Extrañas voces

Corrían los últimos días de 1988. Yo vivía en Santa Tecla. Caminaba con uno de mis vecinos frente al Colegio Champagnat, cerca de las canchas del Cafetalón. En una esquina, un grupo de jóvenes, ataviados con los colores del partido ARENA, anunciaban a todo megáfono un mitin del candidato presidencial, Freddy Cristiani, que se celebraría el fin de semana en el parque Daniel Hernández de la ciudad. La voz de los muchachos, afanada, alternaba con el himno del partido de derecha… “Cuando en la amada patria, extrañas voces se oyeron…”

Casi 30 años han pasado y ARENA sigue siendo incapaz de desterrar de su imaginario aquella letra, aquella tonadilla. Porque parece que tres décadas después al partido que fundó Roberto d’Aubuisson, intentos modernizadores aparte, sigue costándole mucho distanciarse del todo de la bipolaridad que la motivó a nacer.
Y lo mismo parece ocurrirles a algunos personajes públicos de El Salvador, relacionados con algunas de las tendencias de la derecha política agrupadas históricamente en ARENA: en la segunda década del siglo XXI, esta vez a punta de tuits no de megáfonos, siguen pregonando las mismas consignas de odio.

Me refiero, en concreto, a Jorge Daboub, ex presidente de la Asociación Nacional de la Empresa Privada (ANEP), y a Fabricio Altamirano, director ejecutivo de El Diario de Hoy, quienes en las últimas semanas han arremetido, desde sus cuentas de Twitter, contra el arzobispo de San Salvador, monseñor José Luis Escobar Alas, entre otras cosas por la condena pública que el sacerdote católico ha hecho de la minería.

El 7 de febrero pasado, Daboub escribió en su cuenta “Adivinen por donde (sic) andan las ‘malas influencias’ al señor arzobispo en sus desatinadas posiciones económicas y sociales.” En el cuerpo del tuit va pegada una foto de una página de EDH en que se ve a monseñor Escobar Alas y a los padres José María Tojeira y Andreu Oliva, director del Instituto de Derechos Humanos de la UCA y rector de la universidad, respectivamente; la foto acompaña una nota que habla, precisamente, sobre la oposición de la iglesia católica a la minería.
“El retorno de la iglesia a la política nos llena de tristeza”, tuiteó el 9 de marzo, un tanto más sobrio, Altamirano.


Lo de la defensa que Daboub y Altamirano hacen de la minería no es el punto del que quiero hablar en esta columna. Esas, al final, son sus opiniones personales, tan valiosas, desechables o pertinentes como las considere quien tenga a bien leerlas. En el par de tuits que escribieron, además, no existe argumento técnico alguno sobre el asunto. Son solo eso, opiniones.

De lo que quiero escribir aquí es del tufo a pasado que se desprende de las palabras de Daboub y Altamirano. Y de la carga histórica que tienen esas palabras.

 

“Malas influencias”, escribe Daboub al referirse a dos sacerdotes jesuitas que acompañan al arzobispo. Es la misma formulación que, hace 30 años, hacían quienes identificaban a sacerdotes católicos cercanos al Concilio Vaticano II o a los postulados de la congregación de obispos latinoamericanos en Medellín con el comunismo.

Lo mismo decían aquellas voces de Ignacio Ellacuría, el rector jesuita de la UCA que en 1980 también acompañaba al arzobispo de entonces, monseñor Óscar Arnulfo Romero, en sus posiciones políticas, sí, políticas, que era en términos amplios como el arzobispo-mártir entendía las cosas de la iglesia. A ambos los asesinaron fuerzas y personas que, entre otras cosas, creyeron que ellos eran malas influencias para El Salvador.

“La tarea más urgente de la iglesia es la construcción de la justicia social”, escribió Romero en su tercera carta pastoral de agosto de 1978. Una postura sin duda política, por nacer de la polis, del colectivo, y por estar orientada a ella.

“El retorno de la Iglesia a la política nos llena de tristeza”, escribió Fabricio Altamirano. La verdad es que, desde Romero, desde su universalidad, la iglesia salvadoreña nunca ha estado alejada de la política, entendida esta, de nuevo, como la participación del catolicismo, desde su doctrina, en los asuntos más apremiantes de El Salvador, como sus pobrezas, su marginalidad, su violencia.

En “Primero Dios”, la biografía que escribió en el marco del proceso de beatificación de Romero, el teólogo Roberto Morozzo della Rocca explica una de las dimensiones políticas de Monseñor al referirse al cambio que el arzobispo vivió tras el asesinato de Rutilio Grande.
“La relevante novedad de la actitud de Romero -tras el asesinato de Grande- radica en su comportamiento ante el poder político”, escribe Morozzo, y enseguida aclara “durante los más de tres años de gobierno episcopal la actitud de Monseñor se transformó en una intransigente en la exigencia de justicia por todas las violaciones a los derechos humanos, las muertes, los delitos y la violencia cometida en El Salvador”.

La historia, o al menos la gran mayoría de los cronistas históricos que han reconstruido con seriedad los hechos políticos de El Salvador durante el arzobispado de Romero, han terminado dándole la razón a Monseñor: porque las élites del país fallaron en construir la justicia social, El Salvador se embarcó en espirales de violencia de las que aún no logra salir. A eso, está claro también, sumó la decisión final de la izquierda de optar por las armas.

A Monseñor Romero también le dio la razón la jerarquía católica, representada no solo por el papa Francisco, sino por la Pontificia Congregación de la Doctrina de la Fe y por la Pontificia Congregación para las Causas de los Santas, ambas fundamentales en el nombramiento del arzobispo asesinado como beato de la iglesia. Y, al hacerlo, la Santa Sede dio por buenas, por apegadas a la doctrina católica, todas las palabras y enseñanzas del Arzobispo, incluida su visión de la iglesia, que es una política, que no partidaria, como también ha pretendido hacer creer la izquierda salvadoreña a su grey particular.

En febrero de 2015, en la sede de la Comunidad San Egidio en Roma, Giovanni Impagliazzo, uno de los laicos que más cerca ha estado del proceso de beatificación de Romero, me explicó que las conclusiones del Vaticano no llegaron sino después de años de estudio de toda la obra escrita y hablada de Romero: “Estábamos ante la necesidad de entender la figura de Monseñor en toda su dimensión. La dimensión de un hombre sencillo, frágil, lleno de fe, pero también la de un pastor fuertes que se opuso a la oligarquía y habló por los más débiles”.

La iglesia católica salvadoreña, su versión más universal, ha sido una iglesia política. También ha habido, por supuesto, una versión más ligera, menos comprometida con la realidad, que apela a los postulados más añejos de la doctrina católica, los previos al Vaticano II en todo caso, que es a la que, entiendo, se refieren Daboub y Altamirano. Esa iglesia ha sido, por supuesto, menos trascendente.

Ni Daboub ni Altamirano hacen referencia en sus tuits a Monseñor Romero o a Ellacuría, pero para cualquiera que haya leído tres líneas sobre la historia de la iglesia católica salvadoreña es claro que los ecos de sus referencias actuales a Escobar Alas o a Tojeira llegan hasta aquellos días negros de 1980.

Pero también quiero argumentar, y esto es solo mi opinión, sobre la poca pertinencia de las palabras de Daboub cuando escribe que las posiciones de monseñor Escobar Alas son “desatinadas”. No voy a hacer aquí una defensa del prelado, pero sí me voy a referir a la carta pastoral que hizo pública el 24 de marzo de 2016, justo en la fecha en que se conmemoró el vigésimo sexto aniversario del asesinato de Romero. Ese documento, titulado “Veo en la ciudad violencia y discordia”, es acaso uno de las más lúcidas aproximaciones a las causas y consecuencias de la violencia actual que abate a El Salvador. Y es una aproximación que apela a los asuntos del conglomerado, desde la óptica del catolicismo salvadoreño.

“No se trata de colores ni banderas ni himnos de partidos; no se trata de intereses económicos en juego, mas sí de miles de vidas que están siendo cegadas… Es necesario que el Estado cree con ayuda del sector económico o empresarial fuentes suficientes de trabajo, acabando con las condiciones de exclusión social que tanto daño están provocando en nuestra gente, sobre todo a los más vulnerables: los pobres… A los que dirigen la política y la economía les ruego que no permitan la creación ni la pervivencia de estructuras injustas llenas de iniquidad que arrastran a los más pobres al uso de la violencia”, razona Escobar Alas.

Fabricio Altamirano y Jorge Daboub son salvadoreños cuya visión sobre el catolicismo, sobre la política y sobre el país están, sin duda, en las antípodas de Monseñor Romero. A ambos les asiste, claro, pleno derecho de decir o escribir lo que piensan. Y sus palabras no pasarían de ser otras entre las millones que llegan a las redes sociales en internet de no ser por lo que ambos siguen representando en El Salvador.

Daboub es, se entiende por sus opiniones, adepto a los postulados más radicales de la derecha económica y política, a las cuales puso altavoz desde el atrio más importante de las gremiales privadas del país. Y Altamirano es jefe en un periódico que, a pesar de todo, sigue siendo uno de los más leídos en El Salvador. Los pensamientos de ambos tienen, gracias a los altavoces a su disposición, ecos que van mucho más allá de sus cuentas de Twitter. Por eso es que resulta chocante que sus voces sigan pareciéndose tanto a las del odio de antaño. Por eso, hoy, sus voces deberían de ser cada vez más extrañas en El Salvador.

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