El último recuerdo de Milagro

En San Salvador, la capital de El Salvador, hay una colonia que se llama Monserrat. En Monserrat hay una calle larga, laaaaarga, en la cual hay un paso a desnivel. Abajo del paso a desnivel ha quedado un resquicio amplio, un error de cálculo, una especie de bóveda. Una cueva urbana. Ahí adentro Mila y El Zarco, una pareja de vagabundos, se encerraban durante horas a empinarse las botellitas plásticas de guaro de caña, a yacer juntos en medio de la basura y la oscuridad. El Zarco es un vagabundo alto y barbado. Tiene ojos verdes intensos y por eso le llaman así. Si ve la oportunidad asalta a las señoras o roba alguna cosa que las torteras de la zona dejan a la vista. Mila era una mujer menudita y morena. Creció en la colonia Monserrat y nadie supo decirme a ciencia cierta cuándo perdió la razón. Bailaba desnuda y solitaria cerca del estadio Cuscatlán, y en los partidos de fútbol las barras de jóvenes se divertían lanzándole moneditas a cambio de que se desnudara o persiguiera tirando besos a algún aficionado.

A veces a Mila la violaban entre varios indigentes. Niños algunos, siempre en la oscuridad de la gruta cómplice. La rodeaban y como manada de coyotes la atrapaban para meterla ahí. Unas veces con la carnada de una botelita de guaro y otras con mucha menos sutileza.

Salían luego por un pequeño hueco, uno por uno, quizá satisfechos. Riéndose. Los taxistas y las vendedoras de “tortas mexicanas” se reían también y cuando detrás del último vago salía Mila, moribunda, demente, desnuda y con apenas una camisa rota cubriendo su desgracia, esas gentes le decían “ajá, Mila, ¿te duele la cosita va, Mila?” Y se volvían a reír.

Hace más o menos dos años se murió Mila. Quedó tirada como un bulto anónimo a menos de una cuadra de la gruta. Uno de los vagabundos de la zona me contó que fue Zarco quien la mató con una piedra. “Como no quiso ir a traerle guaro ese día se enojó y plash…”, dijo el hombre. Algunas torteras dicen que en realidad su cuerpo menudo ya no aguantó la embestida del guaro malo. Quizá los virus de los demás vagos no encontraron resistencia en su cuerpo diminuto y mal comido. Quizá ese día fueron muchos los que yacieron con ella… nunca lo sabremos con exactitud. Una de las torteras, de las que solían burlarse de ella, me contó que se llamaba Milagro y que dejó varios hijos y que no siempre fue demente. Me contó que algún día tuvo un trabajo, un marido y una familia pero que luego algo pasó y poco a poco a Milagro se la fue comiendo la calle y el guaro.

Unos días después de su muerte, El Zarco metía a otra mujer harapienta y medio demente en la boca cholca de la caverna de Monserrat, mientras los taxistas y las vendedoras de tortas mexicanas le gritaban entre risas: “¿Dónde hallaste a esa Mila, Zarco?”, “¡Puta, ahí va la sustituta de la Mila, ve!” El Zarco entró con su nueva conquista dentro de aquella gruta de cemento ante las fanfarrias de los testigos. En el agujero de entrada algún vago escribió en letras rosadas un recuerdo para Mila. Una frase corta, una especie de descanse en paz callejero que reza: “Mila recuerdos para siempre”, acompañada de una cruz de tiza. Sobre el concreto pusieron un marañón anaranjado, cortado seguramente de los árboles de alrededor, como un tributo póstumo, pobre y perecedero.

La gente de Medicina Legal me dijo que estos cuerpos los entierran en fosas comunes, sin nombre y sin más respetos que una fecha y un número en una bolsa negra, así que Mila tendrá que conformarse con ese único y callejero epitafio escrito quizá por uno de sus tantos  verdugos, y con una fruta que ya se habrá desvanecido en la cueva oscura de la colonia Monserrat.

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