Cataluña, ¿una nueva legalidad o un reencaje en España?

Hasta el viernes 27 de octubre, a las 15:30, vivía en España, un país de 46 millones de habitantes y medio millón de kilómetros cuadrados, cuyo jefe de Estado es un rey. Y hoy (sábado 28 de octubre) he despertado como ciudadana de Catalunya, una república con una población y una extensión poco mayores a las de El Salvador. No he hecho una mudanza exprés. Al menos no yo. El Parlamento catalán ha autoproclamado la Independencia desafiando las leyes que hasta ahora lo regían y el Estado español ha anunciado su disolución y la intervención de sus instituciones. Mi nuevo paisito ha nacido prematuro, por cesárea y amenazado de muerte.

Prematuro por que se declara basado en un referéndum sin garantías para considerarse vinculante y no tiene el apoyo ni los órganos necesarios para crecer y desarrollarse sano y fuerte. Por cesárea porque, aunque el resultado del referéndum generó contracciones, el propio gobierno catalán era consciente que no era suficiente y ha ido demorando el parto hasta que a la criatura la asfixiaba un cordón judicial y policial. Y bajo riesgo de muerte porque, el gobierno español ya ha intervenido las instituciones catalanas y toma sus riendas. La vicepresidenta española, Soraya Saénz de Santamaría, coordinará la gestión de Cataluña, al haber disuelto el parlamento y destituido la totalidad del gobierno local. Al menos hasta la celebración de nuevas elecciones, convocadas para el 21 de diciembre.

Pero de momento, 24 horas después de haber declarado la independencia, aquí no ha llegado ninguna delegación de Madrid. Y la Generalitat de Cataluña dice no reconocer estas medidas. Su presidente destituido por España, Carles Puigdemont –sobre el que la Fiscalía impulsa una querella por rebelión que podría encarcelarle 30 años–, sin plan B, ha fiado la defensa de las instituciones a la población. Y espera que, con la proclamación de la República y una movilización ciudadana sostenida, el mundo mire a Cataluña y medie un diálogo que destrabe el bloqueo español a sus aspiraciones. No aspiran a que España reconozca la independencia –hasta el separatista más ingenuo sabe que eso no pasará–, sino que facilite un reencaje de Cataluña en una legalidad española más favorable donde se amnistíe a los separatistas. Pero de momento en el extranjero solo ha ganado las portadas de los medios. No hay apoyos internacionales. Y Europa solo parece temer por la deuda que España mantiene con el Banco Central. La República catalana naciente se rige, paradójicamente, por la máxima del último presidente de la República española, Juan Negrín, aquella frase tan manoseada de “resistir es vencer”.

“Hemos venido para celebrar y defender la República”, decía la ciudadana Isabel Planas ayer, apenas media hora después de la declaración de independencia, en el bar Triomf (Triunfo en catalán) que despachaba tortas a destajo a los hambrientos partidarios que se habían agolpado en las inmediaciones del Parlament. A su lado, Neus Cussó, gritaba un Viva la República hacia la otra acera, donde cuatro furgones de la policía nacional les miraban con cara de pocos amigos. “No tenemos miedo, nos va a zurrar sí, pero hay que aguantar lo que dure”, añadía Planas.

En la calle el parto había sido para mucha gente una catarsis, una celebración después de cuatro semanas de contracciones engañosas. Pero por encima de la euforia, planeaba la incertidumbre. Sobrevolaba sobre sus cabezas, como lo hacen desde hace días los helicópteros de la policía española. El zumbido de las aspas nos recuerda que esta República es simbólica, y tiene al Reino de España encima. Ante el Resistir es vencer, el Estado ha impulsado una dura ofensiva administrativa y judicial que se selló minutos después en el Senado, convirtiendo la catarsis en un clímax más sentimental que real.

Después de destituir al gobierno catalán, por el momento solo de la nómina española, han cesado al jefe de la policía, el Mayor Josep Lluís Trapero. Quién hace 70 días, era elogiado por toda España por su gestión de los atentados yihadistas del 17 de agosto en Barcelona y Cambrils, enfrenta una demanda por sedición por no haber impedido el referéndum del 1 de octubre.

Y esto apenas empieza. El separatismo ya tiene, desde hace unos días cuatro presos políticos, Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, portavoces de las dos grandes asociaciones civiles independentistas y dos muchachos procesados por responder con golpes a la policía el 1 de octubre. Y se augura que esta semana la Fiscalía reparta inhabilitaciones a diestra y siniestra. Una asamblea de 4 mil cargos electos, la mayoría concejales, ya se ha alistado para constituir y relevar a los parlamentarios ya disueltos y probablemente inhabilitados los próximos días. “Pobre país aquel que necesita héroes”, decía Bertol Brecht. El movimiento independentista, bautizado como la revuelta de las sonrisas por su carácter pacífico y festivo, empieza a dejar su ingenuidad y verle los colmillos al lobo. La cara de la presidenta del Parlament al declarar la independencia era un poema de nervios y pesar. Carme Forcadell y toda la mesa de la cámara enfrentan también una querella por rebelión.

En el restaurante donde comen Planas y Cussó, ni el triunfo que lleva por nombre es heroico. Le viene por estar a la par del Arco de Triunfo, un monumento que homenajea al progreso y que se construyó en la exposición universal de Barcelona de 1888, cuando la ciudad era la capital industrial de España y el Reino todavía se extendía por ultramar con las colonias de Cuba y Filipinas. Ahora el Bar Triunfo lo regenta una familia china, que prefirió seguir sirviendo bocadillos de jamón con tomate a ofrecer pato a la pekinesa. El nacionalismo catalán, que tiene a la lengua y la cultura catalana como uno de sus pilares fundacionales, tiene hoy una República poblada por gente de 187 países diferentes y donde se hablan alrededor de 300 idiomas.

Jessica Cáceres es salvadoreña y llegó a Barcelona hace 15 años. Está casada con un catalán y tiene una empresa de investigación de mercados que trabaja para empresas farmacéuticas de toda Europa. En su casa, como en una gran parte de las familias catalanas, la crisis política se ve como una caída por el barranco. Son la mayoría silenciosa, dicen, aunque en estos tiempos de polarización ya hemos perdido las cuentas de cuanta población está de un lado y el otro. “Lo que ha hecho el gobierno de Cataluña es una irresponsabilidad y una vergüenza, nos está tirando al vacío desde hace semanas y ahora veremos, el gobierno español ha tomado cartas en el asunto, pero esperemos que los funcionarios le obedezcan y no sigan por el despeñadero a la Generalitat”, asevera Cáceres. Ella por si acaso, hace tres semanas cambió su domicilio fiscal a Madrid, por si este giro político acarreaba consecuencias económicas graves como el bloqueo de capitales o el impulso de una hacienda catalana incierta. No es la única. El Colegio de Registradores ha computado la fuga de 1.681 empresas en este mes, entre ellas las cinco más grandes. El capital es conservador y no tiene patria.

El ex consejero de Empresas de Catalunya, Josep Huguet, recordaba ayer en un artículo en el portal Nació Digital que ni en las independencias más pactadas se pudieron evitar turbulencias económicas. Y asumía que una República Catalana debía pasar por un periodo de constricción económica.

Las consecuencias también salpican a la economía española y la prima de riesgo –el interés de la deuda estatal– se disparó. La bolsa también cayó. El gobierno central también lo habría podido evitar. El jueves, 24 horas antes de la declaración de independencia y de la firma en el Senado de la intervención de Cataluña, Puigdemont estuvo a punto de rendirse. Iba a disolver el parlamento catalán y convocar elecciones bajo su mandato para evitar que el Estado tomase el control de la Generalitat y los enjuiciasen a todos. Esperábamos su comparecencia y sus socios de gobierno ya le acusaban de traidor en Twitter. Pero al parecer Rajoy dijo que ya era demasiado tarde. Y el presidente catalán decidió dejar en manos del Parlamento la votación. No hubo discursos épicos ni salida al balcón de la Generalitat. De hecho, sobre la sede del gobierno catalán todavía ondea, 24 horas después, la bandera española.

El paisito al que me dijeron que ahora pertenezco tiene dos trapos ondeando y dos jefes de gobierno enfrentados que no sabemos si están de fin de semana. A la encargada de mantener a Cataluña en España, todavía no se ha visto por el territorio. Y el presidente destituido ha difundido un mensaje institucional grabado desde su ciudad, Girona, donde vino a decir que no se siente destituido. El problema vendrá a partir del lunes, con las citaciones judiciales y cuando, a medida que el gobierno central vaya tomando posesión de la administración, los 170 mil empleados públicos deban decidir de quiénes acatan órdenes.

Pero en mi primer despertar republicano no ha habido avalanchas ciudadanas ni tambores de guerra. En la esquina de mi casa, los estudiantes han convocado un vermut musical y un vecino al pasar les ha gritado Viva España. Los muchachos le han contestado País Patraña y han seguido tocando la guitarra. He llamado a Valencia y el teléfono no me ha cobrado roaming. Hay dinero en los cajeros, combustible en las gasolineras y tengo gas y agua, suministrados por empresas que cambiaron su sede fiscal. El sol luce como casi siempre, las terrazas están llenas y los turistas, que pueblan Barcelona casi tanto como los independentistas, saludan desde un bus descapotable a unos manifestantes en el centro de la ciudad. Y el helicóptero sobrevuela igual de alto o de bajo –según como se mire– que el último mes.

Todavía no sé si esto ha sido un parto de un bebé que está en la incubadora, un aborto forzoso, o es apenas el embrión de una Cataluña que seguirá insistiendo por un nuevo referéndum legal y vinculante, que en alguna fecha improbable desencalle un conflicto donde, cerca de la mitad de la población sí ha desconectado mentalmente con España.

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