos por ello, a la vez que la mayor parte de su tiempo profesional se invierte en adherirse a puestos de trabajo que muchas veces distan mucho de su quehacer y sensibilidad artística. ¿La razón? El pago de la cuota de una vivienda, los recibos, manutención y un largo etcétera… el mismo etcétera que un abogado, médico o un ingeniero debe erogar mensualmente; profesiones o estudios que se sugiere cursar al artista “por si acaso”, a fin de asegurarse estabilidad económica.

Si bien las opciones de vida tocan decisiones y compromisos individuales (dejar “todo” por el arte, vivir el compromiso pleno, ser artista de tiempo completo; o sujetarse a un título académico que provea de futuro laboral y ser artista de tiempos marginales, entre otras), lo innegable es que hay una producción de un bien o servicio cultural, de un objeto o servicio de intercambio, que pasa del creador al consumidor, y esto idealmente debiese ser una actividad económica.

Y es aquí donde se discute sobre “mercantilizar” o “capitalizar” la cultura o el arte por cobrar o tasar sus manifestaciones, versus los propósitos sociales y humanísticos del arte en las sociedades. Ambas posturas pueden conciliarse, pues un propósito social por medio del arte puede ser la dignificación del artista y esto pasa por reconocer económicamente su trabajo en la valía correcta. El artista necesita costearse sus necesidades básicas, adquirir sus insumos de creación y producción, y si bien es necesario el disfrute libre de espectáculos artísticos por parte del ciudadano, la clave estriba en cómo conciliar ambas necesidades (reconocer monetariamente al artista y tener espectáculos gratis), y para ello debe existir siempre “alguien” que sufrague directa o indirectamente.

La postguerra dejó pocos y claves espacios de exposición cultural: fue una época en la que lograr un lugar para leer los versos propios, interpretar una pieza original, exponer imágenes, era una gran fortuna, casi un privilegio; satisfacía el solo hecho de ser visibilizado, lograr comunicar, exhibir habilidades. Ahora, en 2019, nos encontramos con numerosos espacios para desplegar, revelar, mostrar estas capacidades. Los espacios existen. Es urgente, necesario y responsable pasar del considerar “que se está haciendo un favor” al artista con ceder un área para la realización de un espectáculo artístico, a la toma de conciencia que esto del arte y la cultura es clave como elemento para el desarrollo sostenible, que necesita de organización, que representa gastos y que necesita de inversiones.

Aquí es donde se habla de gestión, que como verbo se define como “hacer diligencias para la consecución de algo o la tramitación de un asunto” (Gran diccionario enciclopédico Larousse, 2000). Término que conserva muchos paralelos y sinónimo por excelencia de administrar. ¿Qué diligencias, qué trámites, qué debo de administrar en tema de cultura o como artista?, ¿quién administra? Más allá de la discusión de si el gestor cultural debe o no ser artista, lo real es la necesidad de contar con personas que efectivamente sean administradores culturales; sería un valor agregado si además posee habilidades o sensibilidades hacia el arte.

Siguiendo el esquema básico de la teoría administrativa, la cultura se vuelve entonces un espacio que debe ser planificado, organizado, dirigido y controlado. ¿Es el artista su propio gestor? En otras latitudes, no; en tierras salvadoreñas tiene la necesidad de serlo. ¿Hay espacios de gestión cultural en el país? Sí, diversos, cada uno con sus modalidades. En el tema es extraordinario, desde hace muchos años, el trabajo del Centro Cultural de España en el país, como gestor cultural, como facilitador de modelos de autogestión como la experiencia de La Casa Tomada y a su vez como proveedor de formación en el tema. Estas experiencias nos muestran que formas de hacer gestión cultural hay muchas, como la brasileña Casa Fora, que manejan incluso una moneda común de intercambio en un circuito que lo integran, además de artistas, médicos, abogados, ingenieros, cadenas de tiendas, mini supermercados, entre otros; un modelo que recuerda al de las primeras comunidades cristianas, todo compartido bajo un mismo objetivo común.

Gestión implica entonces planificar una agenda además de necesidades en la producción artística, organizar todos los elementos necesarios para ejecutarlo, dirigir apropiadamente todos estos elementos para un resultado satisfactorio y controlar estos procesos; sistematizar mis propias experiencias para retroalimentar mi propio proceso administrativo ya sea para mejorarlo o adecuarlo. De todo este esquema usualmente el artista lo único que desea es producir o interpretar; la realidad del país obliga a los artistas que no tienen plaza y sueldo fijo como hacedores de arte a ser sus propios gestores, no contando además con el conocimiento necesario o aprendiendo sobre la marcha cómo autogestionarse.

Esta gestión administrativa está llena de números. Se vuelve crucial costear lo que se hace y las variaciones de lo que se hace (dependiendo de tiempo y tipos de montaje, por ejemplo, cantidad de personal, de la propia experiencia en el campo), es decir tasar costos fijos, costos directos de producción y determinar así cuánto cuesta lo que se produce. Luego viene establecer tarifas, formas de pago, ramificar las actividades (montaje de actividades formativas, por ejemplo, que para ello también se requiere de formación, pues no es lo mismo enseñar a cantar que cantar; diseñar programas pedagógicos, establecer metodologías, etcétera). Además, deben elaborarse proyectos o carpetas técnicas sumado a la investigación previa que ello requiere; participar en licitaciones o incluso elaborar términos de referencia; acceder a fondos líquidos a través de convocatorias, lo cual refiere después a realizar la liquidación técnica y financiera del proyecto acorde a los términos de la convocatoria… o sea, todo un tema presupuestario que requiere conocimiento para definir con claridad los costos, los ingresos y las utilidades después de impuestos. A ello hay que sumarle labores de comunicación y marketing, es decir, promoción.

Si cobrar por ejecutar manifestaciones artísticas puede parecer en ciertos círculos un escándalo, el realizar actividades de relaciones públicas, comunicaciones y marketing vendría a ser ofensivo bajo esa misma línea de pensamiento. ¿Por qué debería convocar y publicitar si creo que lo que ofrezco es del interés de todos y por ello tendré lleno completo? Porque la realidad es que el consumidor de cultura obedece a sus propios gustos y preferencias, selecciona entre toda la agenda disponible el espectáculo o actividad de su interés, y rara vez piensa o dimensiona la magnitud de la actividad igual que el artista.  Bajo la concepción del arte como una industria cultural y creativa, que genera réditos y puestos de trabajo, y que en otros países es fácil contabilizar su aporte al producto interno bruto nacional, las manifestaciones artísticas son un bien económico bajo la curva de la oferta y demanda, que necesitan ser comunicadas para promover su consumo; sobre todo ahora que tenemos oferta cultural de eventos de lunes a domingo.

En esta nación de todólogos, si el artista debe volverse su propio gestor cultural, el dar el salto para ser su propio promotor vendría a ser lo siguiente. Para ello requiere contar con su propia base de medios y contactos en prensa; la redacción y difusión de sus convocatorias o comunicados; poseer habilidades digitales básicas como la captura de imagen, sonido y video, su edición y las plataformas en línea para darlos y darse a conocer; manejo y discriminación de redes sociales, usar la idónea según necesidades y a título profesional, no a nivel personal; separar perfiles; dosificar, dependiendo los momentos, la exposición mediática a fin de no saturar el mercado; el diseño y la colocación de su comunicación —hoja de vida, afiches, tarjetas de presentación, flyers, newsletter, suscripción de contactos en línea, etcétera— en los canales y sitios adecuados, dependiendo de los propósitos definidos en su planificación.

Si se gestiona y promueve, el emprender es menester. Sobre todo porque esta figura cobija el gestionar y el promover. Ser un “empresario del arte”, el acceder a una figura legal como personería jurídica, facilita la gestión de actividades, patrocinios, imagen de marcas, apoyos o colaboraciones y acceso a fondos de cooperación internacional, al poder otorgar recibos de donación, facturas, declaraciones, cartas certificadas. En el rubro de la cultura y el arte lo ideal es la figura de asociación o fundación, pues allana el acceder a fondos de cooperación internacional dado que no es una empresa privada, pero a su vez obliga a formarse a través de un conjunto de personas y no a título individual o de unos pocos allegados, entre otras consideraciones. Esto, claro, depende de la naturaleza del emprendimiento, de las personas que lo conforman y sus fines.

Y aquí la demanda cobra trascendencia: ¿hago lo que deseo hacer o formulo actividades de acuerdo con la agenda de mis consumidores o clientes?, ¿me rijo por la agenda estatal o respondo a mis propias inquietudes?, ¿diseño producciones acorde a necesidades específicas aun no siendo las temáticas de mi interés? Si bien lo ideal sería hacer lo que se desea, responder a las inquietudes propias, lo usual es buscar un balance, equilibrar, o en todo caso introducir o filtrar el lenguaje y las actividades propias en los diseños que se elaboran; “crear necesidades”, ajustar o ampliar los beneficios de una producción artística a los objetivos del cliente, toda una pericia de marketing.

Ahora bien, todo este emprender en arte, el ser promotor o gestor cultural, o ser las tres cosas al mismo tiempo, mal funciona por necesidad para muchos. Es difícil en un país donde hay una Ley de Cultura que todavía carece de vida dinámica, donde no hay tarifarios referenciales del cobro por servicios profesionales en el ramo del arte, sin un mercado laboral palpable en el cuál pueda insertarse el hacedor de arte más que haciéndose de su propio mercado; sin incentivos sostenidos y beneficios fiscales en el tema de arte y cultura; sin una infraestructura económica que responda fácilmente a indicadores culturales para tasar a nivel nacional cuánto vale y cuánto aporta la cultura; sin la definición de circuitos de producción, distribución y exhibición, más los procesos y trámites que ello implica; sin la concreción formal de la provisión y servicios alrededor de la ejecución artística; sin espacios sólidos que provean de formación sostenida a planes de estudio superiores o técnicos y así facilitar a mediano plazo nuevos valores que incursionen en investigación, teoría o crítica, además de la gestión cultura como profesión y la producción artística.

La cultura y el arte van más allá de ser un tema personal del artista, se vuelve un tema macro, de país, institucional, un tema económico, turístico, educativo, de hacienda, de gobernación, judicial, todo un aparataje necesario para que, efectivamente, se pueda hablar de emprendimientos artísticos exitosos y sostenibles en el tiempo. ¿Podremos hablar de ello algún día? Experiencias latinoamericanas como la colombiana, chilena y argentina nos dicen que es posible; falta que la cultura y el arte nacional sean asumidos estatal e institucionalmente de forma efectiva como gestión, promoción y emprendimiento, como muchos de nuestros artistas batallan ya diariamente por hacerlo.


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